Tornado del libro en italiano: on! BABES QUE TE AMO CoVidencias de Jesus a un Sacerdote» Pagina 81, 19 de Septiembre de 1975
°No temas, pues aqui estoy Yo para guiane. ;Adelante!. no retrocedas ni estes preocupado. Han rechazado mi Evangelio y dis-torsionado mi vcrdad. No han dado credit() a las almas victimas a las quie he hablado poniendo en sus palabras el sello de mi gracia. A todo han opuesto resistencia. A Maria Valtorta, alma victima. dicte una obra maravillosa de la que soy autor. Tti mismo has advertido la reaccion furiosa de Satanas contra ella, lo mismo que la resistencia de muchos sacerdo-tes a esta obra que, si se leyera, o mejor, si se estudiara y medi-tara, podria reportar un bien grandisimo a muchisimas almas. Ella consitutye una Puente de seria y sOlida cultura. Mas a esta obra, a la que le esta reservado un exito grande en la Iglesia regenerada, se prefiere la inmundicia de tantas revistas y libros de teologos presuntuosos. Te bendigo como siempre.'Sigue queriendome».
1945
10 de enero
No bien despierto, se me hace presente esta extrana vision: Veo una estancia espsiciosa, alargada, angosta, baja de techo y oscura, con un solo ventanuco en uno de sus angOstos lados. And, al fondo, en el punto opuesto, aria puerta diminuta rasgada en el mum que, al estar entreabierta, muestra un corredor pobrisimo apenas iluminado por una luz tenue que penetra a travis de alguna ventana reducida que no alcanzo a ver. En la estancia, que mas parece pasadizo que estancia, hay una mesa nistica alargada: un tablero alto y cepillado sin otro color que el propio de la madera que Ilega a oscurecerse por el largo uso, sos-tenida por cuatro pares de patas hechas de estacas redondas puestas asi / en los dos extremos de la mesa y en sus cuartos. Y en la pared un Crucifijo de gran tamatio. Aparecen siete .franciscanos sentados a la mesa: S. Francisco. siempre macilento y palido; fray Elias, guapo, joven. de Ojos imperio-sos y oscuros, cabello negro y ensortijado... ;oh! un parecido por demas ingrate en sus rasgos y, sobre todo, en sus ademanes con Judas. Despuds fray Leon: joven, no muy alto. de semblante bonda-doso y jovial. Uno y otro estan a ambos lados de Francisco. A seguido de Leon esta Masco, un tante corpulento. algo entrado en alias y tranquilo. Despues tres frailecitos que tengo para mi scan novicios o legos: siempre callados, humildes y timidos, visten mas pobremente que los cuatro.frailes pues carecen de manto. Comen en platos de metal verduras cocidas y pan grisaceo. A mi parecer son toles o berza lombarda. Dice fray Elias: 4;Que pan tan bueno! Tiene un sabor especial. Parece un dulce. No so...» Fray Maseo a su vez: «Si, es dulce; mas tambion jugoso como la came. Ntitre, fortalece y es tan cabal como una comida complcta». Por Ultimo fray Leon: oat la sagrada Hostia? Jamas senti en ella un sabor como ese. Es un algo incorporeo que se resuelve en dul-zura... i0h, una dulzura paradisiaca!« «Os voy a presentar a la que fabrica este pan y eras hostias. No pareis mientes en su exterior pues su aspecto fresco y jovial oculta su austeridad bajo una sonrisa candorosa. Ella. hermana legs. amasa el pan y cuida de Ia mesa de las monjas. Pero yo se de cierto que su alimento es muy escaso y este el mss repugnante y que rechazan las demas. Y si Ilega a escasear la comida, ella Ia deja para las mis &biles de cuerpo y de espiritu, no concediendo a su hambre ni a su fatiga surto to que a las genes causa repugnancia... iJuana Bautista debierarnos Hamada! En este su desierto de autentica enclaustrada —desierto en si por cuanto la clausura tan solo es desierto cuando se la ama, es decir, si en la misma se sabe vivir con el Solo— ella se alimenta de saltamontes y caracoles cogidos entre las verduras del huerto y tostados a la llama del fuego. Con todo, rie, cants y conta-gia alegria como alondra en libertad. Hela ahi». Los frailes, todos, se vuelven curiosos hacia la portezuela semice-rrada. Penetra por ella una monja hermosa, joven (de unos 30 arlos) y robusta. Sonriendo, depone sobre Ia mesa un jarro de agua y un cubilete de madera. Viste habits) talar de amplias mangas marr6n rojizo, cayendole dl escapulario por delante y por detras hasta el suelo. No veo que le cuelgue cordon alguno como tampoco le veo Ia cintura ya que Ileva una capelina corta, circular, que le Ilega hasta las caderas, studs al cuello con un tarugito de madera. En la cabe-za, las franjas que It chien la frente cubriendosela hasta las cejas y que, enmarcandole las mejillas, descienden bajo el escapula-rio. Por encima, el veto negro puesto asi a modo de capa. Rostro agraciado, sonrosado y redondeado; ojos negros, ri-suenos y vivarachos;. y unos bien conformados dientesr sanos y fuertes. De estatura media ycomplexion robusta. «Aqui teneis a Sor Amada Dilecta de Jenks)), dice Francisco. Y despues: «Querrian saber mis comptuleros clue sueles mezclarle a to pan que tan bueno sabe y cdmo haces las hostias para la Mesa santa, pues son diferentes a todas las demas. La monja rie y responde al momento: «El aroma lo proporcionan mis especiaso. <Qua aroma es ese?». «La Caridad de Jestis, Senor y Esposo mioo. Nada mss veo, despareciendo todo con la vista de Sor Amada Dilecta de Jesus que destella al pronunciar estas palabras. Cuando sun este hablando el P. Migliorini antes de la Comu Wein, he aqui que el Maestro da comienzo tambien a hablar y lo hate de forma tan imperiosa que dejo en el acto de lado at Padre pars ocupanne de Jest's que dicta asi:
«Soy Yo tu Superior. 2,No sientes en ti mi Gracia? iNo me sien-tes en in coraz6n y como to doy mi aprobaci6n? ZPues entonces? iNo soy Yo acaso el Superior de los superiores? i,Por ventura no soy Yo tu Clausura? iSe ha borrado o cancelado tal vez tu amor hacia Mi o el mia hacia ti? iAtin hay quien se obstina en la dureza de las necesidades? LY esto por quo? Por soberbia y egoismo. ;Oh santa Hurni!dad, la mia! ;Oh Pobreza santa, la mia! i0h Caridad santa, que soy Yo! Por tus sufrimientos to he suministrado una lin: a Sor Arvada Dilecta do Jestis, que es tuya mas que de los franciscanos». Ayer por la tarde me dick, JesuS esto para Sor Gabriela': «Ave, Maria Gabriela de mi Madre. No conozco otro saludo mas duke. 1La «frase atirea»? Si, la pongo donde hay algtin sufri-miento. Also que min es humano... y que Yo quiero que dosapa-rezca. Esto to abraso, por tanto, con el oro encendido de mi Carl dad. No ser tinicamente amados sino temidos e incomprendidos es el destino que doy a quienes ama con predilection para que se me ase-mejen cada vez mas y no amen a otro quo a Mi. Todo afecto que se da o que se recibe de un modo humano es como una brizna de impureza en la amalgama de -un lingote de oro. El oro, dirt tti, nunca se halla en estado de pureza, ya que, para trabajarlo, va siempre undo a otros metales. Lo se. Mazolale plata, esto es, Ilanto. Mdzclale platino, esto es, dolor; mas nunca le mezcles cobre, es decir, rencor; ni estano, esto es, cansancio. Y nunca, nunca hierro ni carbon, es decir, el deseo de ser amada y comprendida. Con ello adulterarias tu oro. Cuando Ilegues a ser exclusivamente platino o plata, atraeras todos a ti. 4Por quo trees, Gabriela de Maria, que solo cuando no se es sino una llama que arde por arder sin preocuparse de quidn ni por quo se arde, es entonces cuando todos se vuelven a contemplar la luz? i,Por sue? Porque aquella luz que de tal manera arde, como decia tu Francisco: «Sin desear ser amado», refleja el Cielo y el Rostro de Dios, se funde con el fuego que es Dios, ama todas las cosas on Dios, y, por ello, trasluce la luminosidad de Dios. No es ya, un alma que ama sino que es Dios que ama on un alma. Te lo puedo asegurar, entonces converge todo hacia nosotros: el «todo» bueno, el un poco menos bueno y, a escala menor, el malo. Pero, al volverse, lo hate siempre con admiration.
I. Vent la oda IT I correspanditnie al <unto del 15-11.45 en este mismq wlumen.
que creyeron en el Precursor y Me siguieron. Y to hablare tambien de la oveja descarriada de ese pequefio rebafto, del que 'se origin6 el re-bafio inmenso que ahora esta esparcido por la Tierra y que es el re-bano bautizado en mi Nombre. Las semejanzas ffsicas no tienen importancia, Marfa. Son casos fortuitos. Hay parientes que no se parecen ffsicamente tanto como se parecen dos personas que, en cambio, no lo son y viceversa. Tambien hay atracciones ffsicas tales que dos personas que se asemejan se aman mas que dos que son diversas, casi como si el uno contemplara en el otro a un segundo "yo", pero lo viera engalanado con esos orna-mentos que sugiere el amor y que hacen perfecto para el amante el objeto de su amor. Pero no no tiene importancia. Hay que tener presente que Galilee no era vasty y que los galileos no eran muchos, que se casaban casi siempre entre ellos y que por eso los rasgos somiticos se hallaban reproducidos en dos o tres pro-totipos que, por siglos, volvf an a reflejarse en esos rostros. No serf a errado decir que si se hubiera remontado a los origenes en todas las pequefias aldeas, se habrfan encontrado dos o tres cepas familiares originarias, cuyos miembros se habfan casado o vuelto a casar entre ellos y de este modo habfan dado a toda la ran galilea un catheter ffsico acentuado. Por eso no debe asombrar que Juan tuviera una semejanza ffsica conmigo. Era un galileo rubio. Ese era un catheter mas ram que el del galileo moreno mas, de todos modos, existf a. Pro at setnejanza era mas acentuada atin en to que se refire at espiritu. Vmo a MI min virgen, joven, inocente; pudo asimilarse a Mf como ningin otro. Era una copia fiel del Maestro. El amor le habf a llevado a acoger no solo mi pensamiento, sino haste mi modo de hablar, de gesticular, de moverme. Y hasta le }labia hecho nit semejante a MI en el rostra, aunque Ste no es un fenameno rink° entre dos sexes que se amen a la perfeccion. Y Juan me am6 con un amor perfecto. /yes como se ilumina por la alegrfa de ofrselo decir? Excepto la Bendita, nadie me am6 como 41, con un emir que no tuvo un instante de duda o de error. Y nadie, menos mi Madre y los nifios que venfan en busca de mi caricia, me ofrecie el don de un coraz6n tan pun como el suyo. Juan muri6 viejo, pero el acumularse de los lustros no ofusc6 ese candor angelic° que no conoci6 mas llama que la del nor divino ni mas caricia oue la de mi Madre.
iQue te encuentras cansada? Pues aqui me tienes. Yo siempre digo: «Aqui me damn cuando hay alguien que me quiere. Y, per mas que calla, Yo soy el tithe° que se y puedo aliviar el cansancio y amortiguar el dolor. La nonna para obrar .y obrar bien &cull es? El amor. Mi Juan era joven e ignorante, hasta un poco testarudo, como to dins, y perezoso como, en general, son los orientates. Mas cogia todas las cons al welo porque, como amaba tanto, el amor suplia todas sus faiths. Nunca te digas: «4Ya podre hacer esto?» Si te to inspiro es serial de que to puedes hacer. Todo to darns te to diva el Amor. Queda con mi paz. Y mas te digo: «Querrias que te dijese: «Vane? Pues bien, Yo camino hoy, madam, pasado maxima, durante dando un paso tras otro con la Cruz a cuestas, subiendo, subiendo, subiendo... Mira mantas pisadas... Mira cuinta Sangre... Camina: hoy, madam y pasado madam tambien... las tiltimas horas seen las de mos angustia... Mas despues despues vendra a descansar tu espiritu en los brazos de tu Jens».
2 de enero de 1945
No tengo una visión particular. Pero al amanecer, mientras digo el Rosario, con
los misterios dolorosos porque es martes, Jesús me ilustra nuovamente sus
sufrimientos de los 4 primeros misterios. Y todas las torturas del Getsemaní, de la
flagelación - ese sufrimiento siempre atroz pero que, yo diría, es tanto más atroz
cuanto más se la ve -, de la coronación con el cerco de espinas, pasan ante mí y me
hacen sufrir por los sufrimientos de Jesús.
Del cuarto misterio he visto solamente a Jesús que, tambaleándose, iba subiendo
por una callejuela estrecha y mal empedrada que conduce a la Puerta Judicial, uno de
los consabidos altibajos de Jerusalén. Allí, para sobrepasar un fuerte desnivel, hay dos
toscos peldaños. Para Jesús, que estaba exhausto e iba cargado con la larga y pesada
cruz, subirlos significaba un esfuerzo enorme. Sudaba, le faltaba el aliento, parecía
estar a punto de desplomarse.
Luego no vi nada más.
10 de enero de 1945
Tan pronto como me despierto se me presenta una visión singular.
Veo un cuarto estrecho, largo, oscuro, con el techo bajo. En uno de los lados estrechos
hay una pequeña ventana; es la única. En el fondo de la pared opuesta hay una
puertecita entreabierta que deja ver un mísero pasillo, iluminado apenas por la escasa
luz que penetra por alguna ventanita que no veo. En ese cuarto, que más bien parece un
pasillo, hay una mesa larga y rústica; no es más que una tabla espesa y lisa, del color
natural de la madera que, ciertamente, se ha oscurecido por el uso prolongado; está
sostenida por cuatro pares de patas: son soportes cilíndricos dispuestos de esta manera
/ \ en los dos extremos y en la cuarta parte de la mesa. En la pared hay un Crucifijo
muy grande.
7
A esa mesa están sentados siete franciscanos: San Francisco, a quien se le ve
pálido y demacrado como siempre; fray Elía, alto, bello, joven, con ojos negros y
fieros y negros cabellos rizados... ¡ay! sus rasgos y, sobre todo, sus gestos tienen una
semejanza muy fea con los de Judas. También fray León es joven y no muy alto, pero
su rostro expresa bondad y jovialidad. Estos frailes están a uno y otro lado de San
Francisco. Luego, junto a León, está fray Maseo, un fraile corpulento, calmo, más bien
anciano. Además hay tres frailecillos, que me parecen novicios o conversos; están
siempre en silencio, con actitud tímida y casi incómoda y están vestidos aún más
pobremente que los otros cuatro, pues ni siquiera llevan manto. Están comiendo, en
platos de estaño, verduras hervidas (me parece que se trata de brócoles o de repollo) y
pan de un color ceniciento.
«¡Qué rico es este pan! Tiene uip sabor especial. No sé cómo decirlo, casi parece un dulce...»,
dice fray Elía.
Y fray Maseo le responde: «Eso es, ¡un dulce! Y, además, es jugoso como la carne. Nutre,
tonifica. Es un alimento tan completo como una comida entera».
Fray León prosigue: «¡¿Y qué decir de la santa Hostia?! Jamás he sentido un sabor como ése:
Es una levedad inconsútil que se disuelve en dulzura... ¡Oh! ¡es una dulzura paradisiaca!».
«Os haré conocer a la que hace este pan y estas hostias. No os fijéis en su aspecto: es
rozagante y alegre, mas bajo la sonrisa afable oculta su austeridad. Es una conversa que hace
el pan y se ocupa de la comida de las monjas. Mas sé con seguridad que es bien poco el
alimento que ingiere y que se trata siempre del que las otras rechazan, del que a las otras
repugna. Si escasea la comida, la deja para las que son más débiles física y espiritualmente y
para su hambre y su cansancio destina sólo lo que al hombre le asquea... ¡Tendríamos que
llamarla Juana Bautista! En este desierto suyo de verdadera enclaustrada - desierto en sí
misma, porque la clausura es desierto sólo si así se lo quiere, es decir, si en ella se sabe vivir
con el Solo - se alimenta solamente de langostas y de caracoles arrancados de las verduras del
huerto y luego asados en la llama. Y aun así ríe y canta como una alondra libre. Hela aquí».
Los frailes, llevados por la curiosidad, se vuelven hacia la puertecita entreabierta. Entra una
monja bella, joven (tendrá unos 30 años), robusta. Sonriendo, apoya sobre la mesa una jarra
de agua y una escudilla de madera. Lleva un hábito derecho, de color herrum8
bre, con amplias mangas; por delante y por detrás, el monjil le cae hasta el suelo. No
veo cordón alguno. Ni tampoco veo un cinturón, porque lleva un pequeño manto corto,
circular, que le llega a las caderas y que está ajustado al cuello por un trocito de
madera. La cabeza está fajada por las vendas que le estrechan la frente - cubriéndosela
hasta las cejas - y también las mejillas y que luego descienden por debajo del monjil.
Por encima lleva el velo negro puesto como un manto, de este modo ~ . Tiene un
rostro bello, redondo, la tez rosada; ojos negros, risueños y brillantes, y hermosos
dientes, sanos y fuertes. Su estatura es normal y su aspecto robusto.
«He aquí a Sor Amata Diletta de Jesús», dice Francisco. Y luego prosigue: «A mis
compañeros les gustaría saber qué sueles poner en tu pan, que es tan bueno, y cómo
haces las hostias para la santa Misa, que son diferentes de todas las demás».
La monja ríe y responde inmediatamente: «El aroma me lo da mi vendedor de especias».
«Pues, ¿de qué aroma se trata?».
«De la Caridad de Él, de Jesús, mi Señor, mi Esposo».
No veo nada más. La visión termina con el rostro de Sor Amata Diletta de Jesús, que
resplandece al decir estas palabras.
Mientras aún sigue hablando el P. Migliorini1, antes de la Comunión, también
habla el Maestro. Y su tono es tan imperioso que planto al sacerdote y me ocupo de
Jesús. Dicta:
«Yo soy tu Superior. ¿Sientes mi Gracia en ti? ¿Me sientes en tu corazón, sientes
que te apruebo? Y entonces, ¿qué pasa? ¿No soy acaso Yo el Superior de los
superiores? ¿No soy Yo tu Clausura? ¿Tu amor hacia Mí y mi Amor por ti no son
acaso barreras y cancelas?
¿Hay quien se empecina en la dureza de las necesidades? ¿Por qué lo hace? Lo hace por
soberbia y egoísmo. ¡Oh, santa Humildad que ya fue mía! ¡Oh, santa Pobreza que ya fue mía!
¡Oh, santa Caridad que soy Yo mismo!
A ti, que sufres, te he dado una luz: Sor Amata Diletta de Jesús, que es más tuya que de los
franciscanos».
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1 Se trata del padre Romualdo M. Migliorini perteneciente a la orden de los
Siervos de María, director espiritual de la escritora desde 1942 hasta 1946. Para su
biografía, véase la nota 2 del 22 de abril en “Los cuadernos. 1943”.
9
Ayer por la noche Jesús me dictó esto para Sor Gabriella2:
«Ave, Maria Gabriella de mi Madre. No conozco un saludo más dulce.
Sí, es la “palabra de oro”. La coloco donde hay algún sufrimiento, algún sufrimiento que aún
conserva algo humano... que Yo quiero abolir. Por eso lo abraso con el oro encendido de mi
Caridad. A los que prefiero les doy como suerte no sólo la de ser amados sino también
temidos y no comprendidos, para que así se asemejen más a Mí y para que no amen más que
a Mí. Todo afecto que se da o se recibe, que humanamente se da y se recibe, es como una
molécula de impureza en la amalgama de una vara de oro.
Dirás que el oro nunca es puro. Se lo une siempre a otros metales para poder elaborarlo. Ya lo
sé. Añádele plata, o sea, llanto. Añádele platino, o sea, dolor. Pero nunca le añadas cobre, que
es rencor. Nunca le añadas estaño, que es cansancio. Nunca, nunca, nunca le añadas hierro ni
carbón, que representan el deseo de ser amada y el de ser comprendida. Si lo hicieras,
ensuciarías tu oro.
Cuando seas solamente oro, platino y plata, atraerás a todos hacia ti. Créeme,
Gabriella de María: les atraerás porque sólo cuando no se es más que una llama que
arde por arder, sin preocuparse por quién ni tampoco por qué se arde, sólo entonces
todo se vuelve para mirar la luz. ¿Y sabes por qué? Porque esa luz que arde del modo
que decía tu Francisco: “Sin deseo de ser amado”, refleja el Cielo y el Rostro de Dios,
se funde con el fuego que es Dios, ama todas las cosas en Dios, y por eso resplandece
de Dios. Ya no es un alma que ama; es Dios que ama en un alma. Yo puedo decírtelo:
entonces todo converge en nosotros. Converge “todo” lo bueno. También algo de lo
menos bueno y menos todavía de lo malvado. Mas siempre se vuelve con estupor.
¿Estás cansada? Heme aquí. Digo siempre: “Heme aquí” cuando alguien me
quiere a su lado. Sólo Yo, que aunque calle, sé, puedo aliviar el cansancio y aquietar el
dolor.
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2 Se trata de Sor Gabriella cuyo nombre secular es Emma Federici, superiora en
Camaiore de la congregación de las Pobres hijas de los estigmas de San Francisco
(Stimmatine). Sor Gabriella está mencionada varias veces en este volumen. Su deseo
era fundar un instituto para acoger la vocación religiosa de mujeres cuyo nacimiento
no había sido reconocido legítimamente. Terminó por salir de la Congregación a la
que pertenecía, pero no logró realizar su misión y se la consideró una figura discutible.
Véase también los textos del 22 de junio y del 30 de diciembre en “Los cuadernos.
1944”.
10
¿Cuál es la guía para obrar, para obrar bien? Es el amor. Mi Juan era joven e
ignorante, hasta un poco tozudo, como dices, y perezoso como son por lo general los
orientales. Mas lo entendía todo enseguida porque amaba tanto que el amor suplía todo
lo que faltaba. No te preguntes nunca: “¿Podré hacer esto?”. Si te lo inspiro, quiere
decir que puedes hacerlo.
Lo demás te lo dirá el Amor.
Que mi paz sea contigo. Te digo aún: ¿querrías que te dijera: “Ven”? Mas Yo he caminado
hoy, mañana y también pasado mañana, por años... un paso tras otro, sosteniendo la Cruz,
cuesta arriba, arriba, arriba... Mira cuántos golpes... Mira cuánta Sangre...
Camina: hoy, mañana, y aún pasado mañana... las últimas horas serán las más angustiosas...
Mas luego... luego tu espíritu vendrá a descansar en las manos de tu Jesús».
16 de enero de 1945
A las 6 de la mañana.
Escribo a la luz de la bujía y no sé cómo estaré escribiendo. Pero no quiero
padecer lo que padecí ayer. Mientras estaba diciendo el “Veni Sancte Spiritus”, se me
aparece esta visión de modo tan prepotente que comprendo que es inútil insistir en rezar. Por lo tanto, sigo la visión y, al advertir que es tan compleja, comienzo a escribirla
como puedo con esta luz.
De seguro me encuentro en las catacumbas. ¿En cuál? ¿En qué siglo? No lo sé.
Estoy en una iglesia de las catacumbas hecha de este modo: [croquis]
Es decir, tiene forma rectangular y termina en una vasta aula circular en cuyo centro está el
altar constituido por una mesa rectangular, separada de la pared, cubierta por un verdadero
mantel, o sea, un paño de lino con un ancho dobladillo en los cuatro lados, pero sin encajes o
bordados.
En el muro del ábside está pintada una escena evangélica con el Buen Pastor. Por
cierto, no es una obra de arte. Se ve un sendero campestre que parece de fango
amarillo; más allá del sendero, a la derecha de quien mira, una mancha verdosa viene a
ser el prado; al borde del prado, siete ovejas - tan apiñadas que parecen un solo
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bloque y de las que sólo se ve el hocico de las dos primeras, mientras las otras parecen
hatillos panzudos - van caminando por el sendero en dirección de quien mira. A su
lado, hacia el fondo, está el Buen Pastor, vestido de blanco y con un manto rojo
desteñido. Sobre los hombros lleva una ovejilla que sostiene por las patitas. El pintor,
o mosaiquista, hizo todo lo que pudo... pero por cierto no puede decirse que a Jesús se
le ve hermoso. Tiene el característico rostro de las pinturas y mosaicos de las primeras
épocas del cristianismo: un rostro achatado, más ancho que largo porque se le
representa de frente, con los cabellos lisos y untosos, demasiado oscuros y opacos. Ni
siquiera lleva barba. Pero, a pesar de su fealdad, tiene una mirada triste y amorosa que
atrae y en los labios la mueca de una sonrisa dolorosa que hace pensar.
En el punto señalado con unà pequeña cruz hay una abertura, pero es tan baja que
sólo un niño podría pasar por ella sin golpearse la cabeza. Por encima de la abertura,
una lápida de la altura de un hombre, indica un nicho. En la lápida está escrito el “Pax”
que se usaba en ese entonces y debajo, en latín: “Huesos del beato mártir Valente”. A
los lados de la inscripción hay dos grafitos: una ampolla y una hoja de palma.
Al fondo de la iglesia hay otra baja abertura, indicada con el círculo, y junto a ella
veo a cuatro excavadores muy robustos, armados de palas y picos. Cerca de ellos se
ven dos montones de arenisca de desmonte. Deduzco que es época de persecuciones y
que están listos para derribar la pared y ocultar la iglesia con esa avalancha y con los
montones de arenisca ya preparados.
La iglesia está iluminada, como de costumbre, por la trémula claridad rojoamarillenta de las lámparas de aceite. Hacia el altar, la luz es más viva. En cambio,
hacia el fondo apenas es una claridad en la que se pierden los contornos de las
personas que, por lo general, están vestidas de oscuro.
Sobre el altar se ve el cáliz, aún cubierto. Pero la Misa ya debe de haber empezado. Ante el
altar está un viejecito de rostro ascético y palidísimo, que parece estar esculpido en antiguo
marfil. La tonsura se pierde en la calvicie, que deja en torno a la cabeza sólo una corona de
vaporosas canas que descienden hasta las orejas. Todo lo demás queda descubierto y la frente
parece inmensa. Y debajo de ella hay dos claros ojos celestes, mansos, tristes, pero límpidos
como los de un niño. La nariz es larga y fina, la boca presenta la caracterís12
tica arruga de vejez y en las mandíbulas hay muy pocos dientes. Es un rostro de santo, afilado
y austero. Lo veo bien porque está vuelto hacia mí, pues está celebrando el rito del otro lado
del altar. Lleva la casulla usada en esa época, es decir, en forma de pequeño manto y, por
encima, el palio y la estola.
Delante del altar (donde he puesto tres puntos) están arrodillados tres jóvenes. Los
que están en los extremos llevan la casaca de los diáconos, con las mangas anchas y
largas hasta más abajo del codo. El que está en el medio lleva ya la casulla, con las
mangas constituidas por una pequeña capa que va desde la espalda hasta los hombros;
tiene la estola en bandolera. Al ver la estola deduzco que no se trata de una escena de
los primeros tiempos, pues si bien me acuerdo no la vi en las primeras Misas. Pienso
que estamos al final del siglo II° o a pricipios del III°. Pero podría equivocarme porque
se trata de una idea mía y en cuanto a arqueología cristiana y a ceremonias de aquellos
tiempos soy una verdadera ignorante.
El Pontífice - creo que lo es, dado que lleva el palio - pasa por delante del altar para ponerse
frente a los tres jóvenes arrodillados. Impone las manos al primero y al tercero mientras
pronuncia plegarias en latín. Luego se coloca delante del que está en el medio, el que lleva la
estola en bandolera, y también a él le impone las manos; luego, con la ayuda de uno vestido
de diácono, moja los dedos en un vaso de plata y unge la frente y las palmas de las manos del
joven, le sopla en el rostro, o mejor, primero sopla y luego unge las manos, se las junta y las
ata con un borde de la estola del joven, que el ayudante ha desatado, y le pasa la otra parte
alrededor del cuello como si fuera un yugo. Luego le obliga a levantarse y tomándole las
manos atadas, le hace subir los tres peldaños que conducen al altar y le hace besar dicho altar
y también un voluminoso rollo atado con una cinta roja, que supongo que sea el Evangelio.
Luego lo besa a su vez, conduce consigo al joven hacia el lado opuesto y prosigue la Misa.
Ahora entiendo bien que la Misa ha comenzado desde no hace mucho tiempo porque poco
después llega al Evangelio (es una Misa casi igual a la nuestra y esto me confirma que
estamos por lo menos a finales del siglo II°). Canta el Evangelio el sacerdote neófito (en
efecto, creo que se trata de una ordenación sacerdotal). Vuelve otra vez ante el altar y los dos
que aún estaban arrodillados se levantan: uno coge una pequeña lámpara, el otro el rollo del
Evangelio, que le alcanza el que ya estaba sirviendo en el altar. El diácono lo desen13
rolla y lo abre en el punto exacto mientras está frente al nuevo sacerdote, a cuyo lado
está el que tiene la lámpara. El nuevo sacerdote es alto, moreno, de cabellos más bien
ondulados y rostro de rasgos típicamente romanos; tendrá unos treinta años y canta
con hermosa voz el Evangelio de Jesús y del joven que le pregunta qué debe hacer
para seguir al Señor1. Su voz decidida, sonora, bien entonada, colma la iglesia.
Mientras entona su canto firme, hay en su rostro una sonrisa luminosa y cuando llega
al «Anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos;
luego ven, y sígueme», su voz es un trino de gozo y de amor.
Besa el Evangelio y regresa hacia el Pontífice, que ha escuchado el Evangelio de
pie, vuelto hacia el pueblo y rezando con las manos juntas. Ahora el nuevo sacerdote
se arrodilla y el Pontífice pronuncia su homilía.
«El nuevo hijo de la Iglesia Apostólica Romana y hermano nuestro, bautizado en
el día natal del mártir Valente, ha querido tomar el nombre del mártir beato, mas con
la modificación que le ha dictado la humildad tomada del Evangelio; la humildad, que
es una de las raíces de la santidad. Y por eso ha querido ser llamado Valentino y no
Valente.
¡Mas, en verdad, es Valente! Mirad cuánto camino ha recorrido el pagano que tenía por
religión el vicio y la prepotencia. Vosotros le conocéis tal como es ahora, en el seno de la
Iglesia. Algunos de vosotros (especialmente los que fueron para él padres y madres que le
generaron verdaderamente porque con la palabra y el ejemplo le hicieron concebir por la
Santa Madre Iglesia, a fin de que ésta le diera a luz para el altar y para el Cielo) saben qué
era, no como el cristiano Valente sino como el pagano anterior, cuyo nombre ni siquiera él
mismo quiere recordar, como no queremos recordarlo nosotros.
El pagano ha muerto. Y el cristiano ha renacido del agua lustral. Y ahora es
vuestro sacerdote. ¡Cuánto camino ha recorrido! ¡Cuánto! Ha pasado de las orgías a
los ayunos; de los triclinios a la iglesia; de la dureza, de la impureza, de la avaricia, al
amor, a la castidad, a la generosidad absoluta.
Era un joven rico y un día encontró a Jesús, nuestro Señor bendito; fue llevado a
Él por el corazón de los santos que, aun sin palabras, ilustran a Cristo, pues Él se
revela a través del ánimo de sus
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1 Mateo 19, 16-30; Marcos 10, 17-27; Lucas 18, 18-30.
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santos. Los ojos dulcísimos del Maestro se detuvieron en el rostro del pagano. Y el
pagano experimentó una seducción que ningún placer le había provocado hasta
entonces, una emoción nueva, cuyo nombre desconocía, que le daba una sensación
indescriptible. Era algo suave como la caricia de una madre; algo honesto como el olor
del pan apenas cocido; algo puro como el alba de primavera; algo sublime como un
sueño ultraterrenal.
¡Oh, espectros del mundo y del Olimpo pagano!, caéis cuando el Sol Jesús besa a
quien ha llamado. Os disolvéis como niebla. Huís como pesadillas demoniacas. ¿Qué
queda de vosotros, de vosotros que parecíais algo tan espléndido? Queda sólo un
montón de inmundas escorias mal quemadas, que aún expanden el mal olor de la corrupción.
El joven preguntó: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para seguirte y obtener la
vida eterna?”. Y el dulce Maestro divino con pocas palabras le impartió la enseñanza
de la Vida: “Sigue estos dictados”. ¡Oh, no podía decirle: “Sigue la Ley!”, porque el
pagano no la conocía. Entonces le dijo: “No mates, no robes, no jures en falso, no seas
lujurioso, honra a tus parientes y ama a Dios y al prójimo como a ti mismo”. ¡Eran
palabras nuevas, metas nunca imaginadas, horizontes infinitos plenos de luz, de su
luz !
El pagano no podía dar la respuesta propia del joven rico. No podía, porque en el
paganismo existen todos los pecados y todos esos pecados estaban en su corazón. Mas
quiso dar una respuesta. Y fue hacia un pobre viejo, hacia el Pontífice perseguido, y le
dijo llorando: “¡Dame la Luz, dame la Ciencia, dame la Vida! ¡Dale un alma a mi
cuerpo, a este cuerpo de bruto!”.
Y el pobre viejo, que soy yo, tomó el Evangelio y en él encontró la Luz, la Ciencia, la Vida
para el afligido mendigo. Lo encontré todo para él en el Evangelio de Jesús nuestro Señor. Y
pude darle el alma. Pude evocar a la vida el alma muerta y decirle: “He aquí tu alma.
Custódiala para la vida eterna”.
Entonces, vuelto cándido por el baño bautismal, se dio a buscar al Maestro bueno, volvió a
encontrarle y le dijo: “Ahora puedo decirte que hago lo que me has dicho. ¿Qué me falta aún
para seguirte?”. Y el Maestro bueno respondió: “Ve. Vende todo lo que tienes y dáselo a los
pobres. Sólo entonces serás perfecto y podrás seguirme”.
¡Oh, entonces Valentino superó al joven de Palestina! No se fue, pues era incapaz de
separarse de todos sus bienes, pero me los trajo
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para los pobres de Cristo y, ya libre del pesado yugo de las riquezas que impide seguir a
Jesús, me pidió el yugo luminoso, alado, paradisiaco del Sacerdocio.
Hele aquí. Bajo ese yugo, con las manos atadas, prisionero de Cristo, le habéis
visto subir a su altar. Ahora partirá para vosotros el Pan eterno y saciará vuestra sed
con el Vino divino. Mas tanto él como yo, para ser perfectos a los ojos del Maestro
bueno, deseamos una cosa aún. Deseamos hacernos pan y vino: deseamos inmolarnos,
partirnos, exprimirnos hasta la última gota, reducirnos a harina para ser hostias.
Deseamos vender la última, la única riqueza que nos queda: la vida, mi caduca vida de
viejo, su floreciente vida de joven.
¡Oh, Pontífice eterno, no nos desilusiones! ¡Concédenos el beato martirio!
Queremos escribir con sangre tu Nombre: Jesús, nuestro Salvador. Para nuestra estola,
qué la imperfección humana corrompe siempre, queremos otro bautismo: el de la
sangre. ¡Lo queremos para subir a Ti con la estola inmaculada y seguirte, oh Cordero
de Dios que quitas los pecados del mundo, que los has quitado con tu Sangre! Beato
mártir Valente, en cuya iglesia estamos, pídele al Pontífice eterno tu misma palma y tu
misma corona para tu Pontífice Marcello y para tu hermano sacerdote».
Y no se ve nada más.
26 de enero de 1945
A las 20.
Si no estuviéramos en tiempos de toque de queda, le habría mandado a llamar1,
pues hasta tal punto me aterrorizó la aparición del demonio. Se trataba de un verdadero
demonio, sin ningún disfraz especial. Era un enigmático personaje alto, delgado, con
la frente baja y estrecha, rostro afilado, ojos profundos y de mirada tan perversa,
irónica y falsa que poco faltó para que me pusiera a gritar pidiendo auxilio.
Estaba rezando en la oscuridad de mi cuarto mientras Marta2
_______________________________
1 La escritora se dirige a menudo al P. Migliorini, su director espiritual. Véase la
nota 1 del diario del 10 de enero de 1945.
2 Si no se lo aclara de otra manera, este nombre se refiere siempre a Marta Diciotti, cuyos
datos biográficos están en la nota 8 del diario del 10 de enero en “Los cuadernos. 1944”.
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estaba en la cocina, y le rezaba precisamente al Corazón Inmaculado de María, cuando se me
apareció cerca de la puerta cerrada. Era una imagen oscura en medio de esa oscuridad pero, a
pesar de ello, pude ver todos los detalles de su cuerpo desnudo y feo, no por ser deforme sino
por un no sé qué feroz y serpentino que traslucía de todos sus miembros. No vi cuernos ni
cola ni pie bífido ni alas, todo eso con que le representan por lo general. Todo su aspecto
monstruoso estaba en la expresión. Si tuviera que definirla, diría: Falsedad, Ironía, Ferocidad,
Odio, Engaño. Eso era lo que decía su expresión engañosa y malvada. Se burlaba de mí y me
insultaba. Pero no osaba acercarse. Estaba allí, como clavado junto a la puerta. Permaneció
allí por unos diez minutos y luego se fue. Pero en tanto me invadían sudores fríos y candentes
al mismo tiempo.
Mientras me preguntaba consternada por qué había venido, Jesús me dijo:
«Porque tú le habías rechazado tan duramente en su principal elemento». (Mientras le
rezaba a María, se me presentó insistentemente la... no sé cómo definirla porque no es
una voz ni una idea ni un pensamiento y, sin embargo, es algo que dice: «Si tú no
hubieras estado aquí, habría sucedido algo. No sucedió gracias a ti. Porque eres muy
amada por el Señor». No sé si hago bien o mal, aunque me parece que hago bien si,
cuando oigo esto, digo: «Vete Satanás. No me tientes. Porque si es Jesús quien dice
estas cosas, lo acepto. Pero no debe decirlas ningún otro para provocar en mí la
complacencia hacia mí misma»). Por eso, Jesús dijo:
«Porque tú le habías rechazado tan duramente en su principal elemento: la soberbia. ¡Oh, si él
pudiera hacerte caer en ese pecado!
¿Le has visto bien? ¿No has notado cómo su aspecto, casi diría su soberanía o su autoridad de
padre, se evidencia y se trasluce en quienes le sirven aunque sea temporáneamente? No te
fijes si en una persona se te muestra con el aspecto repugnante de un animal sucio y
libidinoso, de un monstruo hinchado por el fermento, por la levadura de la lujuria. Esto
sucede porque esa pobre criatura es una pocilga llena de numerosos vicios y pecados y, entre
ellos, los pecados carnales son los mayores. Piensa en todos los que, de otras maneras, te han
llevado a sobresaltarte y a sufrir; piensa en los que, quizás por una hora, fueron instrumentos
de Satanás para atormentar un alma fiel, para causarle dolor, para llevarla a la desolación.
Mientras herían ¿no tenían acaso la misma expresión de cruel despecho que viste a la
perfección en él? ¡Oh, él se revela en sus siervos!
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Mas no temas. Si te quedas junto a Mí y a María, no puede hacerte mal. ¡Oh, te
odia desmesuradamente! Pero no tiene poder para dañarte. Si no quieres tu alma de
vuelta para darla a ti misma, si la dejas en el refugio de mi Corazón, ¿cómo quieres
que pueda hacerle mal a tu alma?
Escribe estas cosas y escribe también las otras visiones menores que has tenido. El
Padre debe conocerlas todas y conocerlas tiene una finalidad. Debes saber que está
llegando el tiempo de mi primavera, la primavera que otorgo a mis predilectos. En
primavera, las violetas y las prímulas constelan los prados. La coparticipación en mis
dolores constela en mis amigos los días de preparación para la Pasión.
Ve en paz. Para terminar de disipar tus restantes temores, te bendigo en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Las otras visiones se produjeron hace ocho días a esta misma hora.
Vi a Jesús que, cargado con una enorme cruz, iba como hacia La Spezia (para que
Ud. entienda la dirección), pero no cogía Via Fratti. Iba en diagonal, siguiendo una
senda recta ideal de aquí hasta ese punto. Llevaba la túnica blanca y corta de Herodes
sobre la suya, roja, y caminaba agobiado por el dolor, sudado y sollozando. Sí, lloraba
de verdad. Y me decía, mientras yo estaba angustiada por verle llorar: «¿Ves? No
basta el dolor de los suplicios... también tengo otros, otros dolores más fuertes.
Compadéceme, alma. Tu Jesús está agobiado completamente por una suma de
desventuras demasiado fuertes».
Luego, el domingo por la noche, cuando casi me había adormecido rezando el
rosario de los siete dolores de María, la Madre me sacude llorando y diciéndome: «No
duermas. Llora conmigo. ¿No sabes que han matado a mi Hijo?». ¡Oh, cómo lloraba
mientras pronunciaba estas palabras!
En cambio, el martes por la noche tuve una enorme tristeza porque vi a mi madre... también
el I° de enero la vi así. Pero ahora me parecía más angustiada, más viva pero más angustiada.
Se lo explico mejor: el I° de enero la veía más o menos como el Día de Todos los Santos: sin
brillo, sola, absorta, como quien está asombrada de hallarse donde está y, al mismo tiempo,
apesadumbrada por ello. Me miraba pero seguía como atontada. En cambio, el martes me
parecía menos atontada aunque estaba siempre en ese lugar y siempre
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eran opacos su color y sus vestidos. Por el contrario, sus ojos tenían una expresión
más viva y parecía que quería decirme algo y no podía hacerlo. Era como una
invocación, una disculpa, un llamado... Si tuviera que traducir esa mirada, tendría que
deducir que me decía: «Perdóname y ayúdame. Aún tengo necesidad de ti, la tengo
aquí como la tenía cuando estaba allí. Ayúdame. Estoy tan sola... No tengo más que a
ti». Yo le decía: «¿Esto es lo que quieres decir, mamá?» y ella, moviendo la cabeza,
decía “sí, sí” mientras sonreía tristemente, muy tristemente. Lloré y me quedé triste
también yo. Vino otra vez. Le dije: «¿No bastan los sufragios?» y ella seguía diciendo
con movimientos de cabeza: “sí, sí”, pero al mismo tiempo me pedía algo que no
entendí. Le dije: «Ya sabes que te quiero» y, aunque ella asentía, mantenía siempre esa
mirada. «No conservo ningún rencor, mamá, y quisiera que estuvieras aquí todavía» y
ella sonreía, pero no estaba contenta. Sufrí. No la siento tranquila.
Esto es lo que tenía que decir y que nunca había escrito porque me parecía algo
sólo mío y tan triste, demasiado triste...
4 de febrero de 1945
Esta mañana he vuelto a pensar en su expresión cuando ayer le leía la visión.
Estaba Ud. pasmado. Se lo dije a Jesús, que estaba cerca de mí y Él me respondió:
«Doy las visiones por este motivo. No puedes imaginar el inmenso gozo con que me hago luz
para mis verdaderos amigos. Me concedo así a mi Romualdo, por amor, para su gozo, para
ayudarle y porque Yo le veo. Yo no tenía secretos para con Juan. No los tengo para con los
Juanes. Dile al anciano Juan que le otorgo mucha paz y buena pesca. Para ti no hay pesca. A
ti te confío solamente la tarea femenina de trenzar las redes con el hilo que te doy. Trabaja,
trabaja... Y no te enfades si no te queda tiempo para hacer nada más. Todo está en este
trabajo. Ni te enfades tampoco si no vengo a decirte: “Que la paz sea contigo”. Se saluda
cuando se llega o cuando se parte. Mas cuando se está presente siempre no se saluda. La
permanencia, mi permanencia, ya es paz en sí misma. Y para ti Yo no soy un huésped. Yo te
tengo en mis brazos y no te poso ni siquiera por un momento. ¡Tengo tanto por decirte de mi
tiempo mortal! Mas he aquí que hoy, para que te quedes satisfecha, te digo: “Que mi paz sea
contigo”».
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11 de febrero de 1945
A las 20.
En medio de mis sufrimientos veo estos otros sufrimientos.
Hay una especie de pozo circular de varios metros cuadrados de superficie. Debe
de tener un diámetro de unos cuatro o cinco metros a lo más y una altura semejante; no
hay ventanas. En el robusto muro de casi un metro de espesor está empotrada una
pequeña y estrecha puerta de hierro. En el centro del techo hay una abertura circular de
medio metro de diámetro al máximo, que sirve para la aereación de dicho pozo. En su
piso de tierra batida el pozo presenta otra abertura, de la que llega el borbotear de
aguas profundas, como si allí cerca hubiera un río, y un notable hedor, como si allí
abajo pasara una cloaca que va a desembocar en el río. Es un lugar malsano, húmedo,
fétido. Los muros trasudan agua, el suelo está impregnado de materias repugnantes,
pues me doy cuenta de que el orificio del techo es el desaguadero de los deshechos de
la celda superior.
En esta cárcel horrible, envuelta en una densa penumbra que permite ver apenas lo
esencial, hay dos personas. Una está acostada en el húmedo suelo, cerca de la pared, y
está encadenada por un pie. No se mueve. La otra está sentada allí cerca, con la cabeza
entre las manos. Se trata de un viejo, pues veo que la parte alta de la cabeza es
completamente calva.
Arriba, en la otra celda, debe de haber más personas, porque oigo voces y traqueteo. Son
voces de hombre y de mujer. Son voces de niños y de viejos mezcladas con frescas voces
juveniles y sonoras voces de adultos.
De tanto en tanto cantan melancólicos himnos que, aun en su tristeza, tienen un dejo de
auténtica paz. Contra esas paredes espesas, las voces resuenan como en una sala armónica. Es
muy bello el himno que dice:
«Guíanos a tus frescas aguas.
Llévanos a tus huertos florecidos.
Concede tu paz a los mártires
Que esperan, que esperan en Ti.
En tu santa promesa
Hemos fundado nuestra fe.
¡Oh, Jesús Salvador!, no nos desilusiones,
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porque hemos esperado en Ti.
Vamos gozosos al martirio
Para seguirte en el hermoso Paraíso.
Lo dejamos todo por esa Patria
Y lo único que queremos, lo único que queremos eres Tú».
Cuando este último canto se va extinguiendo lentamente, aparece una luz en el orificio y se
asoma, balanceándose, un brazo que sostiene una pequeña lámpara y tras él el rostro de un
hombre. Mira hacia abajo. Advierte que el hombre acostado no se mueve y que el otro que
tiene la cabeza entre las manos no ve la luz, y entonces llama: «¡Diomede! ¡Diomede! Ha
llegado la hora».
El que estaba sentado se levanta y, arrastrando su larga cadena, se sitúa debajo de la abertura.
Dice: «Que la paz sea contigo, Alejandro».
«Y contigo, Diomede».
«¿Tienes todo?».
«Sí, todo. Priscila ha osado venir, disfrazada de hombre. Se ha rapado para
parecer un sepulturero. Nos ha traído lo necesario para celebrar el Misterio. ¿Qué hace
Agapito?».
«Ya no se lamenta. No sé si duerme o si ha expirado. Quisiera poder ver... para
decir sobre su cuerpo las plegarias de los mártires».
«Espera. Te bajamos la lámpara. Será un gozo para él recibir el Misterio».
Con un cordón formado por cinturones anudados, bajan la lámpara hasta las manos de
Diomede que, ahora que le veo bien, es un anciano de rostro afilado y austero. Tiene pocos
cabellos, ojos que aún conservan una luminosa expresión y está muy pálido. Aun en su
mísera situación de prisionero encadenado en esa fétida cueva, tiene la majestad de un rey.
Desata la lámpara del cordón y va hacia su compañero. Se inclina. Le observa. Le toca. Y,
tras haber posado la lámpara en el suelo, abre los brazos en un amplio gesto de
conmiseración. Luego toma las manos ya casi rígidas del cadáver y las cruza sobre el pecho.
Son pobres manos amarillentas y esqueléticas de un viejo muerto de privaciones.
Se vuelve hacia el que está esperando cerca del orificio y dice: «Agapito ha
muerto. ¡Gloria al mártir de la pútrida fosa! ».
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Los de la celda superior responden: «¡Gloria! ¡Gloria! Gloria al fiel en Cristo».
«Bajad lo necesario para el Misterio. No nos falta el altar. El sostén ya no lo forman sus
manos extendidas, pero lo hace su pecho inmóvil, que hasta la última hora palpitó por Jesús,
nuestro Señor».
Bajan una bolsa de tela preciosa y Diomede extrae de ella un pequeño paño de
lino, un pan achatado, un ánfora y un pequeño cáliz. Lo prepara todo sobre el pecho
del muerto, celebra y consagra diciendo de memoria las oraciones mientras los que
están arriba responden. Deben de ser los primeros tiempos de la Iglesia porque la Misa
es más o menos como la de Pablo en el Tullianum1.
Después de celebrar la Consagración, Diomede vuelve a vertir en el ánfora el vino del cáliz
(que tiene una ligera forma de jarra y que quizás han elegido así para esta función); pone el
Pan en la bolsa y lleva todo al punto donde el cordón está esperando para volver a llevar
arriba la bolsa. Y mientras ésta va siendo alzada con la debida precaución, Diomede absuelve
a sus compañeros. Entonces reinicia el canto con un coro casi exclusivamente de jóvenes
voces femeninas y, mientras tanto, los cristianos comulgan.
Cuando cesa el canto, Diomedes habla:
«Hermanos, comprendo que ha llegado la hora del circo y de la victoria eterna. Para Agapito
ya ha llegado. Para vosotros, será mañana. Sed fuertes, hermanos. El tormento durará sólo un
instante. La beatitud no tendrá pausas. Jesús está con vosotros. No os abandonará ni siquiera
cuando en vosotros ya las Especies estén consumidas. Él no abandona nunca a sus
confesores. Por el contrario, se queda con ellos para recibir sin vacilaciones el alma de cada
uno de ellos, lavada por el amor y la sangre. Id. En la hora de la muerte rezad por los
verdugos y por vuestro sacerdote. Por mi mano el Señor os da la última absolución. No
temáis. Vuestras almas son más cándidas que un copo de nieve que desciende del cielo».
«¡Adiós, Diomede!», «¡Oh tú, santo, asístenos con tus plegarias!», «Le diremos a Jesús que
venga por ti», «Vamos antes que tú para prepararte el camino», «Ruega por nosotros». Los
cristianos se asoman a turno al orificio, saludan, son saludados a su vez y desaparecen...
Al final vuelven a subir la pequeña lámpara y la oscuridad se
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1 Véase el diario del 29 de febrero en “Los cuadernos. 1944”.
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hace aún mayor en ese antro en el que uno muere lentamente junto al que ya está
muerto, entre el hedor y el profundo borboteo de las aguas subterráneas. Arriba
vuelven a cantar los himnos lentos y suaves.
En cuanto a mí, no sé dónde se desarrolla la escena. Diría que acaece en Roma, en
tiempos de las persecuciones. Pero no sé en qué cárcel. Ni tampoco sé quién es este
sacerdote llamado Diomede, de tan venerable figura. Pero, por su misma tristeza, esta
visión me impresiona más que la del Tullianum.
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