Historia del mundo angélico ...............................................................................................................................................................................................
Historia del mundo angélico, crónica de la creación de los tronos y potestades, narración de la prueba y caída de los serafines y querubines
Forteniana Opera Daemoniaca Tomo III
J.A. Fortea
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Editorial Dos latidos Benasque, España © Copyright José Antonio Fortea Cucurull Título: Historia del mundo angélico Todos los derechos reservados fortea@gmail.com
1ª publicación en formato digital, mayo de 2012 Editorial Dos Latidos, Benasque (España)
1ª impresión en brasileño, 2012 Palavra & Prece Editora LTDA. Parque Domingos Luiz, 505, Jardim Sao Paulo, Cep 02043–081 Sao Paulo, SP, Brasil ISBN: 978–85–7763–203–9
1ª impresión en español, octubre 2014 Editorial Cobel R. Altamira, 1, Alicante, España ISBN: 978–84–942676–1–1
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Versión 4 de esta obra
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Historia del mundo angélico
…………………………………………………………………………………………………………………………………………………………….. Historia del mundo angélico, crónica detallada de la creación de los tronos y potestades, explanación de la prueba y caída de los serafines y querubines
José Antonio Fortea
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Prólogo
Después de dieciséis años dedicados al campo teológico de los demonios, por fin, ha llegado el momento de hablar de los ángeles. Después de tanto tiempo meditando acerca de cómo emprender esta tarea, he decidido hacerlo no con un ensayo, sino volcando la teología en un cauce narrativo. La narración me permite infundir vida a lo que, de otro modo, hubieran sido fríos conceptos e hipótesis pletóricas de matices. Puedo asegurar que no solo que hay teología detrás de este relato de la creación del mundo angélico, sino que el entero relato es teología hecha narración.
Alguien que no haya leído mis otros libros sobre el tema, podrá albergar la tentación de pensar que en este texto me dedico a inventar sin más. Pero toda esta ficción, no es otra cosa que un tratado de angeología vertido en un molde literario. En la ficción que propongo, el texto debe casi tanto a la metafísica como a la Sagrada Escritura. En este escrito podríamos decir que la Biblia sembró y Aristóteles desarrolló.
La Sagrada Escritura es muy lacónica al hablar de la creación de los ángeles. La metafísica, iluminada por la Palabra de Dios, puede desarrollarse, expandirse, dando luz al modo razonable en que todo pudo suceder. Eso y no otra cosa es esta obra: un esfuerzo por exponer de un modo razonable cómo pudo ser la protohistoria de los ángeles.
Yo no digo cómo sucedieron las cosas, porque no he tenido una revelación privada sobre el tema. Únicamente expongo cómo pudieron suceder las cosas. Este texto no se basa en revelaciones privadas. Lo repito: Expresamente, no he querido ni basarme ni inspirarme en revelación alguna. Solo pretende, de un modo razonable, entre muchos posibles, reflexionar acerca de cómo pudo ser la creación de los ángeles. El Dedo Divino iluminó solo lo que quiso en las Escrituras. Pero esa misma
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Mano del Creador nos concedió la luz de la inteligencia para iluminar los pasajes sagrados.
Sea cual sea la prueba que tuvieron al ser creados los ángeles, lo seguro es que pasaron por una prueba. Aquí se ofrece cuál pudo ser, aunque solo Dios conoce el modo en que todo realmente ocurrió. Debo hacer una excepción a lo dicho anteriormente, los escritos de la religiosa concepcionista sor María de Jesús de Ágreda (+1665) sí que han sido una fuente de inspiración para esta obra. Sus líneas generales acerca de cómo pudo ser la prueba de los ángeles sí que me parecen totalmente atinados. Su narración, unida a la teología de santo Tomás de Aquino, basándose en la estructura general de la metafísica de Aristóteles es lo que está en la base de esta narración que he compuesto.
Por supuesto que si alguien no está de acuerdo en algún punto de mi historia, tiene todo el derecho a ello: lo que aquí se expone no es otra cosa que una elaboración teológica; y, por tanto, discutible. Alguien también podrá sentirse incómodo de que utilice términos tan visuales al hablar de un mundo etéreo, pero este escrito es un gran fresco, un extenso tímpano catedralicio. O redactaba un tratado, o erigía este auto sacramental. Definir este escrito como un auto sacramental del siglo XXI me parece otro modo de acercarse a este libro.
En el presente prólogo explico cómo se gestó esta obra: a la manera de un ejercicio narrativo-teológico que trata de explicar cómo pudieron ser las cosas, expresándolas con una estética visual y usando modos antropomórficos. Aun así, en el apéndice he dejado constancia de una ficticia versión alternativa del origen de esta obra. Puestos a crear, se me ocurrió lo literariamente interesante que resultaba no solo una historia de los ángeles, sino también la creación de un ficticio origen redaccional de esa historia. Al final, no solo ofrezco la historia de los ángeles, sino también la falsa historia de cómo surgió esa Historia. Perdóneseme ese acto literario en una obra como esta.
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I Parte
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Antes de los faraones, antes de los constructores de los zigurats, antes de que en el desierto encontrase su reposo la arena, antes de que la primera gota de agua cayese en lo que sería el primer mar, tuvo lugar nuestra historia, la de nosotros los ángeles.
Antes de que, por primera vez, el sol brillase; antes de que Dios dijese: “¡Hágase la luz!”.
Antes de la historia de cualquier criatura, vino nuestra historia, la más antigua. De hecho,
estas crónicas tuvieron lugar antes del Tiempo. Antes de nuestra historia, no hay historia alguna. Puesto que el Único que estaba antes de nosotros, no tiene historia. Sí, ELOHIM no tiene historia.
Yo, un ángel os la voy a contar a vosotros, humanos, aunque no podáis entender muchas cosas, aunque tenga que recurrir a comparaciones humanas para que podáis comprender lo incomprensible. Doy comienzo a mi crónica.
sección 1 En el principio estaba el Ser, el Ser Infinito, la Trinidad Sublime. Imaginaos a Dios como una inmensa esfera de luz blanquísima. De nuevo os recuerdo que debo recurrir a términos limitados, a comparaciones, para expresar lo que es incomparable. Dios no es una esfera, Él no tiene forma geométrica alguna. Pero os pido que os imaginéis mi historia de un modo visual. Imaginaos al Gran Dios como una esfera de luz de proporciones infinitas.
Esa Esfera de Luz estaba en medio de la nada. Una Esfera resplandeciente en mitad de la oscuridad más absoluta, la oscuridad perfecta. Al principio únicamente existía esa Esfera. No había nadie para contemplarla, nadie podía verla, porque no había nadie. Solo existía Dios. Esa Esfera de Vida Trina era Luz, y era grande como millares de océanos de luz; colosal como millares de millares de universos.
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Nunca os imaginaréis, mientras viváis, lo difícil que es para mí expresaros de un modo alegórico lo que es Dios cuando nada existía más que Él. En su Ser reinaba la perfección y la simplicidad, permitidme usar la imagen de una esfera para hablar de Dios, la imagen de una esfera grandiosa. Una perfección rotunda como la de la geometría. Geometría… pero al mismo tiempo era Él ilimitado como un mar. El mar es estable, pero tiene movimiento en sí. La comparación es válida, porque Dios se nos mostraba lleno de vida. Una esfera infinita llena de mares de vida. Y fuera de Él, ¡nada! La imagen del sol cuya luz sale arrolladora y límpida tras las nubes de una tormenta que escampa es la escena más aproximada para que entendáis qué era esa Luz viva de esa Esfera de Luz. Reunid todos estos conceptos tan pobres y os haréis una idea aproximada.
La Vida Trina latía en su interior, fluía en el seno de esa Esfera. De pronto, ocurrió algo. Era la primera vez que ocurría algo desde dentro hacia fuera de la Esfera. No podemos decir que eso tuvo lugar tras millones de millones de siglos, porque, en realidad, no había tiempo. Pero, entre ese antes y ese después, hubo mil eternidades, y después eternidad tras eternidad. Antes del primer ahora del fluir del tiempo, podemos decir que hubo una serie incontable de siglos de no-tiempo, como también podemos decir que hubo un estatismo perfecto e inalterado.
Y así, en el momento previsto, en el instante exacto, antes del cual no hubo ni un segundo, una voz poderosa resonó en el interior de la Esfera, una voz que dijo: “¡Hágase!”. Y de la Esfera surgió una luz. Aquel acto se parece lejanamente a una flor que extendiera sus pétalos blancos. Ese instante semejaba como una corola de la que saliesen hacia fuera sus pétalos. Aquello parecía como una explosión de luz a cámara lenta.
Si uno se aproximaba a esa luz, veía que cada haz de luz estaba formado por millones de millones de seres angélicos. Cada naturaleza angélica era como una pequeña estrella. Las había de todos los tamaños. Cada ser angélico resplandecía con
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su propio tono de luz, cada uno emitía una música particular. Cada uno, si se me permite la expresión, mostraba un rostro atónito, felizmente atónito, ante el espectáculo del acto creador, ante el espectáculo de la existencia.
Los ángeles más grandiosos se hallaban suspendidos como si estuvieran inmediatamente contiguos a la Esfera. Cada ángel superior tenía otros menores alrededor de él, como planetas que rodean a un astro. Cada uno de los “planetas” tenía a su vez otros espíritus angélicos que eran como satélites. Y así podíamos ver que había centenares de jerarquías angélicas. Cada ángel dependía de otro ángel superior. Los ángeles superiores, menores e intermedios formaban numerosos niveles, complejísimas rotaciones, fascinantes jerarquías, de escalones, como si de un sistema solar dotado de complicadas series de niveles, de escalones. Era una variedad que recordaba a la de la zoología, aunque todos eran seres de luz, inmateriales, sin forma visual.
¿A qué compararemos la visión de ese acto creador? Era como si la Gran Esfera estuviera rodeada por brumas. Esas brumas eran como Vías Lácteas. Cada una de estas Vías Lácteas estaba formada por millones de millones de seres angélicos. La Esfera entera se veía cubierta de estas nebulosas. Partes de la superficie de la Esfera estaban más densamente cubiertas. En otras partes, esas nubes parecían deshilacharse hacia fuera. Y, del interior de la Esfera, seguían surgiendo más y más de estas nebulosas. Era como si del seno del Ser Infinito fluyeran ríos grandiosos de luz. Universos de ángeles brotaban de la Esfera Incomparable.
Aquellos ríos parecían no agotarse. Unos emergían con fuerza hacia fuera, pero se doblaban como atraídos por la fuerza de atracción de la Esfera de la que emergían, y retornaban hacia la Esfera recorriendo su superficie inacabable. Otros ríos emergían expelidos con vigor y se adentraban en la nada exterior formando espirales, mezclándose a su vez con otras espirales angélicas, combinándose en más y más
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increíbles volutas de luz que se arremolinaban, que giraban alrededor de sí mismas, formando centros y más centros angélicos.
Pero incluso aquellos ríos de seres angélicos que habían sido expelidos más lejos, se combaban, paulatinamente, hasta retornar suavemente hacia atrás, atraídos por la fuerza de Aquel de donde habían surgido. Esos ríos tenían el vigor de una erupción, pero primero ralentizaban su velocidad en medio de la nada. Después, lentamente iban formando una parábola y finalmente retornaban con suavidad, casi como si esos ríos volvieran a acariciar la superficie de su Creador.
La creación de los ángeles fue así: como ríos de luz que emergían de esa Esfera que era como un Océano Infinito. Cada brazo de luz, cada torrente que emergía formando volutas que se retorcían y volvían a retorcer hasta caer suavemente sobre la superficie de ese Ser Infinito, hasta acariciar esa superficie inmaterial. Esos brazos nebulosos de color lácteo en medio de la nada que les rodeaba estaba formado por innumerables de puntos. Cada uno de esos torrentes eran millones de espíritus angélicos, cada uno con su entendimiento y libre albedrío.
Como un órgano catedralicio al que, con dos manos, se le presionan diez notas a la vez con todos sus registros en una magnífica armonía, con todos sus tubos a pleno pulmón, y que, tras alcanzar el clímax, el sonido se difumina perdiéndose en las bóvedas, así también los ríos de luz que manaban de la Esfera fueron debilitándose en una especie de eco que se extingue lleno de majestad. Ese eco sinfónico se fue desvaneciendo, hasta que el último brazo de luz se despegó del Océano Infinito de Luz: la Creación de los ángeles había acabado. El último ángel había sido creado.
El número de los ángeles parecía incalculable. Pero, por grande que fuera, hubo un último ángel en aparecer. Hubo un último ángel creado. Eran centenares y centenares de millones. El Altísimo había sido extraordinariamente generoso al crear. Dios había querido comunicar el gozo del ser de un modo espléndido, feliz de que fueran muchos los que pudieran existir. Aquellos ángeles nada más ser creados
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recibían el nombre de “glorias”, porque ellos eran la gloria de su Creador. “Glorias” así nos llama a nosotros la Sagrada Escritura. El santo apóstol Judas escribirá: Algunos insultan a las glorias (Judas 1,8). Me referiré con el nombre de “glorias” a los espíritus angélicos en estado de viadores, en la situación de prueba.
Todos los espíritus estaban sorprendidos. Habían sido lanzados a la existencia. Habían pasado de la nada a existir súbitamente. Millones de seres se acababan de despertar. Mas no solo no estaban somnolientos, sino que, por el contrario, se sentían llenos de vida. Las nebulosas bullían de vigor alrededor de la Esfera de Vida. Los millones de nuevos seres se revolvían como remolinos de alegre agitación alrededor de la Esfera. La vida se agitaba en ellos por la felicidad de existir.
Los espíritus se miraban a sí mismos, se conocían, volvían a mirarse entre sí sorprendidos. Como las glorias se hallaban girando alrededor de glorias más grandes, admiraban al gran ángel alrededor del cual cada espíritu se movía. Divisaban la magnitud de los gigantescos astros angélicos. Aunque las veían de lejos, se sorprendían de que pudiera haber glorias tan descomunalmente grandes. Y en el centro de todo: el Divino Océano Infinito de Luz del que habían salido. Era como estar junto a los márgenes de un gran mar. Podríamos decir que estaban suspendidos, flotando en el aire, levitando sobre un océano. Pero, en ese caso, no tenía sentido afirmar que se estaba encima o en un flanco de ese Mar. En un universo sin referencias espaciales, no había arriba ni abajo. Únicamente un gran centro. Un gran centro que era esa Esfera que parecía ilimitada.
Las glorias contemplaban la Gran Esfera, sabían que era una forma esférica. Pero era tan grande que ellos la veían como un océano cuyos límites escapaban a su visión. Todos contemplaban admirados ese Océano Divino que se mantenía en silencio: ¡Era su Creador! Constituía en sí mismo un espectáculo. Porque esa Luz era amor, sabiduría, belleza, perfección, equilibrio, plenitud.
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De pronto, la Esfera habló. Era la primera vez que resonaba su voz fuera de su seno. Su voz resultó el hecho más impresionante que uno pueda imaginarse. La voz de Dios dirigiéndose a aquella multitud de espíritus angélicos. Todos oyeron una voz potente, grave, llena de poder. Se trataba de una voz que podía doblar el hierro, tronchar los cedros. Aún no existía el hierro, aún no habían crecido los cedros, pero si hubiera sido creado un orbe, los pilares de la tierra no hubieran resistido el poder de la primera sílaba de la primera palabra. Ante la aparición de su voz, todos los ángeles dieron un paso hacia atrás, como el que recibe la embestida del viento.
Pero decir que era una voz poderosa no es hacerle justicia. Su voz estaba dotada de la mayor intensidad que uno pudiera imaginarse. Al mismo tiempo, sus palabras transmitían ternura y cariño. No eran solo las palabras del Creador, ¡eran las palabras de un padre! Sentían en su tono el cariño, el afecto, de un padre. Nada en ellas había de amenazador. Pero, sin ser inquietante, su voz era tal que dejaba claro que no admitía réplica. Debo decir que el Grandioso no usaba palabras, usaba especies inteligibles. Las especies inteligibles eran pensamiento puro sin el intermedio de palabras. Los ángeles, al comunicarnos entre nosotros, no tenemos que recurrir al discurso de conceptos gramaticales, sino que nos comunicamos de un modo más intelectualmente directo. Pero lo que nosotros percibíamos al modo angélico debo traducirlo a palabras, a conceptos, a imágenes para que podáis entenderlo. Solo os puedo explicar lo que nos rodeaba usando el recurso a comparaciones. Pero mis palabras, aunque imperfectas, no son erradas. Pues, aunque lo que mi boca angélica os cuenta os parezca muy material, recordad que vuestros místicos recurren a este tipo de imágenes materiales para expresar lo espiritual.
La Voz del Ser Infinito... qué deleite escucharla. Hasta ese momento, Dios no había hablado a nadie fuera de Él. Esa era la primera vez que se dirigía a otros. El Señor nos habló. Nos explicó quién era Él. Nos expuso quiénes éramos, para qué nos había creado, qué esperaba de nosotros, lo que debíamos y lo que no debíamos hacer. Dios fue nuestro maestro. Le escuchamos boquiabiertos. Sus palabras nos
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manifestaban cuáles eran los abismos del ser, los caminos del Bien y del Mal. La estructura lógica de lo que había creado y de lo que podía crear. Sus palabras eran ciencia pura sin error.
Pero no hablaba todo el tiempo. En su discurso, en su explicación del Ser y del ser, en su explicación de todo, había, como si de una sinfonía se tratase, momentos de silencio. Y nos preguntaba. Nosotros le respondíamos, le preguntábamos, individual y colectivamente. Dialogábamos con Él como unos hijos con un padre. Verdaderamente, era un padre. Éramos como polluelos alrededor de una gallina. Nos sentíamos calientes bajo sus alas. Nos sentíamos protegidos. No teníamos cuerpo, pero sentíamos el calor de su presencia. La imagen de los pollitos acurrucados en el seno de su madre es lo que más idea puede dar de aquel tiempo dichoso. No era solo estar bajo sus alas, era estar en su seno. Como unos polluelos completamente envueltos en un lecho de plumas.
¿De qué nos podíamos sentir protegidos? ¿Cómo podíamos conocer la sensación de temor? Nos sentíamos seguros frente al vacío de la nada, frente a la inseguridad de no saber. Él nos otorgaba certeza frente a la duda. Él nos ofrecía el firme fundamento de saber de dónde veníamos, quiénes éramos, adónde íbamos, cuál era el sentido de todo. Sin Él hubiéramos sido náufragos en medio del vacío. Sin Él nos hubiéramos sentido abandonados en mitad de esas soledades. Mirando hacia atrás, allí estaban esas soledades vacías y oscuras. Daba casi miedo mirar al no-ser de donde habíamos salido, de donde perfectamente podríamos no haber salido nunca. Había bastado una palabra suya, para sacarnos de la nada. Pero con Él no temíamos ese vacío sin fondo: Él lo llenaba todo.
Cuando hablo de la nada, es lógico que la imaginéis como un abismo negro sin fin, como un espacio vacío. Pero recordad, humanos, que nosotros no ocupábamos espacio. No había ningún lugar en el cosmos, porque todavía no existía el universo. Cuando hablo de la nada, vosotros la imaginaréis de un modo espacial; pero, para
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nosotros, la nada era el vacío existencial. Alrededor de nosotros, no había ninguna “habitación vacía”. Nuestro mundo angélico llenaba todo el “espacio” de los seres creados. Aun así, nos hicimos perfectamente conscientes del precipicio que existía entre nosotros y la nada.
Contemplando esa nada, le estábamos agradecidos. Se lo debíamos todo. Y nuestro Maestro seguía paciente y amorosamente respondiendo a sus hijos. Podía responder simultáneamente a millones de individuos. Éramos tantos, y, no obstante, cada uno escuchaba distintamente su voz. Las glorias podíamos escuchar las palabras de muchos de nosotros dirigiéndose a Dios, preguntándole. Y podíamos atender sin problema a su Voz clara, nítida, divina, en medio de aquel tapiz de voces. Cada uno podía percibir más o menos cantidad de esos diálogos, según el poder de su propia inteligencia.
En medio de aquella sinfonía en la que formulábamos a coro una cuestión a Dios, podíamos escuchar cómo un pequeño espíritu le hacía una pequeña pregunta a su Creador. Lo coral no anulaba lo individual. Aquella sinfonía era una mezcla de conocimiento que circulaba, de glorificación al Omnipotente, de amor... Sí, había aparecido el amor. El amor mezclado con adoración, con agradecimiento, con fascinación. El amor de cada gloria tenía un carácter propio, irrepetible. El conocimiento seguía aumentando, y el conocimiento nos llevaba a la adoración.
Había conversaciones colectivas, y se daban conversaciones individuales. Todo era tan sereno, tan dichoso. Lo que he dicho puede dar la sensación de excitación. Pero, en realidad, el conocimiento y el amor crecían como germinan la hierba, los helechos, las setas, las flores en un bosque húmedo y denso. Dábamos tantas gracias al Señor. Se lo debíamos todo.
Los ángeles más inteligentes comprendían mejor lo que decía el Ser Infinito, y nos lo explicaban a los ángeles intermedios. Nosotros, a nuestra vez, explicábamos a los ángeles inferiores los detalles de ese manantial de palabras. Porque Dios no se
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mostró parco en palabras, fue generoso al comunicarse. Generoso al crear, generoso al darnos conocimiento. Sus palabras parecían formar un dulce manantial que se dirigía hacia todas escalas en aquella jerarquía celeste, miles de escalas. Todos entendían el discurso de Dios, pero los ángeles superiores nos hacían ver que habíamos captado solo una parte de la profundidad de su discurso.
Entre nosotros nos enseñábamos, y así, en conjunto, sin rivalidades, profundizábamos con nuestros intelectos en ese Océano Infinito de Luz que teníamos delante. Íbamos viendo más claro quién era el Hacedor, la Fuente, el Sol de Santidad. Casi sin darnos cuenta, íbamos erigiendo construcciones intelectuales. Éramos seres intelectuales y disfrutábamos sumergiéndonos con nuestras mentes en esa Esfera sin fin. Podíamos sumergirnos en Él solo con nuestra inteligencia, únicamente con nuestro conocimiento. Aunque en el mundo de los espíritus no hay espacio, la frontera de la trascendencia era impenetrable. Impenetrabilidad de Dios que no era percibida como un muro, sino más bien como una montaña que se necesitarían siglos para ascender sus laderas. La Esfera, en ese sentido, estaba tan cerca y tan lejos. Como una montaña que se ve delante de tus ojos, pero cuya lejanía ontológica era imposible de recorrer.
Con nuestra inteligencia, nos adentrábamos en ese Misterio que es Dios. y nos dábamos cuenta de que la Esfera tan solo era el velo de la trascendencia. Que lo que veíamos no era, realmente, a Dios, sino que veíamos el velo que ocultaba el fulgor del Misterio.
Aun conscientes de nuestra poquedad, cuanto más conocíamos, más queríamos conocer. Y con nuestra inteligencia sí que podíamos recorrer esa Causa Incausada. Éramos como exploradores de lo que teníamos delante. Nuestras construcciones lógicas, metafísicas, teológicas acerca de la Divinidad nos dejaban pasmados. Cada vez estábamos más admirados del Ser Infinito.
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Algunos de nosotros, abrumados ante tanta belleza, comenzaron a organizarse para darle culto de un modo colectivo. Así comenzó la liturgia celeste, como respuesta ante semejante espectáculo de la Divinidad.
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Frente a la Esfera, alrededor de Ella, todo aquel mundo angélico se llenó de actividad. Unos enseñaban a otros. Había espíritus que levantaban construcciones del intelecto. Había quienes se dedicaban más a la oración. Otros se afanaban en ir de un lugar a otro a ayudar a aquellos que tenían alguna dificultad en entender algo. Comenzó, incluso, a haber ascetas. Pues hubo quienes entendieron que debían sacrificarse en el uso de sus potencias intelectuales, centrándose, ante todo, en buscar la esencia de Dios a través de la adoración. Habrá entre vosotros, humanos que me entenderán muy bien cuando afirmo lo grande que puede ser el esfuerzo de renunciar a las operaciones del intelecto que nos producen placer. Cuando se habla del placer, muchos piensan en la comida, la bebida y las demás satisfacciones del cuerpo. Pero también vosotros conocéis gozos del intelecto, como escuchar un bello concierto, jugar una partida de ajedrez, leer un libro o atender a una conferencia. También a vosotros os cuesta sacrificar las operaciones del intelecto que os gustan. También, a veces, mantener la presencia de Dios o dedicarse a la oración es un sacrificio cuando uno quiere pensar y hacer otras cosas.
Y así algunos de entre nosotros descubrieron este modo de hacer la voluntad de Dios. Y quisieron desnudarse de todo lo que no fuera Dios mismo. Ellos deseaban, ante todo y sobre todo, arder de amor a Dios. Y dejaron todo lo demás. Renunciaron incluso a lo bueno para dedicarse a lo mejor. Algunos de estos ángeles-ascetas se recluyeron en sí mismos para dedicarse exclusivamente a la adoración del ese Ser que era el Amor Infinito. Esta reclusión voluntaria de algunos se llevó a cabo de manera
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tan estricta que, a los ojos de muchos, fue como si muriesen en vida, como si se enterrasen en sí mismos. Todo lo sacrificaron algunos para que en la oscuridad de su interior pudiera comenzar a brillar una luz más espiritual.
A vosotros, estas renuncias os parecerán pequeños sacrificios. Pero os aseguro que algunos hicieron tal oblación de sí mismos, que únicamente es comparable a la de aquellos humanos que renuncian a todos los placeres del mundo para irse a un desierto a dedicarse a la oración. Otros espíritus se centraron más en las obras de caridad, ayudando a las necesidades de otros espíritus: instruyendo, aconsejando, no dejando solos, siempre deseosos de que todos comprendieran mejor a la Fuente. Otros se dedicaron más al conocimiento, empleándose en indagar las profundidades de la Ciencia del Ser Infinito. Indagaban por sí mismos, consultaban el saber de otros, recorrían las jerarquías angélicas en busca de ciencia, en busca de fragmentos de saber.
Estos recolectores de materiales levantaron magníficas construcciones intelectuales. Algunas mentes estaban dotadas de tal fuerza que fueron capaces de levantar impresionantes fundamentos sobre los que otros erigieron altas moles de conocimiento. La ciencia acerca de Dios mismo, acerca lo que Él sabía, acerca de lo que podía crear. Algunos de vosotros, los humanos, también os habéis asomado a las leyes que rigen la concatenación de razonamientos. Nosotros nos sentíamos atraídos al conocimiento de un modo natural, éramos inteligencias.
Pero no todo era ciencia. Como ya he dicho, el amor había aparecido, de forma natural, casi sin darnos cuenta. Amábamos. Cada uno en un grado, cada uno de un modo diferente y personal. Cada espíritu tenía su personalidad, su psicología. Cada yo que existía en medio de esos miles de millones de yos, amaba con una intensidad propia, poseía un amor único. No solo amábamos agradecidamente a Dios, también nos queríamos entre nosotros. Queríamos a todo ese mundo en el que estábamos insertos.
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Yo comencé a admirar a algún Intelecto Superior. Su penetración en las más recónditas cuestiones de la Filosofía me parecía la obra de arte más increíble. Además, desde mi posición, podía proponerle nuevas cuestiones. Podía contrastar sus respuestas con otros altos intelectos. Entre los ángeles, surgieron amistades. Pues no solo conversábamos de cosas altas y sublimes, también nos conocíamos entre nosotros. Charlábamos de las ilusiones que albergábamos, acerca de las distintas formas de ver los asuntos nuevos que aparecían entre las glorias, incluso de las anécdotas que surgían en nuestra sociedad, en nuestros grupos. Unos eran más dados a la vida social, otros eran más amantes de la tranquila vida solitaria; algunos eran, más bien, exploradores, se dedicaban a recorrer las regiones del mundo angélico. Las jerarquías, de por sí, se habían convertido en objeto de conocimiento.
En nuestras conversaciones, os parecerá extraño, pero, a veces, había sentido del humor. Algunos bromeaban incluso. El sentido del humor es privilegio de los seres racionales. Hubo también espíritus que fueron más allá de la admiración, más allá de la amistad: se enamoraron. En su amor no había nada físico, no tenemos cuerpo, no tenemos rostro, propiamente hablando. Pero el sentimiento que apareció entre algunos espíritus, insisto, era algo que iba más allá de un mero estar bien con el otro. Era verdadero amor. A veces era la forma de ser del otro, a veces la admiración por su intelecto. Lo cierto es que algunos espíritus iban más allá de la amistad y deseaban con recta pasión estar junto a otro espíritu.
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Otros espíritus se unieron para formar actos de adoración colectivos hacia el Creador. Esos actos de adoración fueron aunando a más y más ángeles. Comenzaron de forma espontánea liturgias de alabanza a Dios. Nadie nos lo mandó. Surgieron como algo a lo que nos conducía el agradecimiento. Surgieron
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como un impulso natural. Al final, todos formamos parte de la gran liturgia de los ángeles unidos en una sola adoración tributada al Eterno.
Nuestro incienso de alabanza no cesaba ni de noche ni de día, en el caso de que hubiera habido día y noche. Pero vivíamos en un inacabable día, en una sempiterna luz. Nos rodeaba la noche, la oscuridad, el vacío, el no-ser. Pero nosotros emanábamos luz alrededor de la Luz. Éramos como constelaciones de luz, constelaciones de dicha. Éramos gloria alrededor de la Esfera Infinita.
Nuestra vida no era solo liturgia e indagaciones intelectuales. No todo eran grandes temas en nuestras conversaciones. También jugábamos. Nuestros juegos serían completamente incomprensibles para vosotros. Renuncio a explicároslos. Pero para que podáis, al menos, vislumbrar nuestros juegos, os pediré que recordéis que dos mentes humanas también pueden jugar entre sí, de un modo enteramente intelectual. Es el caso, por ejemplo, de dos intelectos enfrentados en una partida de ajedrez. Así también jugábamos entre nosotros en gran variedad de modos. Aunque nuestros juegos, sus reglas y modos, resultarían tan complicados para vosotros como explicar el ajedrez a un niño que apenas sabe hablar.
Para que vislumbréis de qué estoy hablando, y por seguir el mismo ejemplo, si nosotros hubiésemos jugado al ajedrez, cosa que no hacíamos, deberíais tratar de visualizar no un tablero de ajedrez de 64 casillas como los vuestros, sino un tablero de 100.000 casillas. Imaginaos que sobre ese tablero no hay 32 fichas como en vuestros ajedreces, sino 900 fichas con muchas más variedades que vuestros peones, torres, alfiles y el resto de figuras. Imaginaos que ese tablero no se extiende en dos dimensiones, sino en tres dimensiones. Que las casillas corren en todas las direcciones. Pensad en un juego, en realidad, que no es el ajedrez, sino uno mucho más enrevesado. Y que en ese juego podemos intervenir no solo dos jugadores, sino tres docenas. Si os podéis imaginar eso, podéis atisbar cómo nosotros los espíritus podemos jugar entre nosotros.
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Nuestro mundo, a pesar de lo que os puedan parecer estas comparaciones, era muy distinto del vuestro. Os puede ofrecer sensación de semejanza el hecho de que, todo el tiempo, debo buscar elementos que sean ligeramente comunes entre nuestros mundos. Pero se trata de realidades sustancialmente diferentes. Además, no había campos, no había bosques ni ciudades ni edificios. Solo estaba Dios, nosotros y el vacío exterior. Era un mundo sin un solo elemento material, sin un solo instrumento. Era un mundo de presencias. Eso sí, un mundo que nada tenía que envidiar vuestro planeta de ríos, selvas, islas, peces, montañas y arcos iris. Os lo repito, nuestro universo angélico nada tenía de aburrido. Y digo “universo” no porque existiéramos nosotros y hubiera un entorno a nuestro alrededor, sino que las glorias constituían todo ese universo.
sección 4
No pasaban los días, no había sol ni pasaban los meses ni los años. Estaba transcurriendo una especie de tiempo, el evo. Un tiempo sutil, casi diríamos espiritual. Pues realizábamos operaciones espirituales y, por lo tanto, había un antes y un después. Más que decir que nosotros estábamos en ese tiempo, podríamos decir que cada uno de nosotros poseía un tiempo. Cada ángel tenía un tiempo inserto en el interior de su esfera personal. Si bien existía una suma de multitudes de antes y multitudes de después procedentes de todos nuestros tiempos individuales. Y ese mosaico de tiempos propios, conformaban el mosaico de nuestra historia común, la historia de las glorias. Una historia a la vera del Mar de Eternidad que es el Ser Inmutable.
Al dirigirme a vosotros, humanos, os hablaré de años y horas, de siglos y momentos. Pero, en realidad, nuestro tiempo es diverso al vuestro. No está marcado por la traslación de los astros. Es una mera sucesión de antes y después. ¿Cómo os
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podéis hacer una idea de nuestro tiempo, al que vuestros teólogos llaman “evo”? Si uno de vosotros estuviera flotando en la nada, sin ver nada, sin escuchar nada, si esa mente solo estuviera acompañada de su pensamiento, el tiempo, en esa situación, sería parecido al evo.
Solo sería algo parecido, porque vosotros, al tener cuerpo, siempre estáis insertos en el tiempo material. Pero nosotros, sin cuerpo, solo contamos con las operaciones de nuestra mente para percibir los antes y los después: antes de que quise esto, después que pensé esto. Ese es nuestro tiempo. Comparado con el tiempo material, es un tiempo flexible. También a vosotros se os hace muy breve un día muy feliz, y sentís como muy largo un tiempo penoso. En nuestro evo, algunas pocas operaciones pueden ser, para nosotros muy largas. Y otras, muy largas para vosotros, son vividas con gran brevedad por nosotros.
Solo Dios vive en un eterno presente. El Evo es un tipo de tiempo. Nosotros vivimos en esa temporalidad. La cual para nada penséis que es aburrida. Vosotros tenéis vuestro deambular por edificios, los desplazamientos para ir de compras, vuestros trabajos, todo en medio de un mundo repleto de objetos materiales. Nosotros tenemos nuestro mundo poblado de realidades angélicas. Realidades espirituales que generan mundos intelectuales. Nuestro cosmos es, en realidad, más fascinante, rico y variado que vuestro mundo material.
Vuestro mundo es magnífico porque es obra de Dios. Pero la obra material de Dios es más pobre y limitada que su obra espiritual. Del mismo modo que el mundo animal es más bello e impresionante que el mundo mineral, aunque ambos sean obra de Dios. También el mundo animal es más interesante que el mundo vegetal. Cuando algún día estéis entre nosotros ya veréis a lo que me refiero; os quedaréis muy sorprendidos, pobres hombres que sois materia rodeados de materia.
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Para vosotros pasan horas, días, años y siglos. En nosotros, transcurre otra realidad temporal. Pero, como he dicho, me referiré a vuestros términos temporales para poder expresarme de un modo comprensible.
Nuestro Hacedor nos había enseñado que aquel mundo (el mundo de las glorias, el mundo angélico que habíamos conocido hasta entonces) era solo una etapa previa, una fase, una prueba. Inmersos cada uno en el evo, estábamos madurando, nos desarrollábamos. Pero el Señor no quería que solo creciéramos intelectualmente, no solo deseaba que nos hiciéramos amigos, no solo deseaba que constituyéramos una sociedad y que gozásemos de nuestra existencia. Sino que, ante todo, era su voluntad que florecieran nuestra bondad, nuestras virtudes, nuestro amor.
Nuestros intelectos eran una gran cosa, pero muchísimo más grande era la parte más interior de nuestro espíritu. Esa parte era, digámoslo así, el espíritu de nuestro espíritu. La parte más profunda, la más noble. Aquella que se acrecentaba tan solo a través del amor. Los ángeles éramos luz, pero había un resplandor más puro dentro de nuestra luz. Una luz de amor dentro de nuestro brillo intelectual.
A través de la oración, de los actos de caridad, del sacrificio, del trabajo hecho en honor de Dios (pues trabajábamos), podíamos llegar a ser inhabitados por el mismo Creador. Podíamos desarrollar esa capacidad de acoger la gracia de Dios.
El agradecimiento, la glorificación de Dios, el amor ya lo habíamos conocido. Ahora íbamos descubriendo paulatinamente la posibilidad de santificarnos. Todos nos afanamos en este deseo divino. Era su voluntad. Una voluntad que no se imponía, que nos invitaba. Todos deseábamos ser buenos hijos de Dios. El tiempo avanzaba y nos íbamos haciendo mejores. Todos nos hacíamos mejores, sin excepción.
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sección 5
De lejos tenía la forma de una Esfera, pero si nos acercábamos a su superficie era un mar sin fin. Cuando, con nuestros ojos, mirábamos hacia Dios, veíamos ese Océano de Luz que es Él. Pero, en realidad, si nos aproximábamos (no físicamente, sino con nuestros intelectos) a ese Mar, descubríamos sorprendidos que ese océano indescriptible que creíamos que era Dios era en realidad el velo que cubría a Dios. Era como su manto. Era como las nubes que cubren la cima de una montaña.
El Omnipotente se mantenía oculto bajo velos de luz. ¡Y aquello parecía Dios! Pero ni siquiera eso era Dios. Los velos eran tan inenarrablemente bellos que, durante un tiempo, creíamos que ese Mar de Luz era Dios. Era lógico el error, pues no era un mar material, sino un Mar de Luz; y era como si el Resplandor de Dios atravesase esos velos, esa luz que le rodeaba. Como si los velos estuviesen impregnados de lo que había detrás.
Ahora sabíamos que ni siquiera aquello era el Señor de los Cielos. Era solo su manifestación. Era Dios, únicamente, en el sentido de que Dios estaba detrás. Moisés, que tanto tiempo después vería el Fuego de la Zarza Ardiente, escuchó cómo aquella manifestación le dijo: Yo soy el que soy. Y se postró ante ese Fuego Sagrado desde donde le hablaba la Voz. Pero, en realidad, ni ver ese fuego de la zarza era ver a Dios, solo era su manifestación.
Así también ese Mar de Luz, esa Esfera Grandiosa, era la manifestación del Señor de los cielos, pero Dios estaba detrás.
–¿Por qué? ¿Por qué no te nos muestras?–, le preguntábamos llenos de ansia por contemplar su esencia.
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Pero Él nos repitió afectuosamente que ese era el tiempo que se nos otorgaba para forjar nuestros espíritus, para crecer en virtud, para vivir en la fe, para desarrollar nuestro amor.
–Este es vuestro tiempo de prueba–, respondía.
Ni los más sabios de entre nosotros entendíamos todos sus designios.
–Todo lo que hago tiene una razón, aunque no lo comprendáis ahora –reiteraba la Voz.
Algunos de nosotros nos preguntamos si es que le habíamos ofendido, si es que éramos radicalmente indignos. Porque llegamos a pensar que nadie nunca sería digno de atravesar los velos. Algunos sentían tanto afán por verle, que, con pena, se interrogaban si algún día alguna gloria sería considerada digna de entrar a su presencia.
–Quizás esta sea la máxima cercanía a la que nunca podremos aproximarnos a Él–, discurrían algunos.
–Es demasiada la diferencia entre nosotros y la Fuente.
Pero aquel Padre nos seguía enseñando como el Maestro Supremo que era.
–Llegará un día –nos aseguró con ternura–, que desearéis poder retornar a este tiempo, al tiempo en que no veíais mi Rostro, para poderme manifestar vuestro amor, para poderme manifestar que, aun sin verme, os fiabais de mí. Ahora es cuando podéis desarrollar vuestro amor en la oscuridad, en la confianza a mi palabra. Solo ahora es posible el esfuerzo. Solo ahora es posible el sacrificio. Después... ya no tendrá mérito. Aprovechad el ahora que os parece tan largo. Habrá un día en que este tiempo os parecerá tan breve. Yo todo lo hago bien, y os doy un ahora que ya nunca más volverá. Aprovechadlo.
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Lo cierto es que, aunque con nuestras inteligencias lo entendíamos: era un tiempo de transformación. Pero a nuestros corazones les costaba aceptar esa espera. ¿Por qué a Dios le gusta hacernos esperar? Sin duda se trataba de un misterio que concernía al tiempo. El Gran Eterno nos daba un poco de tiempo, antes de un tiempo sin fin. ¿Por qué? Todo se descubriría. Pero aún no.
Mientras nuestras virtudes se desarrollaban, seguíamos morando en el límite entre nuestro mundo y la Trascendencia. Si tratábamos de sumergirnos en ese Mar de Luz, llegaba un momento en que el Velo de Luz era tan cegador que no veíamos nada y no podíamos seguir avanzando. El Fuego de la presencia de la Divinidad se hacía tan intenso, aun sin quemar, que era como si perdiéramos la consciencia y lentamente una marea suave nos devolvía hacia fuera, donde recobrábamos nuestros sentidos. Los que más penetraron en ese velo, dijeron que se oía como el clamor de cientos de órganos en una armonía que iba más allá de lo comprensible para nuestras mentes, y ya os he dicho cuán grandes eran las mentes de algunos de los nuestros.
Antes había dicho que el problema para penetrar en la Esfera era la lejanía. En realidad, eran las dos cosas a la vez. Había una lejanía ontológica infinita, pero, al mismo tiempo, ya en los primeros estadios de ese mar, cuando nos sumergíamos, observábamos que esa luz nos cegaba en su poderío. Y no habíamos completado ni el 1% en la penetración de la superficie que era ese mar de luz. Ni siquiera habíamos arañado la superficie de un velo tras del cual ni siquiera con años de penetración lograríamos alcanzar su núcleo.
El itinerario hacia ese Núcleo no podía completarse solo con medios humanos. Con ciencia nunca llegaríamos. Y, aunque solo veríamos qué había detrás del Velo si Él mismo nos introducía, sabíamos que ese era el sentido de este tiempo de prueba, ese tiempo de confianza en Él: completar un itinerario espiritual.
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Todas estas imágenes visuales les parecerán a algunos de vuestros teólogos humanos una antropomorfización excesiva. Y tienen razón. Nosotros, visualmente, no veíamos nada con nuestros espíritus sin ojos. Nosotros recibíamos especies inteligibles. Es decir, recibíamos de otros espíritus pensamiento puro sin el intermedio de palabras. Veíamos y comprendíamos lo que nos rodeaba sin el discurso de conceptos gramaticales, sino de un modo más intelectualmente directo.
Pero lo que nosotros percibíamos al modo angélico, debo traducirlo a palabras, a conceptos, a imágenes para que podáis entenderlo. Solo os puedo explicar lo que nos rodeaba usando el recurso a parábolas. Pero mis palabras, aunque imperfectas, no son erradas. Pues, a pesar de que lo que mi boca angélica os cuenta os parezca muy material, recordad que vuestros místicos recurren a este tipo de imágenes materiales para expresar lo espiritual.
Un sistema solar es como una parábola de Dios y nosotros. El problema en esta comparación es que el sol es tan limitado en tantos aspectos. Pero recordad que nosotros veíamos la manifestación de Dios, la cual también era finita. Así como la manifestación de Dios que vio Moisés, también lo era. Solo que la teofanía que aparecía ante nosotros, era una manifestación más grandiosa que cualquiera de las que han aparecido en la historia humana. Eso era necesario, porque nosotros mismos éramos grandiosos, éramos espíritus hechos a imagen y semejanza de Dios.
sección 6
La lección de Dios nos quedó clara. Sí, todo era una prueba. Debíamos esforzarnos, porque acabado el tiempo de prueba, seríamos admitidos a su presencia. Y cada uno recibiría según el amor que hubiera acumulado en esta fase. Nuestro mundo pasaría, en el sentido de que todos penetraríamos ante la
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inmediata presencia de Dios. Ya estábamos ante Él, pero en la presencia de su manifestación. La cual era mero resplandor de su substancia. Algún día, entraríamos a la presencia de su Rostro, estaríamos frente a la visión de su Esencia. Seríamos admitidos a contemplar el Misterio de los Misterios.
En ese proceso de maduración de los ángeles, hubo fases. Nuestro Creador nos consideró maduros para hacernos la gran revelación: Él era Trino. El Dios-Uno era Tres Personas. Nos enseñó acerca de su vida interior, la vida intratrinitaria. Tres Personas iguales en eternidad, poder, sabiduría y amor. El honor era igual para las tres Personas.
No os podéis imaginar lo que es escuchar la explicación de qué es la Trinidad de la Boca de Dios mismo. Aquello era miel. Qué dulzura. Nos quedamos todos con la boca abierta. Nunca hubiéramos podido ni atisbar semejante riqueza de vida dentro de esa Esfera. Sabíamos que el Único era la Vida Infinita. Pero nunca hubiéramos podido imaginar que hubiera tanta Vida dentro de la Vida. Qué lecciones salían de la Boca de nuestro Creador acerca de la permanencia, generación y espiración de las Personas de la Santísima Trinidad.
Estábamos excitados ante la esperanza de las cosas prometidas por Aquel que nunca miente. Estábamos en el cielo, pero seríamos admitidos al interior del cielo del cielo. Estábamos ante el Fuego, ante la Nube que vela la Divinidad, pero se nos concedería atravesar todos esos velos hasta llegar ante Él. Ser admitidos a gozar de la Trinidad, esa era toda nuestra ilusión. Pobres de vosotros, los humanos, que tenéis que emplear vuestro tiempo en levantar casas, coser zapatos, asfaltar calles. Nosotros nos podíamos dedicar solo al Dios Uno y Trino. Vosotros sois como conejos que se preocupan en excavar madrigueras, o como castores que roen madera y la mezclan con fango para levantar diques. Os dedicáis de corazón a lo material, al fango, a lo perecedero. Os dedicáis a eso con toda vuestra alma. Si hace falta, hasta perdéis la
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salud en vuestra idolatría de los pequeños objetos que llenan vuestros hormigueros. Qué diferencia entre este mundo inmaterial que os describo, un mundo de millones de glorias ensimismadas en Dios, y vuestra sociedad de madrigueras y paja. Y pensar que, en vosotros, en medio de vuestros órganos y carnes, hay un espíritu.
El problema no es que seáis materia. El problema es que os dediquéis solo a lo que es materia. La materia no es un defecto, es un modo de ser. ¿Pero qué pensaríais si una hormiga idolatrara lo que guarda en su hormiguero?
Qué diferencia entre nuestro mundo puro, inmaterial, sublime, y el vuestro. Nosotras, las glorias, nos abismábamos en el conocimiento del Padre, de la Palabra y del Hálito. Todo resultaba misterioso. La Fuente que generaba una Palabra de su boca. Una Palabra que era Dios mismo. La Fuente y su misma Palabra se amaban, y de ese amor emanaba un Viento Sagrado. Una Exhalación Santa que era de la misma esencia de Dios. Un Hálito Sagrado que recorría con su amor la misma esencia del Padre y del Hijo. Ciertamente, todo estaba más allá de nuestra inteligencia. Solo podíamos escuchar y, como alumnos, tratar de entender un poco. Pero, por poco que conociéramos, resultaba claro para nuestros ojos admirados que ese Dios Inamovible, en su seno, era recorrido por ríos de Conocimiento y Amor.
El amor... El Señor nos había creado, pero no podía crear el amor. Si quería que existiera el amor fuera de Él, tenía que crear seres libres. Si quería que existieran seres libres, tenía que dotarles de inteligencia y voluntad. El amor debía ser nuestra respuesta. Dios no quería esclavos. Aunque hubiera tenido esclavos a su alrededor, el amor hubiera seguido siendo una respuesta libre. El amor requería de libertad. Y así el Creador quiso que hubiera individuos libres, individuos que le amaran como un hijo ama a un padre. Y no quería simplemente amor, deseaba que ese amor se desarrollara. Deseaba que nos santificáramos. No le bastaba con el amor con que un hijo ama a su padre, quería que le amásemos también como un amigo ama a otro
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amigo. Los que más profundizaban en su intimidad, sabían que quería ser amado como un esposo es amado por su esposa.
Para nuestra santificación se precisaba de la libertad. Era necesario que no viéramos su Rostro. Pues una vez que lo contempláramos, su visión sería una fuerza tan arrolladora que ya no podríamos hacer otra cosa que amarlo. La santificación libre llena de generosidad, de entrega, de esfuerzo, solo era posible ahora. Después ya solo quedaría recoger los frutos. El Altísimo no nos podía mostrar su rostro, a no ser que quisiera destruir este tiempo único e irrepetible que se nos concedía.
sección 7
Cada gloria poseía unas aptitudes, cada ángel había recibido unas tareas dentro del inmenso entramado social que conformábamos. Pues cada uno sentía una vocación y, desde nuestro interior, sentíamos las mociones de la gracia. Y así, los ángeles se aplicaban a hacer sus propias tareas de la mejor manera posible.
Pero no todo era perfecto. El amor se había desarrollado, pero a su flanco aparecían algunos defectos. Algunos ángeles perdían el tiempo en meras conversaciones. Algunos, además, despreciaban la inteligencia inferior de otros. Otros comenzaron a criticar. Hubo quienes se vanagloriaron de sus propios logros.
Nada de todo esto era grave. Pero ya comenzaban a ser patentes lo que después denominaríamos con el nombre de “pecados veniales”. Había quienes estaban como cansados de tanto alabar a Dios, de tanto conocer al Señor. Era como si quisieran distraerse. En todos estos pecadillos no había maldad. Casi todo eran más bien imperfecciones que pecados. Aun así, resultaba evidente que algunos, aun siguiendo dentro del amor a Dios, comenzaron a desviarse, descuidarse y enfriarse.
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Para algunos ángeles, el mundo angélico fue convirtiéndose más y más en el centro de sus intereses. Para algunos, el conocimiento se convirtió no en un medio que llevaba a Dios, sino en un fin en sí mismo. Esto en sí mismo no era una ofensa a Dios. Pero de la perfección algunos pasaron a la mera bondad. Unos pocos cayeron en la lujuria del conocimiento.
El amor se había desarrollado en todas las jerarquías. Pero, asimismo, los defectos hicieron su aparición en todos los niveles. La libertad comenzaba a producir frutos variados. El libre albedrío se ramificaba en un sinfín de posibilidades entre el bien y el mal. Aparecieron verdaderos santos. Pero también algunos espíritus se mostraban crecientemente mundanizados. Había muchas cosas que les distraían totalmente del propósito de ese tiempo de prueba. También, entre nosotros, apareció la crítica, la ira, la envidia. La inteligencia no nos preservaba de los malos sentimientos.
¿Cómo pudisteis pecar estando, como estabais, delante de Dios?, os preguntáis. No seáis duros con nosotros. También vosotros estáis frente a la Naturaleza, y no veis al Creador en ella. También vosotros estáis ante la continua predicación del Universo, y no la escucháis. El cosmos entero es una buena parábola de Dios, y pronunciada no con palabras, sino con una realidad material que es incontestable y rotunda. Una parábola gigantesca. Sí, no seáis duros con nosotros.
A veces un pequeño ángel inferior demostraba un amor ardiente. En ocasiones te encontrabas con un poderoso príncipe que se había retrasado bastante en el camino de la virtud. La celeste liturgia nos animaba a todos a recobrar el ánimo, a retornar al camino. Algunos ángeles se convirtieron en verdaderos predicadores. Otros ofrecían en sus manos el incienso de la oración de miles de ángeles. Algunos ángelessacerdotes recogían el oro del amor, el incienso de la oración y la mirra del ascetismo de multitudes de espíritus y los presentaban en medio de esas ceremonias seráficas
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ante la Divinidad. Así como había una jerarquía de ángeles, dentro de los ángelessacerdotes también existía una jerarquía propia.
Estos ángeles sacerdotales no dispensaban sacramentos, no usaban instrumentos ni vestiduras. En nombre de todos, presentaban ofrendas espirituales (sacrificios concretos, alabanzas, plegarias) ante Dios. Ellos ponían voz a nuestra alabanza, le ofrecían el sacrificio espiritual de nuestra adoración multitudinaria. El incienso de alabanza era formidable. Ese sacrificio inmaterial formaba como una gran columna de humo que ascendía delante de la Esfera y llegaba a la superficie del Mar de Luz como acariciándola, como el incienso que resbala por las formas y relieves de mármol de un retablo gótico. Literalmente hablando, esa columna de humo no ascendía, porque nuestro mundo no tenía ni arriba ni abajo. Esa columna de humo era, en definitiva, gloria. Y os puedo asegurar que millones de naturalezas angélicas pueden dar una gran gloria al Omnipotente.
Todo eso en medio de cánticos, de corales como jamás podéis imaginar. Aunque no está de más recordar que carecemos de voz humana. Pero nuestros cánticos se ofrecían en medio del danzar de los espíritus. Vosotros tenéis una liturgia de la Palabra, es algo parecido. También vosotros habéis tenido sacerdotes de una religión natural como Melquisedec. Pero difícilmente podréis imaginar la grandiosidad de la magnificente alabanza de los cielos angélicos. Y eso que aún no habíamos entrado en el cielo del cielo. Nos sentíamos como vosotros os hubierais sentido de no haber sido expulsados del Jardín del Edén. Vosotros os habríais congregado en torno al Árbol de la Vida. Nosotros estábamos en torno a esa Esfera Divina que era nuestro particular Árbol de la Vida. Y comíamos sus frutos espirituales. Y, en nuestro paraíso, todavía no pululaba serpiente alguna. En nuestro mundo no corría el tiempo material, pero este trecho del evo duró lo que vosotros llamaríais “años”. Así transcurrió el equivalente a un decenio o dos.
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II Parte
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En la cúspide de esta pirámide de glorias, en el vértice de esta jerarquía, estaba el más admirable espíritu angélico: Lucifer. La obra maestra de Dios. El culmen de la Creación. El más poderoso. El más inteligente. También era el del más alto rango sacerdotal. Él era el que oficiaba justo delante de la Esfera. Oficiaba revestido no con las telas materiales de vestiduras sacerdotales, sino con dones admirables de naturaleza espiritual.
Se presentaba ante la Sabiduría Divina revestido de verdaderas gemas del intelecto. No es que Lucifer luciera una corona, porque en realidad él mismo era la corona de la Creación. Él mismo era corona, y él mismo estaba coronado con gemas tanto intelectuales como espirituales. Sí, también espirituales, pues era bueno, muy bueno. Aunque no era él el más santo entre todas las glorias, pues la santidad no tiene que ver con la naturaleza. Y así, otros ángeles más pequeños habían sido más generosos en el amor. No ama necesariamente más el que es más inteligente. Aun así, Lucifer era muy bueno, y sin vanagloriarse lucía preciosos tesoros de naturaleza espiritual sobre su cabeza. Impresionante la comprensión de la naturaleza del Altísimo que él tenía. Sondeaba los abismos del conocimiento de Dios como ninguna otra gloria podía soñar con hacer. Esto es importante para entender lo que después sucedió.
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No nos cansaremos en insistir acerca de lo descomunal que era Lucifer. Encumbrado como una montaña sobre las montañas. Como la más brillante estrella en un mundo de estrellas. Lucifer había sido el primogénito de los creados. La primera obra que el Hacedor modeló con sus manos, la primera obra en absoluto. Y se deleitó en hacer de él su obra maestra. Lo embelleció más y más. Lo hizo más y más grande. Le otorgó poder como no otorgó a ningún otro ángel. Él poseía la inteligencia más poderosa después de Dios. Por encima de él, solo el Nombre sobre todo nombre.
Cuando, después, contemplamos a ese Príncipe de los Príncipes, nos dio la sensación de que era como si el Arquitecto se hubiera entusiasmado con él al crearlo. Como si Dios se hubiera dejado llevar de una especie de frenesí, que le hubiese llevado a decir: más grande, todavía más grande.
El Creador no se puede dejar llevar del entusiasmo, el Señor no se puede dejar llevar del frenesí. Pero ciertamente Lucifer era, insisto, su obra maestra. Vosotros no os podéis hacer idea de cómo era él cuando salió de las manos de Dios. Vosotros no podéis entender cómo después muchos pudieron alejarse de Dios por seguir a una mera criatura. Mirad, lo mismo que por muy grande que sea el sol, cuando uno se sitúa detrás de la luna, esta lo puede eclipsar totalmente; así también, si uno se ponía detrás de Lucifer, daba la sensación de que él era el centro de todo.
Daba la sensación de que solo Lucifer valía más que todo el resto de las jerarquías angélicas. No era así, pero daba esa impresión de tan deslumbrante que era. Si uno se ponía detrás de él, como os he explicado con la luna, uno a veces tenía la idea fugaz de que él parecía Dios. Sé que os puede sonar blasfemo. Pero si no llegáis a atisbar la grandeza de Lucifer, corona de la creación, difícilmente entenderéis cómo es posible que tantos se alinearan en sus filas. Nosotros no éramos tontos. No éramos niños a los que se puede engañar con un discurso de tres al cuarto. Os lo repito, si os poníais justo detrás de él en una determinada posición, él parecía Dios. Solo cuando
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te movías y lo veías en comparación al Altísimo, entonces pensabas: ni siquiera él es el Inmutable. ¿Debía haber creado el Omnipotente ángeles más pequeños, y que ninguno descollara, para evitar así la soberbia? Ni así se hubiera evitado. La soberbia puede nacer en el corazón de cualquiera, con razón o sin ella. ¿Debía Dios haber renunciado a crear una obra maestra, una corona del mundo angélico, para así evitar la posibilidad del orgullo? El orgullo puede aparecer y aparece en el seno de cualquier miserable. La Esfera Infinita creó una corona de la creación, su obra tenía que ser perfecta, había que colocar una cima. Era lógico que una perfección majestuosa fuese colocada en la cúspide. Había riesgos, pero Dios, como un padre amoroso, ayudaría, acompañaría, aconsejaría. La ayuda estaría a la medida del riesgo de la altura. La ayuda sobrepujaría al riesgo.
sección 8
Lucifer no fue el primero en surgir del seno de Dios hacia la oscuridad de la noche, no fue el primero en ser creado en ese río de seres resplandecientes, como una lengua de fuego que es eyectada desde la superficie solar. Hubo millones de ángeles que fueron creados antes que Lucifer. Pero él brilló, bien pronto, con una luz brillante y pura que a todos admiró. Era tan intensa esa luz límpida, por eso se le llamó Estrella de la Noche. Los ángeles brillaban admirables en mitad de la oscuridad de la nada.
Aparecieron más y más estrellas que brillaron con la luz propia de su conocimiento (y, después, de su adoración), pero la luz de Lucifer resplandecía, en la oscuridad de la nada, como una guía, como un faro. Él era el Lucero Vespertino que debía haberse convertido en el Lucero Matutino. Él nos guio en la oscuridad de la noche de la creación, debería habernos guiado en la entrada al amanecer de la gloria beatífica. Nos guio en el conocimiento, debería habernos guiado en el amor.
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Repito que aparecieron todos los demás ángeles en el firmamento brillando con su intenso amor a Dios, pero Lucifer fue la gran estrella de la noche. Lucifer significa también “el que trae la luz”. Y verdaderamente él nos traía la luz, porque nos explicaba tan bien cómo era “El que es”. Era placentero escucharle, porque Lucifer era bueno, era un hijo que hablaba amorosamente de su padre Dios. Los buenos sentimientos de su corazón nos los compartía. Únicamente deseaba hacer el bien a los demás. Vosotros habéis oído hablar de él solo de cuando ya era malo. Pero no fue siempre así. También él tuvo su historia. Una historia con muchos capítulos de la que solo sabéis su final. ¿Creéis que tantos le hubieran seguido si hubiera sido una gloria más?
Verdaderamente, fue lo mejor de entre nosotros –él–, lo que se corrompió. Su bondad, su autoridad, su ascendiente eran completamente merecidos. Su boca habló del Padre Celestial como nadie lo había hecho nunca. Cierto que los ángeles más santos nos explicaban a Santo de los santos de un modo más místico. Cierto que ellos nos revelaban misterios de Dios que solo se pueden conocer por la connaturalidad que produce la santificación. Pero, desde la mera inteligencia, nadie explicó a Dios como Lucifer lo hizo. Theologus Maximus, el teólogo máximo, ese era su sobrenombre. Su voz era un raudal de acordes. Su mirada penetraba hasta increíbles profundidades de las simas de Dios.
Algunos entre nosotros eran tronos, algunos eran príncipes. Lucifer era Trono de los tronos, y Príncipe de los príncipes. Si comprendierais cómo era esta obra maestra de Dios, entenderíais por qué Dios mismo elogia su propia criatura en el Libro de Job al hablar del Leviatán. Y es que ni siquiera su pecado ha destruido la obra del Creador. Incluso en su pecado, permaneció con su fuerza. Incluso en su caída, siguen brillando las joyas que el Señor engarzó sobre la superficie de su corona.
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Como ya he mencionado, entre los ángeles-sacerdotes había jerarquías. Lucifer era de la más alta jerarquía de los que ofrecían el sacrificio de alabanza. Él era el Sumo Sacerdote. Presentaba fielmente nuestras oraciones ante Dios, nuestra alabanza. Su voz profunda y poderosa se elevaba por encima de nuestros coros para honrar el Nombre Sacratísimo. Antes he dicho que a Lucifer le llevaban nuestras alabanzas y oraciones para que se las presentara a Dios. Es correcto, pero sería también adecuado afirmar que tal ángel sin igual era el altar donde se depositaba ese incienso.
Lucifer era teólogo y sacerdote, Corona de la Creación, sabio, sí, sabiduría unida a la fuerza, Trono de los Tronos, Príncipe de los Príncipes. Y no solo era bueno: era santo. Hay una afirmación que lo resume todo: inferior solo a Dios. Por supuesto que la distancia entre el Absoluto y él era infinita. Pero recordad también que Lucifer estaba más próximo a nosotros. Os puede parecer imposible que algunos de nosotros cayeran, teniendo enfrente a Dios. Pero recordad que era más fácil comprender a una criatura que a la Trascendencia. El Fundamento Absoluto estaba velado por las nubes del misterio. Dios era el Misterio de los misterios, mientras que la criatura se nos mostraba como un objeto más comprensible a nuestros entendimientos. Y, además, Lucifer seguía creciendo en santidad, eso lo percibíamos.
Por todo esto, algunos ángeles se excedían en su admiración por él. Algunos espíritus iban más allá de lo razonable, más allá de lo justo. Pero eso no le afectó. Lucifer era recto y honrado. Reconducía los excesos. Todas las glorias no solo le respetábamos, sino que le queríamos. Era el espejo de Dios. La omnipotencia de Dios se reflejaba en él. Ciertamente que un reflejo no es igual a la realidad. Pero Dios Creador se reconocía a sí mismo en la criatura. Lucifer había sido hecho a imagen y semejanza de Dios. También el resto de las miríadas celestes, pero las criaturas somos muy dadas a idolatrar lo que es finito.
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sección 9
Le admirábamos. Pero había algo que desconocíamos. Nosotros no lo sabíamos, pero Dios le hablaba, a menudo, a solas. Las palabras paternales del Fundamento Supremo le advertían que se dejaba llevar por pensamientos mundanos. No es que pensara cosas malas, no. Pero Lucifer se dispersaba en asuntos que enfriaban su corazón. Sus propios proyectos intelectuales le quitaban tiempo de estar con Dios. La comunicación con otros ángeles fue ocupando más y más tiempo del que debería haber empleado en la conversación con su Padre. De forma casi imperceptible, su amor se fue enfriando.
No os equivoquéis: él no había cometido ni siquiera un pecado venial. Pero, sin darse cuenta, su psicología fue cambiando. Se trató de un cambio que estuvo muy oculto dentro de sí. Pero, aunque nosotros no nos apercibimos, Dios sí que le hablaba con frecuencia; y le advertía.
Resulta difícil resumir en un par de párrafos una historia que fue muy larga, en la que hubo muchas fases y regresos y vueltas a empezar. En Lucifer hubo propósitos y recaídas en la tibieza. Momentos en los que se dijo con todas sus fuerzas: “Debo amar más al que todo me lo ha dado”. Momentos seguidos de cada vez más largos periodos, en los que consideraba que sus proyectos eran tan importantes que tenía que sacrificar (muy a su pesar) esos propósitos. “Es que todo gravita sobre mí”, se quejaba. Queja falsa, pues deseaba que todo gravitase en torno a él. Por supuesto que de vida ascética... nada. Los pequeños propósitos de mortificación quedaban muy lejos. Los tiempos de reclusión en sí mismo, de retiro para examinarse, no eran posibles para él. “Yo, a diferencia de otros, debo sacrificarme. Pero lo hago por el bien de ellos”. Lucifer no se apercibía, pero el bien de otros y la defensa de su propio honor cada vez se identificaban más, cada vez eran una sola y misma cosa. Lucifer se había transformado en un ser volcado en lo externo.
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Dios nos lo contó todo mucho después. Pero, a través de todas estas etapas, resultaba cada vez más evidente que hubo un acrecentamiento de la propia consideración que Lucifer tenía de sí mismo. Pero todavía no hubo ningún pecado. Aun así, el Padre Celestial le habló tantas veces al corazón completamente a solas, porque sabía que se acercaba el momento de la Revelación que iba a realizar al mundo angélico. Y que Lucifer, lejos de prepararse mejor, había evolucionado de forma que podían darse fracturas en su voluntad firme de servir a su Creador.
De hecho, aunque nadie lo supo, el momento de la Revelación se retrasó para que Lucifer creciera en humildad. Dios después nos lo explicó. Varias veces retrasó ese momento. Varias veces le dijo que la Revelación iba a suponer una gran prueba para él y que tenía que prepararse: “Hijo mío, el viento y las tensiones van a ser muy fuertes: tienes que prepararte”. Lucifer, entonces, hacía una profunda y solemne postración ante la Divinidad.
“Sea cual sea la prueba, deseo ser obediente a tus mandatos”, contestaba. “Ni siquiera te digo que te seré perfectamente fiel. Tan solo te digo… que deseo ser fiel”. Y protestaba esto con todo su corazón, con sinceridad. Lucifer, entonces, no pensaba en un pecado mortal. Solo pensaba que, como mucho, podía caer en el pecado venial. El que todo lo sabe le miraba. Le miraba y callaba. Ya le había dicho, una y otra vez, todo lo que tenía que decirle.
El Ser Infinitamente Sabio, finalmente, se encontró con dos posibilidades: O seguir adelante con la prueba, a pesar de las ocultas debilidades internas de Lucifer; debilidades que podían provocar quebrantamientos en su voluntad de amar a Dios. O quitarle el poder que tenía, con lo cual sí que consideraría que tenía una razón para rebelarse, pues no le había sido infiel. La debilidad espiritual de su hijo no le dejaba más que esas dos opciones. La decisión de Dios fue por seguir adelante. Esa decisión fue la más sabia, la más adecuado.
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Lucifer era libre y, aunque le costase, podía superar sus propias tentaciones y ser fiel. Y, aunque cayera, podía finalmente salir airoso de la prueba solo manchado con faltas veniales. Si Lucifer se sobreponía, saldría de la prueba más obediente, más humilde. También había otras posibilidades, más tristes. Dios las conocía bien todas. Lucifer era libre. Era su decisión. La Esfera Infinita conocía el futuro. Nada estaba determinado en el sentido de que Lucifer tuviera que seguir un camino inevitablemente.
El Padre del universo le había dado tiempo, aun así, volvió a retrasar el momento de la prueba. Volvería a aconsejarle, volvería a ofrecerle más tiempo. Dios conocía el futuro. ¿Habría que haber renunciado a crear una obra maestra? Los dones eran un peligro. ¿Pero habría que haber renunciado a ser tan generoso con sus criaturas? No, el Creador había tomado las decisiones adecuadas. Conocer el futuro es una de las cargas más pesadas que puede llevar sobre sí alguien. Solo Dios conocía el futuro en todos sus detalles, solo Él puede llevar sobre sus espaldas semejante carga. Lucifer había llegado a ser santo. ¡Qué más seguridad que esa para afrontar la tentación! Pero ahora se había enfriado. Y, ante los Ojos Divinos, aparecía el oscuro arroyo interno de la soberbia. Esas aguas oscuras se movían en lo más profundo del espíritu de Lucifer. Pero el Señor veía deslizarse esas aguas.
Le había hablado, le había dado tiempo. Estaban en un tiempo de prueba, pero ahora se acercaba la Gran Prueba. No era posible sacar fuera a Lucifer de la sociedad de las glorias. La Revelación era para todos. Para bien o para mal, se acercaba el momento del Destino. Nada estaba escrito. Era la voluntad de Lucifer la que decidiría libremente. El futuro estaba escrito, pero no estaba escrito qué tenía que hacer Lucifer.
Llegó un momento en que hubo que pensar en todos los ángeles y no solo en la historia personal de uno de ellos, y llegó el momento de la Revelación. Se hizo el
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silencio en los Cielos, el firmamento calló, y la Esfera Infinita habló de un modo solemne.
Nos reveló que un día crearía un universo material. El plan de Dios era algo que jamás se nos hubiera ocurrido: ¡materia! Vimos la vida florecer en ese cosmos distinto del nuestro. Nos dijo que crearía a la humanidad. Aquello nos llenó de alegría. Nos asombró y nos fascinó. Hasta entonces solo habían existido entidades espirituales. Qué lejos estábamos de saber las consecuencias que esa creación iba a tener para nosotros. En ese momento, nos pareció que aquello nada tenía que ver con nuestro mundo. Ese universo material, pensamos, se iba a convertir en una especie de objeto de estudio, en una curiosidad, en un patio de recreo para nuestros intelectos. Cuántas cosas iban a suceder… De momento, no sabíamos nada.
Nuestras mentes, excitadas, era como si se apelotonasen ante una vitrina. Deseábamos conocer los detalles, todos los detalles, de ese universo hecho de materia que se nos revelaba que existiría. Ese entero universo iba a estar lleno de cosas materiales. Sus formas nos llamaron poderosamente la atención. Vimos de antemano el plan que regiría el nacimiento y desarrollo de los astros. La semilla de la vida que sería plantada en sus aguas. Conocimos cuáles serían las genealogías de los seres que vuelan, que reptan, que corren, que aletean en los ríos, los mares y los lagos. Seres vivos que se dejarían arrastrar por el viento, seres que morarían en los limos de las profundidades siempre oscuras de los abismos.
Nos quedamos atónitos al conocer que iba a mezclar el mundo espiritual con el material. Infundiría un alma a un cuerpo vivo. ¿Se podía mezclar algo tan físico, tan grosero, tan bajo como la materia con algo tan excelso como un espíritu? El Omnipotente podía hacerlo todo y nos reveló que lo haría. Pero nos parecía imposible.
Después se nos revelaron algunas pinceladas de la historia que se pondría, entonces, en marcha. Qué historia tan curiosa, tan diferente a la nuestra. Vimos la
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forja de dinastías con la espada, la sangre y el fuego. Contemplamos como esas coronas volvían al polvo. Vimos a labriegos arar las tierras año tras año, siglo tras siglo.
Y entonces llegó la segunda gran revelación. La primera había sido su carácter trinitario. Ahora nos dijo que Él mismo –Dios– se iba a encarnar. ¡La Encarnación! Increíble. Jamás hubiéramos podido imaginar semejante exceso. La Esfera Infinita hecha hombre. Ese Mar de Luz encarnado en un pobre ser bípedo mamífero. Nos mostró ese designio con detalle y nos lo explicó. Era un exceso de amor. El DiosAmor iba a llegar hasta ese extremo.
Una vez que comprendimos bien su plan, añadió que, hasta ahora, le habíamos adorado a Él como Dios, pero que ahora nos pedía algo más difícil. Nos pidió que le adoráramos hecho hombre. El Omnipotente se iba a hacer hombre, le debíamos adorar como Dios hecho hombre. Jesús será su nombre. La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la cual para nosotros era un misterio, se revelaría a los humanos, caminaría entre ellos, les enseñaría, les mostraría su amor.
Eso nos dejó a todos petrificados. Dios hecho hombre iba a comer, a beber, a dormir; iba a ser picado por los mosquitos, iba a tropezar y caer en el suelo, sería amamantado como la cría de cualquier animal; si su pie pisaba algo cortante, sangraría. Aquella Esfera que contenía infinitos mares de luz, iba a reducirse al tamaño de una hormiga. Incluso una hormiga era demasiado grande para el tamaño del universo material que habíamos visto. Se iba a convertir en algo tan pequeño como una pulga que caminase por la superficie de la piel de una hormiga. Aquella Trascendente Pureza Inmaculada iba a convertirse en algo que comería como un perro o un gato. Dios se nos mostró bajo el Misterio de la Encarnación, y nos pidió amorosamente: “Adoradme bajo esta apariencia. Adoradme bajo estos ropajes humanos”.
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Pero aquello era mucho más que una apariencia o que un ropaje. Si se me permite una expresión, digamos, “brutal”, podríamos afirmar que la Luz de Luz se haría carne. No nos lo podíamos creer. El Excelso había cesado de hablar y el silencio del cielo continuó. Estábamos atónitos. Lo más grande reducido a lo más pequeño. Lo más sublime, la Luz más pura, reducido a una masa de carne con órganos.
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Con vehemencia, con toda la fuerza de nuestro corazón, algunos de nosotros hicimos genuflexión ante la imagen futura del Encarnado. Más y más nos siguieron, arrodillándose, haciendo el acto de adoración más intenso que nunca hubiéramos visto. En ese momento muchas inteligencias se humillaron ante los planes de Dios. Creímos en nuestro Padre Celestial. Hicimos un acto de fe en Aquel que no puede errar. Si la Trinidad decidía ese exceso, ese acto de amor más allá de toda medida, nosotros lo aceptábamos, aunque nos pareciera tan excesivo que no lo entendiéramos.
Tuvimos que esforzarnos, tuvimos que confiar. Debíamos aceptar nuestros límites para entender un amor que era mucho mayor que el nuestro. Ese acto de doblegar nuestros entendimientos nos costó, pero nos ennobleció. Por primera vez, apareció en muchos ángeles una virtud que no había existido en ellos: la fe en grado heroico. Digo “en muchos ángeles”, porque los ángeles-ascetas sí que, tiempo antes, habían muerto a sí mismos, y ellos ya habían crecido mucho en la fe. Ellos habían sido nuestros precursores en la fe. Así como también vosotros tuvisteis vuestros precursores, también nosotros. Ellos no habían conocido aún al Hijo del Hombre, y ya habían muerto a sí mismos. No hace falta decir que los ángeles-ascetas fueron los primeros en doblar su rodilla ante la imagen de la Sabiduría Encarnada.
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Los ángeles iban adorando, paulatinamente, conforme sus inteligencias se rendían y sus voluntades abrazaban las decisiones de Dios, aun sin comprenderlas. No todos adoraron en un solo momento. A unos les costó más entender, a otros les costó mucho más doblar la rodilla. A los espíritus altivos, siempre les cuesta humillarse. Pero Dios no nos probó por probarnos. En la prueba, había aparecido la fe radiante, una fe en la que costaba tener fe. Éramos seres gloriosos, pero debíamos entender que ante Él éramos niños. Debíamos aprender a confiar y mostrar con obras que depositábamos en sus Manos nuestros propios juicios. La belleza de la fe intensa apareció en el seno de los ángeles. En algunos apareció la mancha de haberse resistido a la fe. La quinta parte de los ángeles ya habían doblado su rodilla e inclinado su cabeza.
Lucifer estaba con la boca abierta. No podía creer lo que veía. Estaba pasmado. De pronto, un sentimiento le llenó de amargura: él no había sido el elegido para recibir la unión con Dios. Lucifer era mucho más noble y perfecto que un vulgar animal como el ser humano, que andaba sobre dos patas, cubierto parcialmente de pelo, con los extremos de sus miembros acabados en uñas. Si en alguien hubiera debido encarnarse Dios, era él mismo. ¿Por qué tomar una naturaleza humana, cuando podía haber tomado una naturaleza angélica? ¿Por qué?
El gran teólogo que era Lucifer evaluó las posibilidades por las que tal unión hipostática hubiera podido haberse llevado a cabo en él mismo. No, no era posible la unión hipostática con él (Lucifer) sin perder su propio yo (el de Lucifer). Pero quizá había alguna posibilidad metafísica que se le escapaba. Quizá Dios sí que hubiera podido hacer eso de algún modo desconocido. Él, Lucifer, hubiera sido el vaso más perfecto para contener a la Divinidad hecha criatura sin dejar de ser Dios. ¿Por qué el Altísimo escogía lo más imperfecto? ¿Por qué Dios no hacía lo más adecuado?, pensó. ¿Por qué Dios me humilla?
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Bien es cierto que, por más vueltas que le dio, si Dios se hubiera “encarnado” en un ser angélico ya existente, el ser angélico hubiera perdido su personalidad previa. Lo que Lucifer había deseado por un momento, en realidad, era imposible. Pero el anuncio de la futura Encarnación era demasiado para ese ángel excelso: pelo, uñas, vísceras, necesidades biológicas de todo tipo. Claro que todo este removerse de pensamientos ocurría en el interior del Príncipe de los Ángeles, porque –permitidme la expresión– era como si el rostro del Gran Ángel no moviera ni un músculo. A pesar de su inexpresividad, su mirada insondable, dura, comenzó a sorprendernos.
Muchos ángeles se volvieron a Lucifer. Esos ojos fríos e inmóviles... ¿Por qué no se arrodillaba? El silencio y la mirada fija del Príncipe hicieron que surgiera la inquietud en muchos. Más y más ángeles sorprendidos se volvieron hacia nuestro Sumo Sacerdote. Está inmóvil, no se ha arrodillado. Una quinta parte de las glorias había adorado a Cristo como Rey. El resto se hallaba todavía asimilando la dura idea, aunque más y más iban cayendo con humildad, gradualmente, sobre sus rodillas.
La inmovilidad de Lucifer era enigmática como un pozo sin fondo. En vano escrutaban su gesto hierático, sus labios clausurados por el silencio, sus facciones pétreas como una peña que no se mueve. El Príncipe les mostraba un rostro carente de gesto alguno; era una esfinge seria que entrecerraba los ojos llenos de majestad, de dignidad, de respeto hacia sí mismo. Lentamente abrió los labios y exclamó carente de emoción alguna: “NO”.
Pronunció esta palabra de forma seria y rotunda, sin ningún enfado. Fue como el “no” de la dignidad. Lo pronunció como un monarca desde su trono. Si él hubiera tenido pulso, este no se habría acelerado lo más mínimo. Miríadas de ángeles no podían creer lo que habían escuchado. No podían haber escuchado bien. Algo había pasado, tenía que haber alguna explicación.
Lucifer, el teólogo, el sabio, volvió su rostro hacia los ángeles. “No os dais cuenta de que esto no puede ser. De que Dios no nos puede pedir un sinsentido. No
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sois vosotros los que os tenéis que violentar para aceptar lo inaceptable. Es Dios quien ha hecho algo incorrecto”.
Y nuestro gran teólogo nos habló con un discurso de una insuperable sutileza. Sus argumentos estaban dotados de la capacidad de hechizar. Pero no porque hubiera magia en ellos, no. La única magia presente era la de una formidable inteligencia.
Ante las palabras rebeldes de Satanás, la masa de oyentes había quedado estupefacta. Reinaba el silencio. Y, entonces, en medio del estupor que embargó a todo el Cielo frente a ese primer discurso de Lucifer, se escuchó una rotunda afirmación: “¡Quién como Dios!”.
Esa afirmación fue como un puñetazo en mitad de la mesa. Todos miraron a ver quién la había dicho. Había sido un ángel de una jerarquía no muy importante. Ese ángel desconocido la repitió por segunda vez con tal gallardía que sus palabras valieron por un discurso: “¡Quién como Dios!”.
Fue como un grito que despertó a todos. Su exclamación para muchos fue más convincente que todas las razones del Rebelde. Y así, él, el pequeño Miguel, se plantó justo ante Lucifer y le dijo a la cara: “¡Eres un soberbio!”. Decirle eso a Lucifer parecía impensable. Estaba ocurriendo lo increíble. Aquello era como una bofetada. La obra maestra de Dios todavía era respetada, todavía estaba en la cima de su honor, nadie se había atrevido a hacer eso. Pero Miguel era impávido y sus palabras poseían tal convicción que hirieron profundamente a Lucifer.
Para el Rebelde fue tan doloroso, que tuvo que volver sus espaldas ante Miguel y retirarse. Lucifer lloró de rabia, su orgullo no pudo resistir una escena tan ultrajante. Él era la culminación de la Creación. Él había sido dotado con grandes tesoros de virtud. Virtudes que colgaban hermosas como joyas de su cuello y ornaban con fulgor su frente. Y ahora un vulgar ángel se le enfrentaba y le humillaba delante de todos.
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Hubo exclamaciones en todo el mundo angélico. Unas de incredulidad, otras airadas. Lucifer debió llorar durante largo tiempo en su interior. Fue como si se replegase sobre sí mismo vencido por el llanto. Cuando regresó, Lucifer se había rehecho, el combate comenzaba. Algunos le miraron con admiración en cuanto volvió a aparecer: ¿no había algo de verdad en sus palabras? La admiración hacia el caudillo había surgido. Algunas voces sueltas se pusieron frente a Lucifer, no en el sentido de querer desobedecer a Dios, pero sí en cuanto que requerían más explicaciones; pues aquella petición de adoración, de momento, carecía de lógica. él siguió su razonamiento.
Lucifer canalizó esa estupefacción. Hablaba como un maestro, había seguridad en su voz, daba razones. Detrás lo que decía, se percibía que había algo de resentimiento. Pero no mostró ni un ápice de esa secreta amargura. Las razones personales profundas había que deducirlas. De hecho, ni él mismo era consciente de que reaccionaba bajo la embriaguez del orgullo herido.
Muchos de entre los ángeles siguieron doblegándose ante la imagen del Dios Encarnado. De inmediato multitudes rehusaron seguir escuchando al espíritu traidor, volvieron la espalda a Lucifer y miraron la revelación de Jesucristo reconociéndolo como futuro Rey; mientras las palabras malditas de la rebelión seguían resonando como un eco en los corazones de todos los ángeles. Un eco que hacía daño a unos, un eco que deseaban borrar otros. Pero se trataba de una reverberación que ya no desaparecía.
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Así estaban las cosas ante la profecía proferida por la boca de Dios y que vimos con imágenes. Daba la sensación de que se había caído en un cierto estatismo. Seguían arrodillándose más ángeles, pero a un ritmo mucho menor. Eran tantos millones de espíritus que, a ese ritmo, tardarían siglos en arrodillarse todos. Pero era como si el eco luciferino hubiera hecho que todos se pensasen más las cosas. Se había caído en una especie de impasse. Muchos no sabían qué hacer. No eran malos, pero estaban perplejos.
Fue entonces cuando Dios habló. Y nos dijo a todos lo que habíamos hecho bien y lo que habíamos hecho mal. Nos habló, ante todo, de eso: del Bien y del Mal. Pero también de la justicia, de la verdad, de lo noble, de lo santo; de lo correcto y lo incorrecto, de lo recto y lo desviado; de lo que es perfecto y de lo que no lo es. Nos habló de la línea que separa lo lícito y lo ilícito, de la esperanza de los gozos del cielo, de la felicidad de seguir el camino que lleva a la vida. Nos explicó cuál era la vida de los espíritus, pero también se explayó en que entendiéramos cómo era la muerte interior de los ángeles, aunque estos fueran mantenidos en el ser. Era auténticamente un Padre que hablaba a sus hijos. Atrajo a muchos indecisos. Pero, aun así, los inicuos se mantuvieron en sus posiciones. El Ser Infinito habló como un Maestro; también habló como Rey.
Daba la sensación de que iba a iniciarse una larga discusión entre los más sabios de las glorias, con todo el mundo angélico de espectador. Daba esa sensación, pero el Altísimo iba a pedir más. Aquello era una prueba, y el Santificador debía pedir más a los ángeles para forjar sus espíritus en el fuego de la fe.
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El Misterio de la Encarnación no era todo. Se nos reveló la historia de iniquidad que corrompería a los hombres. Esos seres finitos, ingratos, encima iban a rebelarse. No solo no le iban a estar eternamente agradecidos a su Creador, no solo no iban a cantar sus alabanzas con todas las fuerzas de sus almas, sino que iban a sublevarse y le iban a torturar y a… matar. Increíble. ¿Podía ser semejante absurdo? Lo menos que se podía decir de todo aquello era que resultaba descabellado. Que alguien te dé la máxima prueba de amor, y tú respondas con un odio desenfrenado. Aquellos no eran seres humanos, eran fieras. ¿De pronto el mundo de la lógica se había hundido?
¿Se suponía que teníamos que adorar a un Dios Crucificado? Contemplamos toda su Pasión. ¿Era posible dar más amor? En serio, ¿era posible que Dios hubiera hecho más por mostrar su amor a esos ingratos humanos? Vimos a la Esfera Infinita hecha hombre cómo quedaba reducida a una carne sanguinolenta, luchando por respirar, cubierta de esputos, atormentada. Una masa de carne moribunda traspasada por centenares de puntos y en la que todavía latía el pensamiento.
Nosotros, seres gloriosos, ¿debíamos arrodillarnos ante aquel cuerpo llagado, ensangrentado, cubierto de heridas, sufriente, doliente hasta el límite? El Altísimo así nos lo pedía. El Excelso nos mostraba esa imagen y nos decía: “Estoy detrás de este anonadamiento”. ¿Era cierto que la Omnipotencia, la Majestad más grande que pudiéramos imaginar, estuviera detrás de lo que se veía pendiendo en la Cruz?
Jamás podréis haceros una idea de nuestros sentimientos al ver que esa Segunda Persona que es Luz de Luz, ¡iba a ser crucificada! Ya era un exceso la Encarnación. Pero la visión de la crucifixión fue algo apabullante. Más y más ángeles se dijeron: “Tiene razón Lucifer. Dios no puede pedirnos algo contrario a la lógica”. La duda apareció.
Hay que tener en cuenta que, nosotros, los ángeles todavía no veíamos a Dios cara a cara, sólo veíamos su manifestación. Debíamos tener fe. A pesar de toda
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nuestra inteligencia, debíamos fiarnos, debíamos confiar. Solo veíamos esa Esfera Infinita. Sí, tan distinta de todos los ángeles. Habíamos nacido a la existencia por un designio suyo. Hasta allí, de acuerdo. ¿Pero y si, al final, Dios no era Dios? ¿Y si Dios únicamente era un ángel muy poderoso? ¿Y si solo era un Lucifer más grande? ¿Y si el que considerábamos el Altísimo era un espíritu finito de otra especie, cualitativamente superior, pero finito al fin y al cabo? Ese era el veneno que se segregaba en algunas mentes angélicas.
En los corazones de no pocos de entre nosotros, comenzó a insinuarse la duda de si el Padre de los Ángeles, en realidad, no fuera el Ser Infinito. ¿Podía ser eso? En realidad, ¿cómo se podía ver la omnipotencia de un ser? La duda era corrosiva. Muchos espíritus comenzaban a enredarse en sus pensamientos como gatos en un ovillo de lana. Había que escuchar a la conciencia. En el fondo, algo nos seguía advirtiendo acerca de los contornos del buen camino, en medio de aquella bruma que había invadido las inteligencias. Los contornos… los contornos se habían desdibujado en muchas inteligencias. Aferrarnos, debíamos aferrarnos al Bien. La semilla de la duda había sido sembrada en muchos, pero pocos se habían entregado a pensamientos de oscuridad.
En cualquier caso, el puñal había sido clavado en demasiadas mentes: si Dios nos pedía algo incorrecto, entonces ya no es Dios. La duda era difícil de expulsar de nuestros corazones. Las razones de Lucifer se clavaron como puñales en nuestras mentes. Otros razonaban que Dios era Dios, pero que tal vez cabían errores en Él.
Más ángeles salieron en defensa de la obediencia a Dios: “Debemos tener fe en Él. Él nos ha creado”. Pero el discurso luciferino era duro como el hierro, afilado como un filo cortante. Conforme sus razonamientos avanzaban, algunos se dieron cuenta de lo venenosas que eran sus palabras y protestaron con toda la energía de su propia dignidad: “¡No podemos seguir por ese camino!”.
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Otros comenzaron a hacer coro con Lucifer. ¿Por qué ser humildes? ¿Por qué hay que ser obedientes? ¿Por qué someternos? ¿Por qué no podemos ser libres? El gran Lucifer no quiere hacer daño a nadie, repetían; no quiere hacer de menos a nadie; solo quiere la libertad, el imperio de la razón. Había comenzado la guerra.
Pero las razones se hicieron cada vez más hirientes, cada vez más personales. Se destilaron ponzoñas cada vez más tóxicas. Se faltó el respeto a Dios. Nuestro Creador ya no era más que un opresor. Si, hasta entonces, entre las jerarquías había habido conmoción, ahora comenzó a darse una verdadera lucha. Aquello ya no era un mero coloquio entre seres inteligentes. Lo que antes eran meras palabras entre seres que buscaban la verdad, ahora esas palabras se habían tornado cada vez más afiladas, corrosivas y perforadoras Las palabras ya no eran simplemente portadoras de verdad, sino instrumentos cargados deliberadamente de agresividad. Había comenzado un verdadero combate. Un combate por la conquista de los muchos espíritus indecisos.
El número de los que se arrodillaban continuaba creciendo. Pero también se configuraba, cada vez con más solidez, el número de los que no veían claro y se ponían, con o sin convicción, bajo la sombra de Lucifer. Los que hacía eso sin convicción, lo hacían con el deseo de no ser arrastrados de momento hacia posturas definitivas. Los luciferinos hablaban entre ellos, mejoraban sus razones. Los indecisos trataban de averiguar la verdad, pero, al mismo tiempo, reconocían lo embriagante que resultaba la idea de la completa independencia, de ser ellos los artífices de un nuevo orden de cosas. El futuro era de ellos, de los espíritus libres, afirmaban algunos indecisos señalando al bando de la rebelión antes de unirse a sus filas.
¿Por qué tener que someterse a un Dios que imponía normas contrarias a la dignidad de los ángeles? Bajo el Señor había mandamientos, había prohibiciones. Dios enseñaba un camino de renuncia, de sacrificio, de ascetismo intelectual. La satisfacción que sintieron algunas glorias al ser seguidas por las multitudes de
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ángeles, tenía un sabor especial que nunca antes habían probado. También un ángel podía romper las reglas. Aquello era embriagante. Sí, ¿por qué no ser autónomos? “Libertad” fue la palabra más repetida.
Teníamos cadenas y no nos habíamos dado cuenta. Sobre los hombros de nuestros espíritus, soportábamos un yugo invisible. No nos apercibíamos de ello, porque siempre estuvo ese yugo sobre nosotros. Nacimos con él. Nos habían dicho que era bueno, que eso era el bien. Pero ahora nos hemos liberado de él. Y ahora que hemos probado el sabor de la libertad, ya no queremos volver atrás.
Lucifer y sus seguidores se alejaron de ese Mar de Luz. Un poco más lejos de esa atracción espiritual de la Esfera estaba su propio destino, un destino más feliz. Cada ángel podría ser uno mismo. Decidir por propia cuenta. Los rebeldes repetían que Dios lo que no quería era que se convirtieran en pequeños dioses. Quería reservarse para sí el carácter divino. ¿Por qué no podían tratarse de igual a igual? Lentamente se fueron distanciando de la Esfera, cuyo peso se les hacía cada vez más insoportable.
El bando de los obedientes a Dios luchaba con denuedo. Aquellos en los que reinaba la fidelidad, no solo ofrecían razones para permanecer en la obediencia filial, sino que algunos ofrecían también sacrificios espirituales. Otros se dedicaban más a la oración para que la verdad tornara a prevalecer. Otros investigaban la Teología, la Filosofía, la Lógica, para poder oponer argumentos nuevos y mejores. Fue una lucha con armas intelectuales y con las espirituales de la oración y el sacrificio; no había otro tipo de armas, carecían de cuerpos.
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El número de los que no se arrodillaron, en un primer momento, llegó a ser un tercio de todos los ángeles. Pero después, gracias a la lucha, al denodado esfuerzo de algunos, se fueron humillando ante Dios reduciéndose el número de los rebeldes. Por eso Lucifer se alzó con un furor inaudito, decidido a usar todo el poder de su persuasión. Movilizó a todos los que le apoyaban y comenzó a organizar una ofensiva en toda regla: no quería quedarse solo. Aquello ya no era simplemente pertinacia y soberbia; su tono se volvió agrio. La acritud se fue avinagrando de un modo cada vez más intenso.
Y no era Lucifer el más radical. Por ser el más grande espíritu no por eso era el más extremista. Le rodeaban grupúsculos de seres sin importancia que quisieron hacerse un nombre. El Rebelde no solo no les detuvo, sino que les apacentó. Pero a la vez, durante un tiempo, Lucifer quiso aparecer como el término medio entre dos extremos: el de la sumisión absoluta y el de la rebelión más furiosa. La propia visión que ofreció de sí mismo no engañó a la mayoría, pero sí a grandes multitudes. Cada engaño de Lucifer siempre arañaba a un cierto número de seguidores entre las filas de los que dudaban. Como eran tantos, cada pequeño porcentaje significaba millones de glorias que, cuando menos, se aproximaban a sus posiciones.
La rebelión de Lucifer había sido una insubordinación fría, cerebral y, al menos externamente, carente de emociones. Pero, imperceptiblemente, se fue deslizando por la colina de su ego. Él mismo notó que se fue llenando de odio. Sus razones, al final, cada vez iban más cargadas de blasfemia. Un nuevo fuego fue prendiendo en él y entre los caídos. Con la amargura de ver que cada vez más le abandonaban. Los que le dejaban no es que le hubieran seguido, pero habían sido atrapados en las redes de la duda. Habían caído en un terreno intermedio entre el Diablo y el Hacedor. Pero un
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número creciente de entre nosotros contemplábamos horrorizados la metamorfosis de Lucifer.
Muchos ángeles extendieron su brazo y le señalaron gritando con voz dura como el mármol:
–Tú, Lucifer, eras un príncipe glorioso y ahora te has convertido en Baal Zebuv.
Y así surgió el nombre de Belcebú, Señor de las moscas. Otros le gritaron:
–¡Satanás!
Las altas jerarquías exclamaron a coro:
–¡Eres el Diablo!
Para otros era Luzbel. Hubo quien le llamó Leviatán. Unos pocos, en sus temerosos bisbiseos, comenzaron a referirse a él como el Behemoth. Así recibió muchos nombres. Nombres que han permanecido hasta hoy. Apelativos que recuerdan los convulsos días de la rebelión. Entre nosotros, algunos de los nombres admirativos que se le dieron continúan siendo usados, aunque con la evidente intención de ser una ironía, casi una parodia. Una cosa quedaba patente, el que antes había sido Lucifer, ahora se había convertido en Satán. Se había producido un cambio de nombre porque realmente era ya otro.
Luzbel miró a lo lejos, como un príncipe que mira desde su trono con la glacial mirada del que mantiene la sangre fría ante cualquier evento por catastrófico que sea. Los rebeldes fueron reducidos a una quinta parte de los ángeles.
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Después el Señor añadió:
–Pero no os lo he revelado todo, para evitar que fueran más los que desobedecieran en ese primer y segundo momento. Pero es necesario que sepáis una cosa más. Algo que os voy a manifestar, para consumaros en la esperanza de mis promesas, para forjaros más profundamente en la fe, para que vuestro amor sea perfecto.
El silencio en el cielo era total. ¿Qué diría el Omnisciente ahora?
Y la Esfera habló y dijo:
–Dios hecho hombre nacerá de una mujer. A esa mujer la ornaré con gracia sobre toda gracia. Sus virtudes y amor, su heroísmo en mi servicio serán tales que a ella la elevaré como Reina de los Ángeles. Ella será vuestra Reina. ¡La Reina de los Ángeles!
Si las glorias fieles habían admirado el plan de amor que suponía la Encarnación, quedaron todavía más embelesados ante la santidad que les mostró en María. Antes de la rebelión, Lucifer había sido bueno, incluso había habido una incipiente santidad en él. Lucifer había sido grandioso por su naturaleza; esa mujer lo iba a ser en lo sobrenatural. De ella iba a nacer la Segunda Persona de la Santísima Trinidad cuando se encarnase. Ella sería la Puerta.
¡La Puerta!, exclamaron todos. El plan era de tal naturaleza que jamás podría haberlo pensado nadie entre las Jerarquías. Qué inteligencia en estas disposiciones. Qué santidad la de Dios, que llegaba a estos extremos de sabiduría en sus designios. Qué humildad y sencillez la del Omnipotente, que ponía en la cumbre de todo lo
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creado a una mujer humilde. Coronaba su obra magnífica con la gema de la humildad. Muchos ángeles, sin dudar, se postraron ante los designios de Dios; y, acto seguido, veneraron a la Virgen María, Madre de Dios y Reina de los Ángeles. La veneraron ya entonces, antes de que naciera. No había nacido ni un solo hombre todavía, no había ni un átomo todavía en el universo, y ellos ya se postraron ante ella: ¡la Madre de la Palabra hecha carne!
Pero otras glorias protestaron:
–Ya lo que nos faltaba. Si Dios nos pidió antes un despropósito, ahora colma la medida. ¿Qué será lo siguiente que nos exigirá? Hoy nos pide esto. Mañana puede pedir que adoremos a una vaca. Pasado mañana puede exigirnos que veneremos como reina nuestra a una abeja o a un matorral. Esto no puede seguir así.
Y los rebeldes se reunieron en una gran asamblea. De allí salió la decisión definitiva de separarse. Encontraron culpable a Dios. Algunos, incluso, dudaban que el Señor hubiera sido el Creador. Hasta entonces habían dado por supuesto que Él había sido el Creador. ¿Pero y si Dios mismo había aparecido de la nada como ellos lo habían hecho? ¿Y si se había arrogado ese título? Unos llegaron a barajar la posibilidad de que la existencia de las glorias fuera eterna, aunque ellos mismos no fueran conscientes, quizá porque existían ciclos con fases en las que perdían la memoria de lo precedente. Otros se preguntaban: “¿Aparecemos de la nada por causas que incluso nosotros desconocemos?”. Desde luego, en cualquier caso, el hecho de que Dios hubiera sido el Creador no le daba carta blanca para todo.
Aquella asamblea de insumisos tuvo el carácter de juicio: ¡Juzguemos a Dios! Sus posturas se dividieron entre los que con serias y graves razones defendieron que Dios nunca había sido Dios, y los que postulaban no la negación de la existencia de Dios, sino que Dios ya no era Dios. El Perfecto había existido, pero era evidente que ya no, afirmaban otra tendencia. Por qué el Infalible dejó de serlo constituirá objeto
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de nuestro estudio durante, quizás, milenios. Puede que ese sea el gran misterio del universo angélico.
La decisión era definitiva, exclamaron. Se aprestaron para la guerra. Es decir, intentarían convencer a más glorias para que se unieran a la sedición. Y lo lograron. Hubo muchos espíritus que cayeron en las trampas del intelecto. Hubo tronos y principados que no fueron fieles. La desarmonía se extendió por todas las jerarquías. El poder del error no podía ser subestimado. Aun así, también fueron numerosas las bajas entre los rebeldes. No pocos ángeles pidieron perdón, se arrepintieron de corazón.
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Entre las glorias fieles a Dios, en medio de todas esas luchas, uno hubo que se destacó. No se trataba de un ángel superior, pero su amor sí que lo era. Él fue quien mantuvo más viva la llama de la fidelidad en los peores momentos de la batalla, cuando todo se vio más negro, cuando pareció que la mitad de los ángeles iba a rebelarse. Y pudo transmitir esa llama. Se destacó en el bien, y su fe alumbró a muchos. Él fue quien, en el momento más oscuro, en la hora más terrible en que las multitudes comenzaron a dudar, había gritado en medio del inicial silencio de todos: “¡Quién como Dios!”.
Y así quedó su nombre: Mica-El, Miguel. El luchador infatigable e invencible. Miguel se seguía destacando como guerrero. El resplandor de su vehemente amor iluminó a muchos confundidos. Su amor arrebatador derribó a no pocos de los que luchaban a favor del error. Incluso los que combatían con Lucifer reconocían que ningún dardo envenenado con sus razones podía penetrar la coraza de su fe inquebrantable. En medio de la duda, él fue imbatible.
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Se le representa con coraza, pero no portaba ninguna coraza material. Su espíritu mismo era el que estaba acorazado. Estaba rodeado de una fortaleza espiritual impenetrable a las seducciones que le lanzaban los inicuos. Su única arma era la espada de la verdad, de la verdad sobre Dios. Miguel conocía mejor a Dios que los inteligentes, porque él amaba más. Por eso los que salieron a su encuentro tuvieron que retroceder.
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Muy triste fue el legado de oscuridad que los soberbios trajeron. Si antes nos sentíamos protegidos, ahora la vacilación había sido sembrada. La duda, una vez disuelta y circulando en nuestras mentes, no era como un objeto que se puede extraer aplicando una cierta violencia sangrienta, como el médico que con unas pinzas extrae un trozo de metal incrustado en un órgano. Sacar ese tóxico de dentro de nosotros requeriría sudar la ponzoña a través de un penoso proceso. Veneno inmaterial afincado en espíritus inmateriales. Algunos de nosotros se habían convertido en escorpiones y habían inoculado su conocimiento tóxico en la luz de nuestro entendimiento. Había voluntades enfermas. Unas solo estaban confundidas, desorientadas, pero otras... estaban enfermas.
Para tener paz, necesitamos de la fe, de todas las fuerzas de nuestra voluntad. Si antes nos sentíamos como polluelos bajo las alas de una gallina, ahora planeaba la sospecha de que las cosas no fueran como habíamos pensado. Quizá habíamos sido muy cándidos. La confianza en nuestro Padre Celestial... ¿Qué era lo cierto? ¿Qué era lo falso? Estábamos necesitados de la fe. Sin ella, nos hubiera devorado el abismo de oscuridad que rodeaba el mundo angélico. Nada hubiera tenido sentido, todo hubiera sido una gran mentira.
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¿Pero y si, en el fondo, hubiéramos estado creyendo cuentos, fábulas? Claro que si la confianza en Él estaba desprovista de fundamento, entonces, en realidad, no hubiéramos sabido ni de dónde veníamos ni adónde íbamos. Habíamos despertado al ser repentinamente. De pronto, simplemente, habíamos comenzado a existir.
Después estaban las incontables versiones mitigadas del mensaje de los rebeldes. Versiones no tan radicales, versiones con grandes dosis de verdad. Hubo glorias que abogaban por el realismo frente a la ingenuidad con que habíamos tomado por cierta la versión original.
Los ángeles fieles comprendimos que existía un concepto al que debíamos aferrarnos con todas nuestras fuerzas: ortodoxia. Pero resistir no era tan sencillo como os puede parecer a vosotros, tan poco dados a las cuestiones intelectuales. Vosotros os sentís arrastrados por los objetos materiales de vuestro mundo. Nuestro mundo era muy distinto. Nuestra lujuria no era corporal. Pero nuestra lujuria de conocimiento podía ser tan ardiente como la vuestra. No era fácil resistir, lo repito. Porque, además, no era solo la rebelión de Lucifer, eran los miles de arroyos de conocimiento torcido que comenzaron a recorrer las mentes del mundo angélico.
Os recuerdo que no veíamos el rostro de Dios. Si hubiéramos visto su esencia, hubiera sido imposible no ver la verdad de las cosas en todo su esplendor. Pero el Forjador de los espíritus permitió la zozobra. Muy duro debía ser el acero –el acero de nuestros espíritus–, un acero que iba a permanecer toda la eternidad, para que el horno tuviera que ser elevado a tales temperaturas. Los golpes que nos batían parecían inmisericordes. Lo último que pensábamos era que todo aquello siguiera un designio. Por el contrario, parecía el triunfo del Caos. El Santificador sabía lo que hacía, sabía lo que permitía, accedió a todo aquello para que pudiéramos ser heroicos en la esperanza.
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Pero aquello era muy duro. El combate no se reducía a una mera cuestión intelectual. Hacía mucho que los argumentos venían acompañados de cada vez más tristes elementos morales.
Cuánto sufrimiento provocaron los sembradores de la mentira. Se deleitaban los inicuos en hacernos sufrir. En volcar sobre nosotros toda su baba. Ya no eran solo razones, eran risas burlonas, su mofa, el escarnio de millones de espíritus rebeldes.
Nos insultaron. Pasamos por inocentes crédulos a los que había que despertar. Y nos querían despertar a golpes. No a golpes físicos, no les era posible. Pero sí con golpes en nuestros espíritus; cuánto daño, cuántas heridas provocaron. Nos hicieron creer que éramos cándidos crédulos. Ellos eran los adultos. Ellos habían probado el licor de la libertad.
Poseían el doble conocimiento del Bien y del Mal. Nosotros custodiábamos la ortodoxia con toda la fuerza de nuestros brazos. Aferrábamos con nuestros dedos (no teníamos dedos) ese tesoro, para que nadie nos lo robara. Pero ellos se ufanaban, ante nosotros, del doble conocimiento. Muchas veces nos entraba la duda de si no estaríamos en inferioridad de condiciones. Nosotros únicamente conocíamos a la Vida que nos había otorgado la vida. ¿Podríamos resistir nosotros, los conocedores del Bien, frente a la fuerza indómita de la que parecían estar dotados los conocedores del Bien y del Mal?
El doble conocimiento parecía tener un sabor deleitoso. Era tentador. Aunque visto desde nuestro bando, parecía que ese sabor les volvía como locos. El pecado llamaba al pecado. Se estaba formando un abismo de iniquidad. Aunque, entre ellos, no todos eran exaltados. Lo que hacía más creíble su movimiento de independencia era cuántos individuos razonables les apoyaron.
Esta guerra fue larga, como fue larga la historia que hubo antes de la guerra. El capítulo 12 del Apocalipsis resume todas nuestras crónicas en cuatro líneas. Lo que
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conocéis de esta protohistoria antes de vuestra historia, es como si resumiésemos el tiempo que va desde Abraham a Jesucristo en un par de párrafos. Pero nuestro destino eterno no se decidió en un momento: fue una verdadera guerra con muchos capítulos. Historia larga según nuestros parámetros. Tampoco os haréis mucha idea de cuánto tiempo duró en una era en la que no existía el tiempo material. Cada espíritu tenía su propio tiempo interno. Ningún reloj hubiera marcado ni un solo minuto. A veces, un trecho del tiempo se nos hacía extremadamente largo e inacabable. Otras veces el paso del tiempo se nos hacía tan breve. ¿Cuánto tiempo duró esta guerra? Sin duda, para unos espíritus fue más larga que para otros. Cada uno la vivió con su propia duración interna y subjetiva.
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Durante esa guerra, imperceptiblemente, sin percatarse de ello, algunos de las antiguas glorias se fueron transformando de seres bellísimos llenos de luz; otros, en monstruos repletos de resentimiento. El odio, el veneno que salía de sus bocas, la oscuridad de sus pensamientos, su soberbia, su deseo de hacer el mal, fue transformando a esos espíritus en seres deformes, feroces, horribles. Al final, daba miedo verlos.
No tienen cuerpo, pero si vierais sus espíritus comprenderíais que hacéis bien en representarlos con garras, colmillos, colas, pezuñas y todos los atributos de los animales malignos de la tierra. También fue impactante la transmutación en Lucifer. Esos ojos clarísimos habían comenzado por destilar soberbia; después, agresividad. Esos fueron los primeros cambios. Pero, poco a poco, en su boca fue como si crecieran dientes afilados y colmillos sedientos de sangre. Luzbel hubiera querido tener mil garras para arañarnos, agarrarnos y despedazarnos. Hubiera deseado aplastarnos con pesadas patas de monstruo antediluviano. El Behemoth hubiera
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deseado triturarnos bajo el peso de su odio. Eso es lo que queréis transmitir cuando lo representáis con pobres iluminaciones en pergaminos o lo pintáis sobre un fresco en vuestras iglesias. No tiene cuerpo, pero vuestros sencillos colores y líneas con que plasmáis lo que conocéis por la fe solo son un atisbo de esa terrible realidad. Dibujáis lo que no habéis visto, pero lo hacéis por una fe transmitida, transmitida de lo alto, que os viene de los Cielos. Y no os equivocáis. Esa fuerza de maldad existe. Esos poderes de las tinieblas pululan en vuestro mundo.
Dibujáis una Tradición que se os comunicó a vosotros, los hombres, acerca del principio. Una tradición que mantuvisteis de generación en generación, pero que provenía de una era anterior al Tiempo. Las tribus congregadas alrededor del fuego escuchaban esta historia resumida, sintetizada en sus líneas más esenciales. Fuera del pueblo hebreo esa tradición, cada siglo, aparecía algo más deformada. Pero, a pesar de todo, durante muchas generaciones mantenida sustancialmente íntegra. Desconocíais hasta qué punto era una historia antigua estos hechos que se contaron en torno a vuestras hogueras, que repetían vuestros bardos, vuestros patriarcas, vuestros recitadores de crónicas. Aun así, a pesar de la deformación, de los aditamentos, quedaron ecos de esa guerra primigenia entre vosotros los humanos.
Podéis imaginaros a un Jacob contando esta historia a sus doce hijos a la entrada de su tienda bajo una noche estrellada. Y, a pesar de las generaciones transcurridas desde que Dios reveló esta protohistoria a los primeros padres, Jacob no desconocía que Satán era la malignidad más grande que había existido… y que seguía existiendo. No conocíais la historia de esta guerra en sus detalles, ni hacía falta. Pero, creedme, el Mal en Luzbel se había vuelto ardiente. Vosotros, los humanos, nunca conocisteis en detalle la tragedia de esa otra creación. Cuánto mal hubo en Luzbel.
El Santificador Divino, durante todo este proceso, le había hablado en su corazón, suplicándole que diera marcha atrás. Sí, las tres Personas de la Santísima Trinidad le habían suplicado. Le suplicaron no por debilidad, sino precisamente
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porque conocían cuán duro e impenetrable sería el muro de su Justicia si Lucifer quedaba atrapado tras él. Por eso el Creador le habló como un padre habla a su hijo. Por eso le habló con una humildad tal como solo el Rey de Reyes puede tener. Ante todo, había que evitar que Satanás quedara atrapado detrás de la muralla de una decisión irrevocable.
Pero el Diablo rechazaba gracia tras gracia que tantos ángeles ganaban con sus oraciones y sacrificios. Cuántas muchedumbres de ángeles trabajaban para lograr la conversión de ese Belcebú, millones oraban por él. Si la rebelión quedaba descabezada, perdería gran parte de su fuerza. Un Lucifer que se golpease el pecho, que se postrase diciendo contrito: “He pecado”, sería un formidable golpe que conmovería los fundamentos de la insurrección.
Pero eran despreciados los deseos de arrepentimiento que surgían en el corazón del que antes había sido el sumo sacerdote. Las invitaciones a cambiar que le llegaban de lo alto fueron cada vez más escasas. El Creador no era escuchado para nada en el corazón de Luzbel. Y Dios sabe cuándo hay que callar y dejar un tiempo de silencio.
En medio de ese silencio de su conciencia, cuál no fue la sorpresa de Satán cuando le llegó un enviado de Dios. Desde el Trono Divino había sido mandado un arcángel llamado Gabriel. Más que nada por curiosidad, escuchó a este emisario. Gabriel, entre otras cosas, le habló muy serio, con serena firmeza, como un mensajero que trae un mensaje del monarca a un noble rebelde en su castillo. En este caso, el castillo era su propia pertinacia; un castillo con muchos fosos, con muchas cerraduras. El arcángel, entre otras cosas, le dijo:
–No estamos hablando de una cierta justicia, sino de la Justicia Eterna. Mira, no confundas la paciencia de Dios con debilidad. Él te concede tiempo; pero no abuses, porque su fallo no admite recurso. Su sentencia será inamovible.
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–¿Me amenaza?
–Hasta ahora, sobre todo, te ha hablado con amor, después con severidad. Ahora... ya solo queda advertirte de que te vas a enfrentar a un castigo eterno.
Belcebú, sentado en su trono, miró con curiosidad a ese humilde enviado. Arcángel, sí, pero de un rango sin importancia. Le examinó con sus ojos fríos. Venía ornado con las gemas de muchas virtudes, sus vestiduras eran muy hermosas. Gabriel continuó:
–Él es Dios, y…
Satán alzó la mano para interrumpirle. Un gesto en silencio, pero firme.
–También yo soy un dios.
Gabriel le miró compasivamente. Habían hablado un rato. No tenía sentido proseguir con aquello. Y tras un instante de reflexión, suspiró y concluyó:
–Muy bien, veremos todos, entonces, qué prevalece: si la fuerza del que se cree un dios o la del Dios Todopoderoso.
Dicho esto, Gabriel se retiró sin esperar respuesta.
El envío de aquel emisario no había servido para nada. El Maligno había acorazado su corazón, había echado siete cerrojos en cada puerta de su voluntad. Había cubierto de hierro cualquier abertura hacia su conciencia. Satán, el Diabólico, había asesinado a su conciencia dentro de sí. Detrás de esas puertas cubiertas de hierro, cerradas a cal y canto, yacía el cadáver de su conciencia descomponiéndose. En su corazón portaba un fétido cadáver, y él respiraba muerte. La putrefacción de la muerte avanzaba en él cada vez más. Luzbel no podía dejar de existir, no podía morir en ese sentido. Pero él deseaba la muerte de los ángeles que le torturaban con sus razones, con sus recriminaciones. Esos ángeles le angustiaban con la amenaza de la ira divina. Y si algo le llenaba de rabia era que vinieran una y otra vez con el
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recuerdo de su santidad primera. El recuerdo de aquella santidad que llegó a alcanzar tras la Creación le punzaba el alma como algo afilado, como un filo incrustado en su interior, en su recuerdo. Un recuerdo que no podía borrar.
Sí, él había sido santo y ahora se revolvía en el lodazal de su inmundicia. Lo reconocía, pero había sido necesario revolcarse en esos lodos infectos. Para resistir el poder de atracción que la Esfera desplegaba, Belcebú había tenido que ejercer una fuerza equivalente, pero en sentido contrario.
Las invitaciones de Dios (que internamente sentía Lucifer) solo habían podido ser contrarrestadas alimentando conscientemente la fuerza de la aversión. De lo contrario, hubiera regresado arrodillándose, pidiendo perdón. Posteriormente, la fuerza del amor de Dios (que cada vez resonaba con más insistencia) solo había podido ser contrapesada por una fuerza de odio a la altura de la primera. Lo mismo había sucedido con sus secuaces. Todo lo puro que sentían en sus corazones, las gracias inmaculadas que procedían directamente de lo alto habían tenido que ser anuladas por una fuerza igual de fuerte, pero de signo opuesto. Ellos, los peores, los más inicuos, uno a uno, siguiendo cada uno su propia historia personal, habían tenido que obrar como su caudillo para poder resistir. Cada uno de los peores era un Satanás en pequeño.
Ahora había recibido un aviso formal de parte de Dios. Ya no era su conciencia, era un mensajero que le notificaba la condenación eterna si seguía por ese camino. Al comenzar a escucharle, había sentido que temblaba. La eternidad... Dios le avisaba. Por un momento, tuvo miedo. Después, recobró el ánimo, se hizo fuerte. Dios le notificaba eso. Pues Lucifer le notificaba a Dios que el poder de la Divinidad de Dios acababa donde comenzaba su propia divinidad de príncipe libre.
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Los lodos, los pantanos pútridos… todo eso había resultado necesario. Si hay un culpable es Dios, se repetían ellos en sus conciencias. Los pertenecientes al partido antagónico a los dictados de Dios argüían: “Imaginemos que todos los ángeles nos siguieran, ¿podría Dios condenar a todos sus hijos? ¿A todos y cada uno de ellos? Conjeturemos un Cielo en el que Dios se hubiera quedado solo. ¿Sería posible que rechazase a todos? ¿Sería posible un Dios que volviera a quedarse solo tras haber creado? ¿Cómo puede resistirse a que la mayoría nos hayamos inclinado por la libertad? Nosotros estaremos juntos. Él se quedará solo. Con toda su santidad, se quedará toda la eternidad solo, encerrado en su torre de marfil”.
Y así, los heterodoxos defendían que la futura faz del cielo, en el fondo, dependería de hasta qué punto la sedición fuera más o menos seguida. Les agradaba la idea de un Dios que, al final, tuviera que negociar, que ceder. “El amor le obliga a ello”, repetían algunos soberbios con aire de superioridad. De superioridad, porque estaban convencidos de que el amor suponía debilidad. Entre risas, se imaginaban exorcizando a Dios, repitiendo: “¡El amor te obliga, el amor te obliga!”. Meneando la cabeza, se decían: “Lo más triste es saber que, al final, tendrá que ceder y admitirnos. Está obligado por su misericordia”.
Otros consideraban que para el éxito de la rebelión era esencial el número de glorias que reclamasen su libertad e independencia. “Dios no se quedará solo con una minoría. Cederá si llegamos a cierto número”. Uno de los lugartenientes de Belcebú: “No bastan los discursos si se quiere vencer. Hay que imponer disciplina. Hay que ofrecer una sensación de fuerza, no de debilidad”. Y, ciertamente, se tomaron decisiones que imponían más orden en las filas de la oscuridad. Lo que hicieron los millones de rebeldes resulta difícil de explicar para los humanos que no conocen el
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mundo de los espíritus. Pero lo que vieron nuestros ojos es algo parecido a lo que pasó con el III Reich.
Había nacido un nuevo orden en los cielos. Inéditas jerarquías surgieron. Los niveles no se basaban ya solo en la inteligencia y otras cualidades positivas, sino que la adhesión a ese nuevo orden pasaba a ser considerado un elemento a tener en cuenta. Espíritus manchados fueron elevados por encima de otros muchos. Surgía así una jerarquía de la iniquidad. Hubo decisiones y reestructuraciones en sus filas hasta que ese nuevo conjunto se consolidó.
Hubo una reafirmación de esa sociedad de glorias rebeldes con actos que se pueden comparar lejanamente a los grandiosos desfiles de la Alemania nazi, a sus leyes, a la ostentación de los nuevos rangos. La sociedad de los sediciosos desplegó magníficas demostraciones de fuerza que enardecieron a los ángeles caídos. Embriaguez satánica es como se puede definir lo que sintieron tantos individuos inteligentes. Es sorprendente lo que puede lograr el poder de millones de sujetos lanzándose decididamente en una dirección. Se impuso una disciplina.
Los ángeles, además de conocimiento, tenían poder. Los poderosos se impusieron sobre los débiles. Se implantó una tiranía. Sus lazos eran no materiales, pero sí muy reales. Cadenas del espíritu, pero cadenas. Así unos pocos podían dominar a muchos, que se dejaban dominar con mayor o menor aquiescencia. Los más fieles de los demonios juraron por lo más sagrado seguir al Gran Guía Diabólico. El cual ya no mostraba una hermosa faz, sino el rostro del traidor, el rostro del asesino. Cuánto hubiera deseado asesinar a su Padre. Esa figura paternal que obstaculizaba su camino con sus llamamientos al Bien. Satán se había deformado tanto que parecía, más bien, un dragón. El ejército de las tinieblas se fue tornando poderoso, firme y obediente. Porque hubo que exigir una obediencia sin fisuras para lograr que la desobediencia triunfara. Cuántos millones de mentes angélicas se habían
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extraviado totalmente y cuántas estaban todavía libres pero emponzoñadas. La duda acerca del Altísimo: ¿Dios era Dios?
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Además, los ángeles más malignos se organizaron para atacar en grupo el orden pacífico de los ángeles. Imaginaos el orden de un sistema solar con sus planetas y satélites. Las hordas de los demonios podían irrumpir con salvajismo en medio de esa armonía. Extendiendo sus aullidos, su caos, el miedo. Leviatán se sintió fuerte, era el momento de su máximo poder. A los ojos de miles de millones de ángeles, él era un dios. El nuevo dios, el dios de la fuerza, el dios de la razón frente a una Divinidad silenciosa que imponía una doctrina de amor infantil. Para muchos, la humildad y la virtud del Padre Celestial parecían categorías desfasadas ante lo nuevo. Luzbel había propuesto una alternativa, un nuevo reino, un orden nuevo, toda una novedosa doctrina creada por las prodigiosas mentes que le habían seguido por el camino de sus razonamientos. Satán había propuesto un nuevo reino, ahora lo imponía. Había acabado el tiempo de razonamientos, había que forjar un reino.
Incluso se puso en duda la Trinidad de Dios. ¿Acaso hemos visto esa Trinidad? ¿No será esta otra la más grande impostura de ese Ser Originario, que dice ser el originario? ¿Cómo es posible que la Unidad Suprema sea Tres Personas? ¿No es esta una historia más, que debíamos creer a pies juntillas? Muchas antiguas glorias, confiadas en su propia ciencia, se habían convertido en seres sarcásticos que, ya sin ningún pudor, cuestionaban todo.
Duda, sarcasmo, mordacidad… en el ápice de su poder, en lo más oscuro de la noche, con su cola el Dragón arrastró a la tercera parte de los ángeles. Una tercera parte de las estrellas cayeron. El resto, con todas sus fuerzas, resistió el poder de la
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duda. De entre estos, bastantes tuvieron que emplear toda la energía de su voluntad para no dejarse subyugar. Esa espiral de odio que se había generado arrastraba a masas angélicas. No, los buenos, los fieles, no debían replicar con el mismo lenguaje. Devolver mal contra mal era un modo de empezar a convertirse en algo parecido a él. Algunos, en la defensa del Bien, se habían dejado llevar por las pasiones desatadas. Por eso, también algunos defensores de la Verdad mancharon sus espíritus inmaculados.
Como ahora comprobaban millones de espíritus, el pecado era mucho más pegajoso de lo que se habían temido; se ramificaba, se extendía como un virus y anidaba en los corazones de aquellos que menos lo hubieran imaginado. La duda y la desazón eran generales. Las verdades más firmes parecían derrumbarse. ¿Y si en Dios hubiese anidado también alguna semilla de mal? Si tantas grandes glorias se habían manchado, ¿cabía alguna mácula en la Fuente Original? ¿Por qué los demás podían mancharse y Él no?
Nadie le negaba su carácter de Fuente, de Origen, de Principio. ¿Pero debía ese hecho indudable estar unido a la imposibilidad de que estuviese manchado con alguna mácula? “Todo debe ser revisado”, sentenciaron muchos. “Todo lo que hemos aceptado sin más debe ser examinado atentamente bajo la luz de la inteligencia”. Había grupos de glorias dubitantes que lo único que le echaban en cara a Dios era que quizá fuera débil. Es santo, sí, pero nos parece, tenemos la sensación de que es débil.
¡Tan grandes ángeles caídos! La sensación de derrota se enseñoreó de aquel mundo en esa hora desgraciada. El Leviatán era la viva imagen de la fortaleza. Era el momento más sombrío. Y en medio de ese triunfo de la sinrazón: el silencio de Dios. Era la más profunda medianoche en el Jardín del Bien y del Mal.
Dos terceras partes de los ángeles se mantenían fieles. Algunos de ellos luchando con todas sus fuerzas contra las tensiones internas que, a duras penas, podían contener en su seno. Pero se preservaron impolutos gracias a un esfuerzo
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supremo. En medio de esa desazón, en medio de esa noche más tenebrosa que nunca, todos los buenos se volvían hacia la Luz Divina, hacia ese impresionante resplandor que se ocultaba tras las nubes. Sus rayos de luz eran bellísimos, pero silenciosos. ¿Se quedaría inmóvil hasta que todo fuera destruido? Llevaba ya mucho tiempo sin decir nada.
Había silencio en esa Luz, pero Él observaba todo.
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Se escucharon muchas oraciones dirigidas hacia el altísimo trono de Dios para que actuase. “Haz algo, Señor, le suplicaban. Haz algo. No permitas que el mal siga avanzando”. Los perversos alzaban el rostro y el puño y proferían blasfemias espantosas que erizaban la piel. Sacrilegios que horrorizaban los oídos de los cándidos espíritus. Las glorias puras se tapaban los oídos para no escuchar: ¡no querían escuchar! Pero todo estaba lleno de esos aullidos de bestias feroces.
Era el momento más amargo. Había ángeles caídos por todas partes. ¿Derribados en tierra? No, caídos en el error. Bien es cierto que de esa tercera parte de caídos solo una pequeñísima fracción había descendido al odio. Solo una pequeña cantidad de espíritus caídos se habían malignizado hasta convertirse en demonios. Entre ellos, un cierto número se habían tornado, poco a poco, en espeluznantes monstruos. De las bocas de ese número de malditos se destilaban ideas, concepciones, corrompidas. Lo que se mostraba en sus fauces era lo que había fermentado en sus corazones. Se trataba de ángeles oscurecidos de rostros envenenados, sus rostros mostraban que eran presa de un loco furor.
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Al menos, los demonios eran pocos. El resto de los caídos simplemente se hallaban en las tinieblas del engaño, dudaban, habían prestado oídos a la nueva doctrina. Algunos equivocados podían seguir siendo más o menos buenos –buenos y débiles–, pero no se daban cuenta de que dentro de ellos estaba el gusano que corroe, el gusano que va por dentro realizando su labor. Por eso era urgente hacerles entender; de lo contrario, si dejaban que la oscuridad echara raíces, acabarían engendrando rabia y se endemoniarían.
Pero no era fácil limpiar un espíritu. Entre ellos disponían de la palabra como arma, como semilla, como caricia. También la oración y el sacrificio, las buenas obras, la alabanza a Dios. Sí, ciertamente, el Bien también contaba con sus armas. Pero en la confrontación entre el Bien y el Mal siempre se tiene la sensación de que el lado del Bien es débil, de que se halla en inferioridad de condiciones. El Mal siempre parece más fuerte, siempre parece que se mueve con más libertad. Y, sobre todo, era difícil superar el silencio de Dios. Siempre ese silencio.
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Muchos pensaron, en ese momento, que los demonios podían vencer. Que, por alguna extraña razón que no comprendían, la Oscuridad podía vencer a la Luz. No es que la Fuente Original vaya a dejar de existir, decían. No, ¡seguirá existiendo!, y lo hará rodeada de los suyos, de los pocos que se aferren a sus dogmatismos. La Fuente y los suyos quedarán relegados. Nosotros proseguiremos con nuestra Historia. Tenemos toda una Historia de siglos por delante. Esto ha sido un acto liberatorio que, antes o después, iba a acabar sucediendo. No se puede mantener sujetos a miles de millones de espíritus como si fueran niños. No se puede mantener a billones de voluntades, sometidas a una sola Voluntad. Al final, la libertad, la independencia, la autonomía de las mentes, triunfan.
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El intelecto, también el intelecto errado, puede tener mucha fuerza. Y así no pocos buenos se dijeron: ¿y si hay alguna razón, que no hayamos considerado, por la que las Tinieblas puedan preponderar definitivamente? ¿Y si algo no ha entrado en nuestros cálculos? No es que digamos que la Oscuridad pueda aniquilar a la Perfección, pero ¿y si ambas están condenadas a coexistir? Quizá Dios sea un Padre que no puede hacer nada contra la desobediencia. Quizá el Excelso, por su misma bondad, está atado a la misericordia. Quizá exista una raíz oculta de debilidad en la Bondad. Quizá fuera de la Esfera exista espacio para que el Bien y el Mal coexistan como dos opciones indiferentes.
Tantos espíritus se embarullaron. Tantos erraron por los caminos del pensamiento. Algunos cayeron en las ciénagas de la tristeza. Otros en la lujuria del ego. Otros en la idolatría del Dragón. Algunos se perfeccionaron en el arte de dominar otros espíritus, y se deleitaban en forjar esas cadenas, en cazar ángeles en sus redes de pensamiento. En el peor momento, una tercera parte de las glorias se mancharon en mayor o menor medida. ¡Una tercera parte! Aunque muchos solo se mancharon admitiendo la duda. Otros se unieron a esa rebelión por la libertad, pero sin aceptar pensamientos contra Dios. Pocos se enredaron de un modo más profundo, admitiendo cierto grado de malignidad. Menos llegaron a demonizarse. Pero todo aquello era una catástrofe para la pureza de esas constelaciones angélicas.
Dios tras sus nubes parecía imperturbable.
Pero, así como unos espíritus fueron consumando su transformación en seres de oscuridad, otros refulgieron con un brillo más puro. Los cielos eran un campo de batalla. Hubo caídas en todas las filas, pero, en medio del desorden, se mantuvieron regiones angélicas de armonía. Incluso en algunas “zonas” donde la rebelión cundió, se mantuvieron islas donde la fidelidad se preservó nítida e impoluta. Ángeles unidos que mantuvieron sus vínculos de fidelidad entre sí bajo la obediencia a Dios. Fuera
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estaba el campo de batalla donde las fuerzas del caos obraban. En ese campo de lucha, entre muchos indecisos, entre muchos débiles, los peores se seguían satanizando y los mejores se divinizaban bajo la acción de la gracia.
Visto desde la altura del ahora, aquel tiempo de triunfo del Mal no fue muy largo, pero nos pareció inacabable. Hubo mucho sufrimiento, mucha santidad mancillada. Si los ángeles hubiesen podido llorar, muchas lágrimas habrían caído de los cielos. Hubo ángeles verdaderamente torturados en su espíritu por glorias corrompidas; glorias que ya no merecían el nombre de ángeles, sino de demonios.
En mitad de esa desolación, de esa lucha, de esa falta de esperanza, sin que nadie lo esperara, varios ángeles santos, varios espíritus que se habían dedicado a la oración y el ascetismo, profetizaron el mismo mensaje en distintos puntos del mundo angélico. Y clamaron con voz solemne y tan fuerte que hasta los mismos demonios lo oyeron:
Así dice Dios: “Mío es el poder y mía es la gloria. Mi fuerte brazo podría conocer la victoria ahora mismo. Nada puede resistir mi decisión. Una sola palabra de mi boca, y la Nada sería de nuevo la morada eterna de los malvados. Yo saco de la Nada y puedo hacer retornar a la Nada. Yo no lucho contra nadie, porque nadie puede luchar conmigo. Podría Yo mismo poner orden con mi diestra. Pero otros son mis planes. Los que ahora se creen invencibles, por simples criaturas serán vencidos. El Mal no solo retrocederá, sino que será expulsado de los Cielos. Mas la humillación será plena, escuchad, porque no será mi brazo, sino otros ángeles los que llevarán a cabo mi designio. Esta es mi decisión y así se hará”.
Los demonios se quedaron perplejos. ¿Cómo se habían puesto de acuerdo tantos ángeles en dar el mismo mensaje? Por un momento sintieron el escalofrío de pensar que lo dicho fuera verdad. Pero en seguida se recobraron y lanzaron nuevos gritos de lucha. Volvieron a la batalla y cosecharon nuevas victorias. El Diablo avanzaba como un gigantesco monstruo con muchas patas que acababan en garras.
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Como un monstruo de largo cuello y boca de dientes de acero, rodeado por una multitud de seres infernales que se veían como pequeños peces envolviendo a un monstruoso cetáceo, como saltamontes alrededor de un cocodrilo. Satán avanzaba con paso pesado; nadie lo podía detener.
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En medio del rumor de miles de pasos del Ejército del Abismo, se oyó el tronar de los ángeles más perfectos, de los que más habían amado. Era como si levantaran su espada, la espada de la verdad. Su rugido de león fue como un trueno que recorre todo el cielo. Una andanada de flechas, las flechas de las razones, se clavaron en los corazones de muchos rebeldes. Grandes ejércitos de rebeldes tuvieron que retroceder ante el dolor de los argumentos. El Bien había formado su ejército. Cuatro ángeles de la máxima jerarquía (los cuatro que un día estarían alrededor del Trono del Cordero) habían organizado la defensa de la causa del Señor.
Aun así, a pesar de las andanadas, los malvados se fueron acercando más y más hacia Dios, desplazando paulatinamente a las miríadas de ángeles. La escena era muy triste. ¿Tan débiles eran los buenos? Ciertamente no, había que reconocer que los inicuos se habían hecho demasiado fuertes. Corazones de hierro, dientes de odio, bocas que eran espadas afiladas.
Qué sinrazón. Era como si quisieran llegar hasta Dios mismo y atacarlo. ¿Querían penetrar en Él? ¿Pero qué creían que podían hacer? ¿Creían que era como un ángel más? El odio los había cegado. No sabían lo que hacían. Creían poder matar a Dios. Por eso, Satán recibió el sobrenombre de “El Asesino”. Sí, antes que hubieran seres humanos que pudieran morir, él fue asesino en el deseo, fue asesino desde el
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principio. Para Belcebú, el Ser Infinito era el obstáculo entre él y su libertad. ¡Si hubiese podido asesinarlo! Lo habría hecho sin vacilación alguna. Si hubiera algún modo para arrebatarle el Ser a Dios, su mano habría sido firme. Hubiera preferido un Universo sin el Padre. ¿Pero cómo se mata a un espíritu? ¿Cómo se puede asesinar a cualquier espíritu? ¿Habría algún resquicio? Sabía que no. Pero ¿y si había una rendija en el Ser llamado Supremo que no conocía? A veces las cosas parecen imposibles hasta que se intentan. A veces, lo inalcanzable resulta no ser inalcanzable.
Bien sabía que a él le llamaban Belial, que significa “sin valor, lo que no vale”. Hoy verían si tenía o no valor. Iba a intentarlo; al menos a intentarlo. Quería intentar lo imposible. Gabriel le había advertido que estaba ebrio de egolatría. Había llegado el momento en que se iba a ver quién había subestimado a quien.
El Señor del Orgullo se había acercado a Dios. Pretendía entrar en el Seno de Dios como el conquistador que entra en un sancta sanctorum para profanarlo. Pero, en su camino hacia el Altísimo, ahora se erguía contra Satán el poder de los Cuatro Grandes, los cuatro espíritus más grandiosos después de Lucifer. Cuatro espíritus fieles que ahora descollaban por las colosales dimensiones de su conocimiento, amor y santidad. Belcebú miró hacia atrás, Miguel parecía imparable en medio de rebeldes mucho más grandes que él. Y, no solo eso, las grandes jerarquías del Bien estaban tronchando varias de las vanguardias de las huestes satánicas que avanzaban hacia lo más profundo del santuario, ese santuario que era Dios mismo.
¡Había que seguir avanzando hacia el centro de la sacralidad divina!, se dijo Lucifer. El Dragón rodeado de una guardia escogida de miles de tronos se lanzó hacia delante. Había que llegar al santuario más profundo del Ser, no tenía tiempo para ayudar a los suyos en retaguardia. ¡Avanzar! Había que intentar el todo por el todo. Lucifer se engañaba. Quería “entrar” en Dios. Pero aquello era un sinsentido, no era posible. La Esfera era descomunal. Y, además, frente a esos deseos de profanación se habían interpuesto esos cuatro colosos gigantescos de santidad, tenían mucha fuerza,
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no cedían. Eran como cuatro fortalezas de roca pura que no se inmutaban ante sus ataques. ¡Pero si habían sido creados como inferiores a él! ¿Cómo ahora resistían como peñas fortificadas?
El Diablo quería llegar a la superficie de la Esfera, quería desecrarla, sumergirse en ella con sus garras, con sus dientes de acero. ¿Sería posible penetrar en ella rodeado de millares de tronos demoniacos? Había que intentarlo. Se había acabado eso de adorarle con reverencia desde la distancia. Cabía la posibilidad de que Dios le aniquilase, pero había que intentarlo. Confiaba en la debilidad del Bien.
Pero esos cuatro colosos no cedían y le cerraban el paso. Encima, cada vez más principados y potestades fieles a Dios rodeaban a esas fortalezas de la Bondad reforzándolas. Decenas de miles de principados y dominaciones, en torno a los cuatro serafines grandiosos, alzaban sus espadas y gritaban: “¡Por Jesucristo y por María!”.
Satanás, con desprecio, pensó: “Ya es triste que luchen por ese tal Jesús... ¡Pero por María!”. Con arrogancia movió su cabeza. Ellos no cedían. Bueno, no importaba, él tampoco iba a ceder. Eso sí, miró hacia atrás, comprobando que las cosas no marchaban bien en sus propias huestes. El arcángel Miguel con sus razones acompañadas de oración estaba logrando la desbandada de la retaguardia. Además, los ángeles buenos estaban ofreciendo sus argumentos como un gran coro. Su voz había retumbado en las filas diabólicas como una gran afirmación.
Los ángeles fieles acudían a comunicarse con aquellos ángeles caídos que habían dado muestras de vacilación. La batalla había sido todo un ejemplo de magnífica acción conjunta. Aunque, pronto, las hordas satánicas, los más fieles a Belcebú, habían irrumpido creando confusión, impidiendo que los argumentos celestiales penetraran y ganaran más adeptos.
Satán había conjeturado que se trataría de una larga guerra, con victorias en un lado y en otro. Con batallas que, unas veces, las perdería, y otros enfrentamientos en
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los que arrebataría miríadas angélicas al otro bando. La guerra angélica era el resultado de una fuerza constantemente ejercida, de un combate sin tregua, de acciones organizadas conjuntas y de acciones individuales: entre un ángel y un demonio, entre un ángel y un caído indeciso, entre un ángel santo y un monstruo diabólico. A veces caían en la duda los santos. A veces se arrepentía un monstruo de soberbia que, entre lloros, pedía perdón. Millones de espíritus continuaban en la lucha.
sección 22
Los ángeles fieles alzaron dos estandartes. En realidad, no eran estandartes materiales. Ni materia ni instrumentos podían hallarse en los cielos. Pero lo que ellos alzaron se puede comparar con un gran estandarte. Eran representaciones de lo que Dios les había revelado. Eran imágenes, iconos, pero levantados en alto.
Vosotros necesitáis que alguien os pinte algo con líneas, colores y tonalidades sobre una superficie. Vuestro ojo lo ve y envía señales al cerebro que lo procesa. Vuestro entendimiento capta lo que expresa ese icono. En nuestro caso, esas dos “imágenes” eran algo inmaterial, de naturaleza enteramente intelectual. Pero eran grandes obras de arte en las que habían intervenido centenares de grandes ángeles completando hasta sus más minúsculos detalles. Allí no había colores, sino conceptos que formaban una construcción para la mente.
Un niño podría haber visto a Miguel Ángel mezclar colores y ponerlos sobre una superficie. Y si el niño hubiera sido muy pequeño no hubiera entendido el conjunto que formaba la Capilla Sixtina. Lo que hizo Miguel Ángel con colores de un modo material, lo hicimos nosotros a nuestro modo. Nuestras construcciones
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mentales acerca de Nuestro Señor Jesucristo y su sublime Madre no solo desprendían belleza sino también teología y espiritualidad. Eran una grandiosa afirmación.
Vosotros para expresar algo usáis palabras si escribís un libro, sonidos si escribís una sinfonía, formas si erigís un edificio. Nosotros creamos un “algo” que iba mucho más allá de vuestros pobres medios. Algo que era representación y que solo un coro de grandes mentes, artistas y teólogos podía haber creado. Y esas imágenes fueron elevadas ante la vista de todos, expuestas a la admiración de los espíritus.
El primer estandarte que se alzó fue el de Jesucristo; el segundo, el de la Reina de los Ángeles. La visión de aquellas dos figuras fue irresistible para los demonios. Les volvía como locos. Era como si esas figuras removieran todos los resortes de odio en aquellas serpientes y escorpiones. Un odio que les cegaba, que les sacaba fuera de sí. Su lucha se volvía cada vez más ineficaz a consecuencia de que no podían controlar dentro de sí el incendio de su ira.
Algunos ángeles que habían caído, pero que no se habían malignizado mucho, se pasmaron al ver la reacción de los demonios. ¿Por qué esa reacción? ¿Por qué esa locura furiosa? ¿Esos demonios eran espíritus angélicos o bestias? Lo que emergía de sus gargantas era un torrente de blasfemias. Muchos ángeles caídos, discretamente, se alejaron de las filas rebeldes. Veían con claridad que estaban siguiendo a unos locos. Podían no entender todos los planes de Dios, pero lo que no podían hacer era seguir a unos dementes.
Por el contrario, esos ángeles caídos veían que la imagen de Jesucristo que habían levantado los ángeles era bellísima. Ella reflejaba todo el amor que Dios les había dicho que tendría a los hombres y, por ende, también a los ángeles. Si iba a amar así a sus hijos humanos, ¿no amaría de igual manera a sus hijos angélicos?
La imagen de la Santísima Virgen María constituía, por sí misma, toda una predicación. Solo había que contemplar esa imagen, y la predicación surgía
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espontánea en el corazón del que contemplaba semejante mansedumbre, semejante hermosura. Cierto que solo veían una mujer, lo que en el futuro sería un ser humano femenino. Pero la imagen transfundía pureza, humildad, todas las virtudes que ornarían su alma.
Qué diferencia entre el rostro sereno de la Reina de los Ángeles y la faz horrible de Belial. Que contraste entre ese cuerpo menudo y grácil de mujer que expresaba sencillez y adoración, comparado con el ser monstruoso como una serpiente gigante en la que se había convertido Belcebú. ¿A quién estaban siguiendo? El Belcebú de ahora no era el bello Lucifer de los primeros tiempos que los había subyugado. El mensaje que aquella mujer predicaba con su silencio era muy sencillo: había que someterse a los dictados de Dios.
Toda la inteligencia de los ángeles buenos se había empleado en elaborar hasta los más pequeños detalles de esos estandartes. Tras mucho trabajo, dos grandes pendones se alzaban en los cielos. Lo que no se imaginaron al realizarlos era que esas imágenes iban a desprender una espiritualidad tan irresistible. Los ángeles miraban extasiados esas representaciones.
Satán no acababa de prevalecer sobre los cuatro serafines, sus tronos maléficos estaban agotados. Y, lo que era peor, distintas grandiosas jerarquías se habían colocado alrededor de esas cuatro fortalezas del Bien. No, no iba a poder traspasar esa barrera de guerreros. Era más digno retroceder en ayuda de los suyos.
Retrocedió y, cuando llegó a los suyos que se habían concentrado de un modo defensivo, comprobó con rabia cuántas bajas habían sufrido sus filas. Y los estandartes avanzaban hacia ellos.
¡Quitad eso de ahí!, bramó Luzbel. ¡Quitad eso de en medio de los cielos! Pero las huestes de Dios ya avanzaban imparables, como un ejército ordenado, en
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formación cerrada. ¡Por Jesús y por María!, gritó Miguel. ¡Por Jesús y por María!, era el grito que resonaba entre las huestes numerosas como un mar inacabable.
Y bajo la mirada lejana de los Cuatro Grandes Espíritus –los que le habían resistido el avance de Satán–, el que ahora aparecía como flamante capitán de los ejércitos del Señor, justo delante de todos esos millones de soldados, alzó su espada resplandeciente de verdad y exclamó con una voz que se escuchó en todo el mundo angélico: “¡Quién como Dios!”.
Puede parecer que esta era una afirmación repetida muchas veces, puede parecer que era muy sencilla. Pero el sentimiento con el que fue pronunciada, un sentimiento que nacía después de mucho sufrimiento, fue tal que conmocionó a todos, fieles e infieles. Su afirmación retumbó entre todas las huestes, afirmando y conmoviendo a los buenos; estremeciendo a los malvados.
Entonces, se produjo el gran avance, por fin, de las fuerzas de la fidelidad. Ni todas las mentiras de los demonios pudieron resistir el embate del Ejército de la Luz. A cada momento que pasaba, más y más ángeles caídos comprendían por fin, se arrepentían y abandonaban las filas de la Gran Serpiente. Los demonios se afanaban con sus garras por apresar intelectos. Pero era como si la luz de la mañana se hiciese, y los engañados comprendieran qué equivocados habían estado. “¡Señor, perdóname!”, se oía por todas partes. Y los arrepentidos miraban hacia lo alto, hacia la Luz Divina, y se elevaban hacia ella abandonando el campo de batalla. “Dios mío, ¿cómo he podido caer tan bajo?”.
Cuanta más luz se hacía entre las glorias, más descoordinados, más carentes de sentido, pero ya sin efecto, eran los golpes de sus garras malignas en mitad del aire. Eran movimientos desesperados tratando de agarrar algo, tratando de herir a los ángeles que huían de la rebelión. Satán había estado luchando denodadamente, con todas las fuerzas de sus poderosos miembros. Era inútil. Ahora levantó su testa coronada y miró por encima de sus filas enfrascadas en el fragor del combate. Sin
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alterarse miró hacia el norte, miró hacia el sur, oteó en todas direcciones. Los ejércitos del Altísimo les rodeaban en cualquier dirección a la que dirigiese la vista. Estaba claro que la ebriedad había pasado. Las defecciones eran imparables.
Una vez que comenzó el desmoronamiento, resultó imposible pararlo. Los caídos comprendían. Era fácil unirse a la sedición, cuando esta parecía que iba a extenderse a todos los ángeles, cuando esta parecía el futuro. Pero ahora se estaba haciendo la luz, ahora quedaba claro: habían seguido una locura.
El cerco se estrechaba. Solo los peores, solo los más endurecidos en el mal, resistieron todas las razones, todas las oraciones, todos los esfuerzos que los buenos hicieron por su conversión. Pero, al final, fue en vano: hubo un número de irreductibles. Solo uno de cada varios miles de ángeles se mantuvo petrificado en su decisión. Eran millones; desgraciadamente eran millones.
Ante los peores demonios, hablaron los ángeles-profeta, los mejores teólogos, los más santos, los más humildes, los eremitas. Pero Satanás alzó contra el Cielo su cuello flexible de Dragón y repitió: “¡No serviré!”. Sus palabras fueron secas y breves como un martillo que golpea un yunque. Los demonios y el Dragón estaban acorralados. Rodeados por la ingente multitud serena de los mejores guerreros de Dios. Heridos los demonios, cansados, desilusionados, ya lo habían intentado todo. La guerra había sido muy larga, ya no había nada que hacer. No iban a arrebatar ni a un solo espíritu más. Los bandos estaban perfectamente delimitados.
Y entonces se escuchó la voz de Dios que venía de lo alto. Resonó su voz regia y grave de entre las nubes, dirigiéndose a los demonios y su Dragón. Sus palabras fueron: “Meditadlo bien, esta es la última oportunidad. Vais a ser expulsados de los cielos. Todavía podéis arrepentiros. O ahora o nunca”.
Algunos pocos, muy pocos entre los traidores a Dios hicieron un esfuerzo titánico y se elevaron de entre las hordas de los malvados. Volaron hacia arriba,
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suplicando entre lágrimas y rabia: “No merecemos el perdón. Pero cámbianos. Cámbianos el corazón. Haremos lo que haga falta”. Y con una genuflexión inclinaron la cabeza ante el Dios que se ocultaba tras las nubes. Miguel se acercó y señalando a los estandartes, les ordenó sin orgullo: “Postraos delante de ellos, uno a uno, y besadlos”.
El cielo entero contempló la procesión de los últimos en regresar. Deformes y ennegrecidos, necesitarían largo tiempo para ser sanados. Cuánto había que cambiar en sus psicologías, en su forma de pensar, en sus esquemas mentales. Era una lóbrega hilera de voluntades viciosas, rezumando rencor, pero tratando de contener ese rencor; de mirada ensoberbecida, pero pidiendo a Dios, con sinceridad, que les otorgara, de nuevo, la humildad perdida. Llegaban en una situación lamentable, pero, con buena voluntad, se irían regenerando. Eran los últimos antes de que las Puertas de la Misericordia se cerraran definitivamente por todas las eternidades.
sección 23
Ante la procesión de los últimos hijos pródigos, los ejércitos celestiales callaron. No penséis que hubo un estallido de alegría. Contemplaban con el corazón sobrecogido el regreso de cuerpos mutilados, cuerpos abiertos, con los huesos rotos dentro de la carne. Era un espectáculo sobrecogedor ante el que de modo espontáneo se hizo un profundo y respetuoso silencio. Respetuoso ante el dolor ajeno.
Inesperadamente, el Omnipotente Dios, Señor de todas las cosas, habló rompiendo ese silencio. Se dirigió a Satanás. Todos sabían que eran las últimas palabras, las últimas que le iba a dirigir:
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“Hijo mío, vuelve a mí. Te lo repito. Esta es la última oportunidad. Tu pecado no es mayor que mi misericordia. Fui grande al crear el Cielo, pero más grande es mi perdón. Si retornas y lloras tus faltas, serás la Joya del Cielo. En ti resplandecerá la luz de mi compasión perfecta. Los milenios te contemplarán y me glorificarán repitiendo admirados: «Qué grande fue el Altísimo al perdonarle todas sus faltas».
No te verán como un perdedor, sino que los ojos de todos se centrarán en mi compasión. Te ocultaré el tiempo que necesites; todo el tiempo que precises. Hijo mío, serás la joya de mi misericordia. Brillarás con mi perdón y dejarás atónitos a los humanos que vendrán en las generaciones venideras. ¡Hasta dónde llegó la misericordia divina! Ellos, viéndote, comprenderán que no hay pecado que no pueda perdonar. Tú, mejor que nadie, podrás transmitir esa confianza al humano que, en el futuro, caiga en el fango. Serás un gran predicador, serás un gran intercesor por los pecadores que me repetirás a lo largo de los siglos: «Si me perdonaste a mí, perdónale a él».
Conozco tu historia alternativa a partir de este momento. He visto tu historia futura como arrepentido y penitente, pero también he visto tu historia como réprobo eterno. Recibiste el nombre de Lucifer, recibiste después el nombre de Satán, arrepiéntete y recibirás el nombre de “Gema”. Porque serás un topacio con un brillo totalmente peculiar y hermoso. Tú eliges. Ahora ya todo depende de ti”.
Satanás sintió el impacto de las palabras divinas. Todos en el cielo callaban. Ni uno solo de los espíritus dijo una sola palabra. Una de las pocas veces en que nadie habló con nadie, en que no se escuchó ni el lejano rumor de una sola palabra entre aquellos miles de millones de ángeles. Todos estaban pendientes. Se notaba, Satán había acusado el golpe. El Padre de los ángeles prosiguió:
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“Tendrás que hacer penitencia, hijo mío. Pero, al cabo del tiempo, de mucho tiempo, te recibiré con los brazos abiertos. Será mucho tiempo, significará mucho esfuerzo, porque te esperan batallas heroicas si vuelves a mí. Pero serán luchas dentro de ti. Todavía puedes ser un héroe. Vuelve a mí. Yo te creé y te puedo recrear. Pero si ahora no aceptas esta última oportunidad, te lo aseguro, ya no habrá otra. Pasará un número de siglos igual a los granos de arena de las futuras playas de todos los mares; las pirámides se volverán polvo, los océanos se secarán gota a gota, y la eternidad no habrá hecho más que empezar. Es un Dios el que te lo asegura: esta es la última oportunidad”.
De nuevo, un silencio universal. Después, el Diablo irguió la cabeza y con toda frialdad, con toda lentitud, respondió: “¡Jamás! Nunca me arrodillaré”.
Y el Monstruo hizo un amago de lanzarse de nuevo hacia las constelaciones de ángeles. Él pensó que quedaría libre por los Cielos, que podría seguir extendiendo sus mensajes entre los buenos, que su libertad de obrar no sufriría merma alguna. Pero ya no tenía sentido dejarlo allí, causando mal a otros, haciendo sufrir a los buenos. Aunque los ángeles ya habían tomado su decisión definitiva, no había razón para tener que aguantar su boca repleta de blasfemia. Así que Miguel recibió una orden directa de Dios; la recibió en su interior.
Y, en el mismo momento que el Dragón hizo amago de lanzarse hacia el mundo angélico de nuevo, el arcángel Miguel desenvainó la espada y se la mostró. Satán se sonrió burlón y con un gesto de desprecio dio el impulso para arrojarse hacia las nebulosas de ángeles. Miguel sin dudarlo, con un gesto instantáneo, le clavó en el corazón la espada. La Verdad clavada en pleno corazón del Diablo tuvo un efecto fulminante. El inmenso dragón se quedó sin respiración, con los ojos como si se le salieran de sus órbitas. Era como si hubiera chocado con un muro; esa espada era como una infranqueable barrera de granito.
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El Diablo se quedó con la boca abierta, sin palabras, tratando de agarrar con sus zarpas esa espada que el arcángel sostenía incrustada en su pecho lleno de malignidad. Pero las zarpas delanteras se quemaban al intentar agarrar el filo de esa arma en su tórax. Quería agarrarla y arrancarla, pero no podía tocarla. La verdad le quemaba como un hierro rusiente. Hubiera querido agarrar por el cuello al arcángel con otra de sus garras, hubiera querido golpearlo con su impresionante cola. Pero el dolor era como si le inmovilizara, como si solo pudiera hacer pequeños movimientos sofocados e inconexos. Satán gemía y se retorcía como una serpiente herida, pero no podía hacer nada más. Incluso de su boca abierta no salía grito alguno, solo aquel gemido ahogado.
Finalmente, san Miguel extrajo su espada del pecho de Belcebú, extendió su brazo y, señalando con su índice, le dio lleno de majestad una orden: “¡Fuera!”.
Belial, padeciendo como una persona que está sufriendo un infarto en su pecho, no tenía ninguna intención de obedecer. Pero el arcángel volvió a levantar su temible espada. El Diablo jamás quería volver a sentir ese hierro cortando sus carnes y atravesando su pecho. Sintió horror. Pero, en un supremo esfuerzo de su voluntad, se lanzó contra Miguel. Majestuosamente, sin el menor temor, el arcángel movió su espada, esta vez de lado, haciendo un profundo tajo en el cuello de la Serpiente.
Satán sintió de nuevo esa sensación de estrellarse contra un muro. El dolor era irresistible, no le permitía pensar, no le permitía hacer nada. Solo pudo llevarse sus garras al cuello y tratar de recuperar el resuello. El tajo era profundo. Aquel dolor le podía durar meses o años. Mientras Belcebú se tocaba horrorizado el corte, tratando de hacerse consciente de hasta dónde había penetrado la espada, el arcángel, imperioso, extendió su brazo y le señaló con el dedo índice hacia abajo.
Lleno de temor, abriendo sus ojos llenos de pánico, Belial se aproximó hacia el abismo de oscuridad que tenía detrás. Se acercó con lentitud, el dolor del hierro en su
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pecho era como el de una persona tan oprimida por un infarto que, llevándose la mano al corazón, apenas tiene fuerzas para alcanzar un asiento.
Antes de abandonar el cielo, Belial hubiera preferido protagonizar un cuadro heroico. Una especie de digna escena final, algo con carácter épico. Pero no podía. A causa del tajo en su cuello no le salía la voz. Respiraba a bocanadas, oprimía las manos contra la herida del pecho, con otras manos, se tapaba el agujero de la garganta; apenas podía mantenerse de pie. Tambaleándose se acercó al abismo, al gran precipicio. Quiso decir algo. Deseaba dejar para la historia una gran frase. Pero el dolor no le dejaba ni pensar. Pero no, ¡quería decir algo! Sus últimas palabras. Con los ojos desencajados, recogiendo todas sus fuerzas, abrió sus fauces, inspiró profundamente, pero de su boca solo salió el sonido de un borbotón de sangre.
Él mismo se extrañó ante esa escena. Era el final absoluto. Ya no cabía hacer más. Por última vez, el arcángel con decisión le señaló el abismo. La espada estaba en su mano. Sin ninguna duda, la iba a usar por tercera vez. No podría soportar algo así, de ninguna manera. No podría soportar ni el más leve roce de ese filo. El Diablo, sin decir nada, sin ni siquiera echar una última mirada a los circunstantes, miró hacia abajo. Simplemente se arrojó.
Aunque algunos creyeron escuchar un largo alarido que dejó como estela perdiéndose al caer en la negrura sin fondo, en realidad, fueron varios borbotones de su garganta los que resonaron graves como en una caverna con eco. No fue un alarido, pero es cierto que resonaron con una potencia increíble hasta perderse en la lejanía. Los horrorizados demonios, situados entre las huestes divinas y el abismo de detrás, se lanzaron al precipicio. Y así, los demonios fueron expulsados de la presencia de Dios. Y ya no se encontró lugar para ellos en los cielos.
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III Parte
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La Gran Serpiente y los que decidieron unir su destino al de ella cayeron al abismo. Alrededor de la luz, del calor, de las nebulosas angélicas estaba la Nada, el vacío más absoluto envuelto en la perfecta oscuridad. Los rebeldes se arrojaron con todas sus fuerzas hacia esa oscuridad. Que Satán fuese expulsado del cielo por otro ángel fue su última humillación.
Dios cerró, con el muro de su voluntad, el cosmos angélico. De lo contrario, los demonios hubieran intentado, una y otra vez, introducirse entre nosotros para tratar de hacernos daño, para gritar sus insultos y blasfemias. Siempre los hubiéramos tenido en torno a nosotros, merodeando, acechando. Ya no tenía sentido dejar que vagaran en medio de nosotros. Patético espectáculo hubiera sido, durante siglos, verlos venir buscando hacer presa en un ángel, al menos convencer a uno más. La Trinidad en su sabiduría determinó que fueran criaturas finitas los que los expulsaran, pero después valló el mundo angélico con su voluntad. Los réprobos ya nunca podrían entrar, nada podía atravesar el muro de la voluntad de Dios.
Podría dar la sensación de que éramos nosotros los que estábamos encerrados tras ese muro y que ellos vagaban con libertad. Pero, en realidad, dentro de esos muros estaba el Ser. Fuera de ese límite estaba la Nada. Los inicuos no estaban encerrados en un lugar localizable, sino arrojados a las inacabables profundidades de
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la Nada. El Señor los encerró en el sentido de que no podían entrar aquí, donde estamos. La Sagrada Escritura dejó constancia de este hecho de la expulsión:
El Gran Dragón fue arrojado, la Antigua Serpiente, quien es llamado Diablo y Satán, el engañador del mundo entero, fue arrojado a la tierra. Y sus ángeles fueron arrojados con él (Apocalipsis 12, 9).
En el cosmos angélico estaban todos los ángeles con todos sus órdenes y jerarquías, con el Creador en su centro. Los réprobos estaban en la oscuridad exterior, allí donde no había ninguna claridad más que el resplandor apagado con el que brillaban los espíritus rebeldes. Los espíritus al caer en ese estado sintieron frio y soledad. En medio de esa Nada se agruparon. Al menos, juntos sentían una cierta compañía. El Divino Querer en su bondad no les impidió estar juntos.
Una entera eternidad completamente aislados entre sí hubiera sido más insufrible. Podéis ver en esto que su Padre Celestial, hasta en el infierno, les atendió con su misericordia, atenuando los sufrimientos que habían merecido. De esa manera, al menos podrían hablar entre sí. Algunos de ellos, en los años por venir, se alejarán de esta sociedad de malditos dirigiéndose hacia la completa soledad. Se alejarán asqueados, dolidos, del modo como eran tratados por otros demonios. Pero, al final, siempre retornaban. El aislamiento total era una carga más difícil de soportar que la compañía de los malos.
La Palabra de Dios afirma que fueron arrojados a la profunda oscuridad del tártaro (2 Pedro 2, 4). Esa expresión, aun en un mundo sin materia, es perfecta. La sensación que ellos tenían era la que vosotros experimentaríais siendo encerrados bajo tierra en un lugar oscuro como una cueva. Ellos eran como cavernas de existencia en medio del no-ser. ¿Cuántos fueron los condenados? No me es permitido revelarlo. Pero sí que os diré que el número de los que no están inscritos en el Libro de la Vida es una cifra que va de los millares a los dos o tres millones.
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Durante el tiempo de prueba, el pecado de dudar de Dios manchó el corazón de muchos. Pero después el número de los caídos se fue reduciendo, no sin esfuerzo. Os hablaré con términos numéricos para que entendáis con claridad: los peores no llegaron a ser ni un 1% de todos los espíritus angélicos. Y, a lo largo de la guerra, los rebeldes fueron sufriendo bajas aun de este porcentaje. Al final, se condenó para siempre una fracción de ese 1%. Pero recordad que el número de espíritus era de miles de millones. La cifra final de condenados, aunque la desconozcáis, supone una terrible tragedia. Dada la cantidad de sufrimiento que llevan sobre sí, ese número siempre será espantosamente grande.
Los peores de la rebelión estaban muy decididos. Eran los más fieles de Satán de entre sus fieles. Pero, aun entre ellos, había gradaciones en la decisión. Únicamente se arrojaron al abismo aquellos que ya estaban completamente malignizados. Solo aquellos que ya se habían decidido de forma irrevocable son los que dieron el paso hacia el abismo.
Y, por supuesto, en toda lista siempre hay un último. Hasta en toda dictadura humana, siempre hay un último secuaz que sigue adelante impertérrito, incluso habiendo visto con sus propios ojos la caída del tirano. Hubo un último espíritu de rango muy mediano al que el Destino le deparó ser el postrero. No por ninguna razón en especial, sino simplemente porque en toda lista siempre hay un último. Él, a pesar de su maldad, sintió que el arrepentimiento tocaba a la puerta de su conciencia por última vez. ¿Os podéis imaginar el momento supremo en que el único secuaz de Satanás todavía libre de dar marcha atrás selló su destino? Pues sí, hubo un último ángel caído que dudó, que sabía perfectamente que ese era el momento de la decisión. A un lado, todas las huestes del Señor; al otro, el abismo. No había ninguna razón especial para que él hubiera sido el último que quedase al pie del abismo. Pero así había sido escrito por el Destino: él fue, lleno de vacilaciones, el último en tomar la decisión.
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Mucho tiempo después, en la eternidad, volvimos a contemplar ese momento una y otra vez: la última duda de ese último ángel. Qué instante tan supremo. Y después el misterio de una voluntad que optó por Satán. Escoger a Satán en vez de a Dios. Qué enigma. Pero así sucedió.
Toda la eternidad pendiente de un momento. Toda la vida de ese espíritu le había conducido a ese instante. Él mismo, rechazando las gracias, había llegado hasta ese borde, a esa línea divisoria entre la salvación y la condenación. Dio un paso adelante, se lanzó al abismo.
Esas cavernas de existencia en medio de la nada, ese encerramiento fuera del cosmos angélico, esa sociedad de demonios, era el infierno. Hasta entonces habían estado en el cielo, ahora estaban en el infierno. Es allí, en el infierno, donde los ángeles caídos menos corrompidos se transformaron plenamente en demonios.
Estrictamente hablando, en la batalla celestial algunos de los ángeles caídos ya eran demonios. De los rebeldes algunos se arrepintieron. Pero todos los que se, sin dudarlo, arrojaron con Satanás al abismo, ciertamente, ya eran demonios. En ese último momento, muchos tomaron la decisión final, pero otros ya habían completado su metamorfosis.
Esos demonios en la guerra ya tenían el infierno en sus corazones, poseían el infierno con sus sufrimientos, con su odio dentro de sí; pero se encontraban en mitad del cielo. Ahora los demonios habían sido arrojados a una sociedad enteramente hecha a imagen de sus deseos. Lo que ellos hubieran querido que fuera el cielo, lo tenían a una escala reducida en el infierno. Allí podían hacer lo que deseasen, tenían toda la libertad. Estaban rodeados de individuos que pensaban como ellos, que estaban animados de los mismos ideales. De tener el infierno en el interior de sus corazones, pasaron a ser arrojados enteros en el infierno.
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Las lágrimas de rabia sin arrepentimiento ya no les sacarían de allí. Esos monstruos de resentimiento eran incapaces de iniciar un cambio en la dirección correcta. Dios no añadió ningún sufrimiento a los desobedientes. Se limitó a dejar que ellos siguieran sus senderos extraviados. No podía haberlos dejado vagar por el Cielo, entre las jerarquías de los buenos, porque eso solo hubiera provocado dolor en los buenos. Ya no tenía sentido. Pero Dios no añadió ni el más pequeño castigo sobre esos hijos suyos. El castigo consistió en sentenciar: “De acuerdo, si queréis seguir vuestros caminos, seguid vuestros caminos”.
El infierno hay que entenderlo desde la Parábola del Hijo Pródigo. El padre dejó que su hijo abandonara la casa. Queréis que vuestro dios sea Satanás, que así sea. Queréis un destino autónomo de mí, yo no os lo impediré. Queréis vivir bajo vuestra propia ley, viviréis bajo ninguna ley, vuestra voluntad será vuestra ley, la que cada uno quiera otorgarse a sí mismo. Así nació el infierno.
sección 24
Sin Dios, Lucifer mismo pasó a convertirse en el blanco de todos los reproches de los suyos. Satán no necesitó demasiado tiempo para comprobar con claridad que el único modo de mantener a los demonios con un cierto grado de unidad era imponer algo de disciplina. De lo contrario, se dispersarían. Sin disciplina, sin orden, el infierno acabaría convirtiéndose en un archipiélago de espíritus muy distantes entre sí, con muy poca comunicación. Los más fuertes entre los demonios se emplearon a fondo en aislar a aquellos que abiertamente echaran en cara algo a Lucifer. No solo podían aislar, también podían ser agresivos. No es que pudieran golpearte físicamente, pero podían hacerte daño
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con sus palabras como cuando alguien te grita, te insulta y te hace sufrir con la palabra. Sus palabras podían ser cortantes, ponzoñosas, duras como auténticos golpes.
Para un humano dotado de cuerpo le parecerá que se puede conseguir poco únicamente con la fuerza de la palabra, de las imágenes, de los recuerdos. Imaginaos quién podría resistir una voz que te gritara con gran fuerza y que pudiese hacerlo día y noche hasta que te doblegaras. Es solo un ejemplo. Los espíritus podían actuar de muchas maneras, desde las más sutiles hasta las más agresivas. Pero lo cierto es que estaban dotados de verdadero poder.
Su poder, incluso, les permitía arrastrarte fuera de ese microcosmos demoniaco que era el infierno. La compañía de otros espíritus era deseable. Nadie quería ser aislado. Pero Satanás aplicaba estos castigos. Si no me sigues, vas a sufrir, era su divisa. Y los demonios más poderosos, bien organizados, se encargaban de ello. Así se impuso orden en esas hordas del infierno.
Algunos espíritus no resistían semejante forma de vida. No se habían rebelado para tener que someterse. Así que, por propia voluntad, se alejaban de ese mundo demoníaco. Podían estar completamente a solas durante lo que para vosotros sería el equivalente de meses o años. Pero después retornaban. La mala compañía era, al menos, compañía. El sometimiento a ese caudillo infernal, tan glorioso en otro tiempo, se convertía para este tipo de espíritus en un teatro detestable. Pero era el precio que tenían que pagar para tener la compañía de sus semejantes.
El infierno, visto desde lejos, se asemejaba a una galaxia oscura. Cada punto brillante de luz oscura era un demonio. Alrededor de esa galaxia de oscuridad había millares de malos espíritus vagando, unos más lejos, otros más cerca. Alrededor de esa galaxia oscura, se formaban pequeñas agrupaciones de espíritus malignos que se reunían entre sí. Espíritus que no estaban de acuerdo con Satán y sus leyes, y que se agrupaban independientemente. Estas agrupaciones espontáneas, autónomas,
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separadas, eran muy mal vistas por el resto de los demonios: ¡debían permanecer unidos! Tampoco esas concentraciones independientes de espíritus alejados del centro rompían formalmente con el dominio de Satán. Simplemente, estaban alejadas del centro.
El infierno conoció tanto la consolidación de la inmensa mayoría de demonios alrededor de Luzbel, como este devenir de divisiones que dieron lugar a distintos pequeños microcosmos demoniacos. También hubo un número de espíritus desesperados que se aislaron de todos. Si hubiera que usar una comparación astronómica, estos últimos eran como asteroides vagando alrededor de un gran planeta rodeado de numerosos satélites.
Incluso en el seno de esta galaxia de oscuridad, las cosas estaban lejos de mostrarse bajo el aspecto de una perfecta consolidación. En los siglos por venir, el infierno conoció sus propias conspiraciones, sus propias batallas. Pero, al final, tras tantos enfrentamientos, las cosas quedaron, esencialmente, como estaban al principio: Satán era la cabeza y unos espíritus se mostraban más cercanos a él y otros más alejados. El orden se mantuvo en ese universo demoniaco, aunque fuera un orden demoniaco. Un orden que a veces era contestado, pero que permanecía porque, en parte, se sustentaba en el carácter objetivo de las jerarquías que lo constituían. Era un hecho indiscutible que no todos los espíritus eran iguales. Si bien, los rangos infernales eran una mezcla de distintas jerarquías, no todas basadas en los méritos que ornaban una naturaleza.
El centro de este cosmos infernal situado en medio del vacío y la nada semejaba al inmenso planeta Saturno. No se piense que exagero al haberme referido al infierno como un pequeño universo. Pues, desde el principio, ellos quisieron constituirse como un cosmos independiente. El cosmos de los ángeles buenos semejaba a una gran galaxia cuyo centro era Dios. Mientras que el pequeño cosmos
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de los demonios semejaba a un sistema planetario, eso sí, constituido por millares y millares de elementos.
Este reducido universo de seres rebeldes mostraba en su centro un gran planeta: Satán. Alrededor del cual, se veía un anillo con los más cercanos a él, los más fieles, rotando en distintos anillos concéntricos. En medio de los anillos, grandes cuerpos evidenciaban la diferencia que había entre los demonios normales y los más grandes tronos, rodeados estos a su vez de principados y dominaciones. Cada poderoso espíritu moviéndose con su propia órbita, dotado con sus propios satélites. De este gran astro satánico central, no surgía luz; mientras que Dios resplandecía como un sol.
Ciertamente, los ángeles no experimentaban rotaciones físicas. Pero tampoco eran realidades estáticas. La idea de las rotaciones, aunque inadecuada, os puede dar una idea de cómo esos espíritus se movían por esa nebulosa de demonios. Cuanto más grande eran esos demonios, menos se movían. Eran los inferiores los que se desplazaban alrededor de ellos con sus preguntas, con su deseo de saber.
El mismo Luzbel, como el planeta Saturno, no se mostraba enteramente estático. Su superficie era barrida por gigantescas tormentas de rabia, de soberbia, de tristeza. Su seno contenía esas tempestades, pero ya no podía hacer otra cosa que aguantarse. “Soportarme a mí mismo… ese es mi trabajo”, comentaría una vez en uno de sus contados momentos de sarcástico sentido del humor. Una confidencia a un amigo si es que se puede decir que tiene alguno. La opinión general considera que no tiene ni uno solo. Salvo rarísima excepción, tampoco muestra sentido del humor. Su estado de ánimo habitual era la crueldad.
A veces, algunos de los más altos jerarcas demoniacos, como bestias incontenibles, daban la impresión de que se iban a lanzar directamente contra el Diablo. Eran como satélites cuyas órbitas parecía que les iban a estrellar con toda su fuerza contra Saturno. Pero, al final, esas órbitas siempre sobrepasaban al odiado
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astro sin llegar a colisionar. De todas maneras, aunque se estrellaran contra él, ni ellos ni Satán iban a dejar de existir. Solo iban a causar y causarse más sufrimiento. Al final, siempre comprendían que era mejor contenerse y seguir viviendo en ese orden de cosas.
Lo mismo que en un sistema solar que cuando está en formación hay astros que colisionan entre ellos, así también en ese cosmos satánico hubo choques, enfrentamientos, rebeliones. Grandes espíritus fueron arrojados hacia fuera, hacia la nada exterior. Aunque después los expulsados se fueran acercando, de nuevo, con lentitud de decenios, a los límites de esas nebulosas diabólicas. El infierno, tal como lo conocemos ahora los ángeles del cielo, es el resultado de todas esas colisiones, de todas esas órbitas erráticas del principio.
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“Yo soy dios”, proclamó solemnemente Satanás ante sus seguidores. Y exigió no solo obediencia, sino adoración. Había costado mucho erigir una estructura de autoridad entre las jerarquías demoniacas. Esta afirmación diabólica de su divinidad generó nuevas sediciones. El mundo infernal parecía condenado a una eterna convulsión. ¿Era el destino de ese mundo estar siempre agitado por las tormentas de los espíritus? Pero no; aunque hubo guerras, verdaderas guerras infernales, crueles y dotadas con las crónicas de sus propias batallas, lo cierto es que el infierno fue cansándose, bajo el peso de los siglos, de tanta tensión interna causada por ellos mismos. Los enfrentamientos entre masas de demonios fueron de decreciente intensidad. Y así, paulatinamente, la paz interna se fue consolidando Nunca perfecta. Pero sí lo suficiente como para mostrar un aspecto esencialmente estable. Se necesitaron siglos (según vuestro modo de percibir el tiempo) para obtener
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una cierta estabilidad entre los elementos que formaban ese microcosmos, elementos dotados de libre albedrío.
Belcebú exigía adoración. Se fue conformando una corte satánica; se fue conformando un protocolo propio con sus propias reglas. E, incluso, se fue más allá: Satán mismo, en persona, instituyó sus propios sacerdotes. Muchos se preguntaron, una y otra vez, si había valido la pena la rebelión. Toda aquella guerra en el cielo y las que se sucedieron en el infierno, tan solo para sustituir a Dios por ese. Qué error. Aunque nadie elevó su mirada para pedir perdón a Dios. Sus corazones estaban secos. Podían reconocer el error, pero no sentían ningún deseo de solicitar clemencia alguna. Ya no tenían ningún interés en obtener misericordia alguna; les daba ya todo lo mismo, sentían desprecio por sí mismos, por el Creador y por todos los que les rodeaban.
Y los siglos comenzaron a pasar. En el evo no hay crepúsculo ni amanecer. Propiamente, no hay sucesión ni de meses ni de años. Solo una continuidad sin fin, una sucesión de antes y después. Una continuidad que da la sensación de no ir hacia ninguna parte. El tiempo propio de cada espíritu es personal. Para unos el tiempo transcurría intolerablemente lento. Otros espíritus se afanaban más en sus ilusiones y ocupaban más su tiempo, siendo el tiempo para ellos una carga más leve. Los había que preferían como aletargarse, quedarse estáticos pensando lo menos posible, como cuando vosotros os quedáis adormilados en vuestros lechos. Así, aletargados, comenzaron a quedarse algunos de los demonios: una muerte en vida. Podían hacer lo que quisieran con su tiempo. No podían dejar de existir. La muerte era imposible. Sus espíritus estaban muertos a la vida de la gracia, a la vida espiritual en Dios. Muertos a la alegría celestial, pero sin poder dejar de existir.
Muchos de vosotros, humanos, os preguntaréis en qué emplean su tiempo los demonios. Ya os expliqué que los espíritus angélicos podemos hacer muchas cosas, a pesar de carecer de un mundo material. Nuestro mundo espiritual es más variado que
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el vuestro material. Y eso que, en nuestro cosmos espiritual, solo existen espíritus. Es decir, no hay un entorno. Nuestro único “entorno” son los otros espíritus. Y, en cierto modo, lo que producen nuestras mentes. Esa producción de nuestras inteligencias para nada es un “entorno” pequeño. Los demonios podían seguir haciendo con sus intelectos todo aquello que hacían antes de la caída. No, no tenían por qué aburrirse.
Sus mentes podían escrutar la teología, la metafísica, la lógica, la gnoseología, todas las ramas de la Filosofía; incluso, casi como un divertimento, todos los ámbitos de las matemáticas. Podían profundizar en el conocimiento de su propio mundo demoniaco, al igual que un humano estudiaría la propia sociedad en la que vive. Los demonios habían portado consigo todo el conocimiento que poseían antes de su caída. Ese conocimiento se mantuvo, se dio a conocer a otros, se profundizó en él. Unos demonios podían ser grandes eruditos, otros admirables especulativos; algunos se especializaban, por ejemplo, en el estudio de un determinado tipo de demonios, otros en la historia de la Rebelión, otros analizaban las posibilidades de evolución futura de ese mundo infernal a lo largo de la eternidad.
Otros demonios conversaban plácidamente entre sí. Plácidamente, porque no siempre y en todo momento el sufrimiento hacía de ellos seres incapaces del placer del diálogo. El sufrimiento de cada demonio tenía altibajos. Durante largas temporadas, algunos se limitaban a existir, sin esperanza, sin alegría sobrenatural, pero gozando lo que podían de la existencia.
Cada uno de los demonios llevaba sobre sí, como un peso, la carga de sus pecados. Eso y el recuerdo de lo perdido provocaban un cierto sufrimiento constante. Como esas personas que siempre tienden a la tristeza, o siempre están descontentas; o que, permanentemente, están tensas o agresivas. Así sucedía con los demonios. Pero, en determinados periodos de tiempo, un demonio podía sufrir con más fuerza la tristeza. Otros, por el contrario, en otros momentos se enfadaban con el que tenían
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delante y mostraban una desagradable agresividad. Otros, durante largos espacios de tiempo, eran vencidos por la completa ausencia de esperanza.
Pero todos se reponían, antes o después, y la vida continuaba. Tenían que reponerse, que alzarse de nuevo en pie y seguir con la vida. ¿Qué remedio? Nadie les impedía, digámoslo así, tirarse en el suelo, no hacer nada y caer en el más absoluto aislamiento y desesperación. Podían pasar años en ese estado. Pero, al final, ellos mismos comprendían que tenían que levantarse y seguir viviendo mejor o peor, llevando una existencia mínimamente digna.
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Dios no enviaba torturas desde lo alto. El Creador los había expulsado del Cielo y les había concedido un destino sin Él. Pero no añadía castigos a su existencia. Su propia existencia era su castigo. Y así, aunque jalonada por periodos de mayor sufrimiento, la vida en el infierno no dejaba de estar dotada de una cierta felicidad natural. Los pequeños placeres de los que he hablado antes. Placeres bien intelectuales, bien de la compañía de otros espíritus; a veces, simplemente la curiosidad de recorrer el mundo demoniaco, como el que va de excursión.
Sé que estaréis sorprendidos de que no os presente un infierno en el que el sufrimiento sea máximo, paroxístico, en cada momento, hora tras hora. Pero no es así. En el infierno se sufre, pero no siempre se sufre con la misma intensidad. Hay momentos de calma. Repito, siempre hay un sufrimiento sordo, constante, de fondo, en cada demonio. Pero no siempre el dolor es un dolor rabioso. Pero, aun así, la eternidad es algo cuyo peso va más allá de lo que podáis imaginar.
El tiempo es largo, la capacidad para aburrirse puede ser grande; algunos demonios empleaban sus infinitas cantidades de tiempo en jugar entre ellos a
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complicados juegos intelectuales. Como dos hombres en una isla desierta que juegan, tardes enteras, al ajedrez. Otros creaban obras artísticas. No obras materiales, sino obras inmateriales de arte. Una novela, por ejemplo, se imprime sobre papel. Pero podría radicar entera en la mente de un hombre que la supiera de memoria. Los espíritus angélicos no necesitan imprimir un libro, este se mantiene entero en su mente sin ningún esfuerzo. Aunque es una comparación, los ángeles no escriben obras, sino que crean obras con su intelecto. Las bibliotecas angélicas –permitidme esta comparación– están en las mentes de los espíritus, no en ningún soporte material.
Lo mismo las obras “artísticas”. Un cuadro se pinta sobre dos dimensiones. Pero imaginad un cuadro en tres dimensiones extenso como un mundo. La eternidad da tiempo para pintar un mundo entero. ¿Qué puede pintar un espíritu que nunca ha visto nada material? Sí, difícilmente entenderíais las obras de arte de los ángeles, como no puede entender un ciego de nacimiento la explicación de cómo es el arte los pintores holandeses del siglo XV. Pero esas obras de arte angélico existían. Y los réprobos se dedicaron a las cosas finitas, ya que habían perdido el Infinito. Ciertamente, la mayoría de ellos se dedicaba al mundo intelectual. Algunos especializándose en un campo concreto, otros acumulando conocimiento por el placer del conocimiento.
A esto se dedicaban en el infierno. No estaban todo el día entre llamas gritando de intenso dolor. Aunque sí que es verdad que ellos vivían bajo el peso del desaliento sin remedio. Y, en ciertos periodos, se abrasaban por un fuego inmaterial que nacía de ellos mismos, que les abrasaba en su seno. Nadie les podía librar de ese infierno, porque portaban el infierno en su mismo ser. Ellos, ellos mismos, eran su propio tormento. Pero había variaciones en sus estados de ánimo, en su tristeza, en su rabia. A veces, no siempre, verdaderamente el espíritu de un demonio ardía de furia. Pero después tenía que calmarse. Debía hacerlo él mismo. Era impresionante ver arder a tantos espíritus con un fuego que abrasaba como la lava al rojo vivo. ¡Cuánto puede llegar a odiar un espíritu! ¡Cuánto!
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No estaban encerrados en un lugar pequeño. Quitad de nuestro mundo vuestras categorías materiales sobre los lugares. La reclusión simplemente consistía en no poder mezclarse con el mundo de los ángeles buenos. En ese sentido, estaban confinados. Estaban recluidos allí solo para no hacer daño a los que querían vivir en paz. Eso era todo. Por lo demás, podían moverse con libertad.
Los espíritus doloridos de los demonios no encontraban reposo perfecto. Aunque sí reposos parciales. En cierto modo, era el puro cansancio, el mero acostumbramiento al dolor espiritual, lo que les hacía, al cabo de días, al cabo de meses, volverse a levantar y tratar de vivir lo mejor posible los sucesivos días de la eternidad.
Algunos de vosotros podréis ver el infierno como un lugar dejado de la mano de Dios. Pero sin Dios el infierno sería peor. Hasta allí llega la misericordia de Dios. Es su acción invisible la que levanta a los demonios postrados en esos estados de dolor irresistible. Ellos no quieren volver a la Casa del Padre. Pero el Padre Celestial les auxilia sin que ellos lo sepan.
Aun así, en los estratos inferiores, en las capas más profundas de esas cavernas de oscuridad, se encuentran espíritus que sufren de un modo espeluznante. Aunque, incluso a esos pozos, llega la misericordia de Dios aliviando sus dolores. Pero qué poco se dejan ayudar. Lo cierto es que Dios está en todas partes. Y eso significa que también el infierno está ante sus ojos. El Señor mantiene en la existencia ese lugar. O, mejor dicho, mantiene en la existencia esa sociedad, esos individuos.
El universo material todavía no había sido creado, y ya existía el infierno. No se puede afirmar que pasaron tantos cientos o miles de años antes de la creación material, porque no existía el tiempo material. Pero el espacio de evo que transcurrió desde la condenación hasta la creación material se hizo muy larga.
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Vosotros no lo entenderéis, hasta que, en el más allá, veáis estas realidades en Dios. Pero, creedme, para los demonios es mejor existir que no existir. Es mejor existir con un cierto sufrimiento que perder completamente la existencia. Algo es mejor que nada. Si no fuera por eso, el Excelso no mantendría en la existencia un lugar como ese. Horrible y lleno de sufrimiento, pero en el que también hay muchos momentos, la mayoría, en los que gozan de pequeños placeres naturales. La cantidad de sufrimiento que hay en el infierno es espantosa. Pero no hay solo sufrimiento.
Ningún predicador se excederá nunca en explicar lo terrible que es el infierno y los dolores que sufren sus moradores. El averno es más duro de lo que la mente humana puede concebir. Solo un condenado a cadena perpetua, en una pésima cárcel de un país paupérrimo, puede tener conciencia de su sufrimiento interno al cabo de veinte años. Es algo para ser experimentado, más que explicado. Pero, insisto, el infierno no es solo sufrimiento. El Padre de todas las cosas no mantendría a ningún individuo que existiera solo como puro sufrimiento. Porque eso es así, estamos seguro de que, incluso para los demonios, es mejor existir; aunque ellos mismos si pudieran elegir, elegirían no existir. En el paroxismo de la tristeza, tomarían esa opción casi todos. Pero después, más calmados, entienden que la existencia es el gran don divino que permanece en ellos. La existencia con sus pequeñas alegrías y sus tristezas.
No penséis, sin embargo, que esas pequeñas alegrías hacen del infierno algo parecido a la existencia vuestra sobre la tierra. Ya no tienen esperanza, en ellos mora el odio de forma permanente, saben que existe el Cielo y que nunca entrarán en él. Están rodeados de seres tan deformes, tan desagradables, que su compañía resulta otro peso más que hay que añadir a sus vidas.
El infierno tiene algo de isla desierta en medio del mar, solo que alrededor de ellos únicamente había un Océano de Oscuridad. Por otra parte, el infierno ofrece, al
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mismo tiempo, la sensación de estar bajo tierra. Ofrece esa sensación porque no pueden gozar de la luz divina que irradia el Altísimo.
Hacia el Ser Magnífico y los seres celestiales que lo rodeamos no pueden subir. Digo “subir”, pero podría decir “encaminarse”, “dirigirse”. Vayan a donde vayan, en todas las direcciones, solo hallan la Nada. Qué sentido tiene internarse en la oscuridad y el silencio del vacío que les rodea. Antes de la creación del cosmos material no había espacio. De forma que hablo de forma figurada cuando afirmo que podían recorrer durante meses y años ese vacío, sin encontrar nada. Antes de la creación del universo humano, no existía el espacio material, pero ellos sentían ese no-ser que les rodeaba. Aun así, no se arrepentían. Podían llenarse de rabia, podían preguntarse una y mil veces: “¿Qué he hecho?”. Pero esos pensamientos no les conducían a pedir perdón.
Los demonios no eran seres estables e inamovibles. Su psicología, sus emociones, su forma de ver las cosas, cambiaban, evolucionaban. En algunos aspectos mejoraban, en otros empeoraban. Pero lo que les definía como demonios era que se aferraban a su decisión con una voluntad inamovible. Se dolían del error que habían cometido, reconocían el error que habían cometido. Pero en las áridas tierras de su voluntad ya no germinaba la vida.
Creedme, todos los que quisieron arrepentirse pudieron hacerlo. Los que cayeron en el infierno fueron los que se aferraron a su propia decisión. Dios no podía obligarles al Bien, quisieran o no. El tártaro no era una posibilidad más entre varias, era la única posibilidad para aquellos que se niegan de forma definitiva a vivir en la obediencia al Señor.
¿Uno puede negarse definitiva e irrevocablemente? La respuesta es sí. No es fácil, pero se puede lograr. No es fácil perder a Dios irrevocablemente, pero os aseguro que los habitantes del infierno están allí porque lo han conseguido. Solo el
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odio puede resistir al amor. Ellos lograron engendrar el odio suficiente para cerrar herméticamente sus corazones.
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IV Parte
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En el mundo angélico, las cosas eran totalmente diversas. Tras la expulsión de los rebeldes, los ángeles penetramos en la Esfera. Quiero repetir de nuevo, como ya os expliqué al principio, que la Esfera era la manifestación de Dios, no Dios mismo. Aunque la Esfera era Dios en el sentido de que era su manifestación, el modo en que se nos mostraba a las jerarquías angélicas. Os hago notar que todas las criaturas, también los ángeles, necesitamos tener una imagen de Dios. De lo contrario, el Creador para nosotros sería un concepto, una idea. Con una imagen en nuestros intelectos, era más fácil amarle, era más fácil tenerle presente, dirigirse a Él.
¡Cuánta fue la emoción que nos embargó cuando llegó el momento de penetrar en la Esfera que estaba ante nosotros! La habíamos contemplado en su magnitud, frente a nosotros, desde que teníamos consciencia. Ahora, por fin, íbamos a penetrar en su interior. Los ángeles volamos en hileras hacia ella. Imposible describir lo que sentíamos.
En el pasado, algunos ángeles –unos audaces, otros llenos de fervor– habían intentado aventurarse en el interior de la Esfera, sin éxito. Al que lo intentaba, la Esfera se mostraba como un abismo infinito de luz, imposible de penetrar
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simplemente por su tamaño descomunal. Era como intentar atravesar un océano que no se sabía dónde acababa. Sin embargo, ahora que sentíamos interiormente la llamada a dirigirnos a Ella, era completamente distinto. Dios nos acogió amorosamente en su seno. Su ternura nos anonadó.
Habíamos contemplado la Esfera, durante años, antes y después de la guerra. Y, sin embargo, al aproximarnos, nos sorprendió su inmensidad. Ya nos lo habían dicho los que habían intentado aproximarse, pero una cosa era escuchar sus relatos y otra verlo con los propios ojos, tan de cerca. De lejos la veíamos en lo alto, sin referencias. Sus verdaderas dimensiones se nos escapaban. Pero, al penetrar en ella, nos apercibimos mejor de nuestra insignificancia. Dentro de la Esfera, a partir de cierto “estrato”, fue como si nos atrajera, como si nos arrastrase hacia su Corazón. Contemplamos la manifestación de Dios envolviéndonos con su amor de un modo tan intenso que jamás lo hubiéramos podido imaginar. Era como si entráramos en una nube de ternura. Los que se habían mantenido sin culpa entraron en una especie de éxtasis. Los que habíamos faltado contra Dios, rompimos a llorar. ¿Cómo podíamos haber abierto nuestras voluntades al mal si eso era el Bien?
Cómo sería esta magnificencia espiritual que, aunque aún no veíamos su Rostro, no nos pudimos mantener en pie. Nos derrumbamos de rodillas ante semejante espectáculo que contemplaban nuestros ojos. ¿Por qué habíamos pecado? ¿Por qué? El lodo del camino de la vida nos había ensuciado.
Muchos fuimos los que pasamos por una fase que podemos calificar con toda propiedad de purgatorio. Seguíamos sin ver a Dios, aunque era como si se nos hubiera permitido entrar en la shekinah, como si hubiéramos podido penetrar en la gloria que, en tiempos de Moisés, descendía a la Tienda de la Reunión. Moisés solo vio una nube que envolvía el Arca de la Alianza. Nosotros vimos mucho más; contemplamos verdaderamente la gloria que se desprendía directamente del último velo que ocultaba a Dios. Frente a nosotros había, sí, un último velo, como si de
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nubes se tratara. Nubes que dejaban traspasar algunos rayos inefables. Nunca habíamos contemplado nada ni remotamente parecido. Pero sabíamos que todavía no nos era lícito atravesar ese velo. Estábamos sucios.
Ciertamente, la Esfera ya era una manifestación de la gloria de Dios. Pero esta gloria interior era superior, y se nos había ocultado para que la prueba por la que habíamos pasado fuera realmente una prueba. De haber visto esta gloria interna, esta otra capa de su gloria, estos rayos más límpidos que llegaban a nosotros, hubiéramos sentido muchísimo menos las punzadas de la tentación. Y, en la prueba, justamente, se trataba de que nos costara mantenernos fieles. Si nos costaba, si nos resultaba arduo, entonces tendría mérito. Y así lo había determinado Dios en su sabiduría, porque solo así se forjarían las virtudes de nuestros espíritus, solo así lograríamos un grado eminente de amor. Pero, aunque lo habíamos logrado, nos habíamos manchado.
Hay que reseñar que hubo un pequeño número de espíritus que siempre fueron fieles, puros y obedientes. Pero la mayoría debíamos limpiarnos antes de entrar en la presencia divina. Ese tiempo en que lavamos nuestros espíritus empezó al mismo tiempo para todos los que la necesitábamos. Empezamos a la vez, pero obró en cada uno con una intensidad. La ternura divina era como un baño de purificación. Sumergirnos en ese Océano de Luz era sumergirse en su ternura. El ejemplo que puedo poner es el de un padre que te envuelve con sus brazos. Solo que un padre humano no puede envolverte plenamente; únicamente puede poner sus brazos sobre tu cuerpo. El abrazo divino era un abrazo de todo tu ser. Y allí estuvimos, comprendiendo lo necios que habíamos sido. Afirmar que en Dios había partes es incorrecto. En realidad, no estamos en Dios, sino que estábamos dentro de la gloria que procedía directamente de Dios, no le veíamos a Él directamente. Nos adentrábamos en los rayos de su gloria, pero aún no veíamos su Faz.
Y tampoco lo pretendíamos. Cada uno reconocía su indignidad. En nuestro interior, como si nos hablaran sin palabras, sentíamos que debíamos limpiar el ser de
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nuestro espíritu. Y suplicamos que nos diera tiempo. Los millones de ángeles que habíamos penetrado en ese Abismo de Amor nos quedamos inmóviles, como suspendidos. Solo deseábamos estar a solas con nosotros mismos y pedir perdón. No queríamos distraernos. No aspirábamos a otra cosa que a llorar nuestros egoísmos y errores.
El purgatorio de los ángeles estaba situado dentro de la Esfera, en el seno de ese Mar de Luz que rodea la superficie de la Esfera. Mar de luz localizado entre el exterior y el velo de nubes que oculta la Esencia de Dios. Como motas de polvo suspendidas e inmóviles, nos preguntábamos, una y otra vez, cómo el Ser Infinito podía ser tan grande, tan bello y tan bueno, cómo podíamos haber dudado –ni siquiera por un instante fugaz– si seguirle a Él. ¿Cómo podíamos haber hecho lo que Él no deseaba? En ese éxtasis de amor doloroso, lloramos nuestras faltas.
En el purgatorio, comprendimos que la guerra había sido dura, pero que, en el sufrimiento, los espíritus fieles habíamos destilado un amor como nunca hubiéramos podido hacerlo de haber gozado de Dios siempre de un modo pacífico. Los héroes habían aparecido en la prueba, pero nunca lo hubieran hecho viviendo en la tranquilidad de una visión pacífica.
Ahora comprendíamos cuán débiles somos. Eso jamás lo habríamos podido aprender en los libros, si se me permite la expresión. En el sufrimiento, habíamos aprendido a amar de un modo nuevo. A la inteligencia que ya antes poseíamos, se unía ahora el agradecimiento del perdón, del amor, de la humildad. Todos aprenderíamos una gran verdad: que no éramos nada, que somos polvo, que todo lo hemos recibido. No tenemos de qué vanagloriarnos. La felicidad la obtendríamos como el regalo que se otorga a un niño.
En esa fase de purificación recibimos gracias espirituales para comprender el mal que había anidado en nuestros pechos. Qué dolor el de haber ofendido a Dios. Vosotros, humanos que estáis en la tierra, todavía no lo podéis entender. A cada uno
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le quemó la iniquidad cometida, como brea oscura y pegajosa que ardía pegada a nuestra piel. No a toda nuestra “piel”, porque nadie hubiera resistido el dolor íntegro de las faltas propias. La purificación debía ir avanzando de forma progresiva. No sabéis lo que es el pecado.
Nuestras faltas nos quemaban verdaderamente, pues todos ardíamos en deseos de amar. Imposible describir nuestro sincero llanto angélico, lágrimas de ángel. Todos nos ayudábamos, nos animábamos unos a otros, entonábamos cantos, orábamos juntos. Éramos como niños desamparados que se dieran la mano entre ellos mientras rezaban sencillas oraciones. Si fuera de la Esfera nos habíamos sentido como adultos, incluso como individuos importantes, ahora veíamos que éramos infantes. Frente a Dios, éramos niños.
Íbamos extrayendo el pecado de nuestros corazones. Pero no era fácil. ¿Cómo extraer la deformación de nuestro ser, dado que el mal era parte de nosotros? Nos sentíamos desamparados, impotentes. ¿Cómo arrancarse esa brea, ese alquitrán? El mal aparecía en toda su horrenda objetividad. Ante nuestros ojos era como si el pecado se hubiera tornado algo material y viscoso. ¡Nuestros defectos nos habían parecido antes tan pequeños, tan excusables! Pero allí, a la luz del conocimiento divino, lo veíamos en sus auténticas dimensiones. No podía entrar esa hediondez en la blancura inmaculada del Altísimo. Pero no podíamos arrancarlo, porque el mal era parte de nosotros mismos. Es decir, éramos nosotros los que nos habíamos vuelto un poco malos, aunque nuestra voluntad rechazase ahora eso. No podíamos arrancarnos el espíritu. Solo nos cabía llorar y cambiar lentamente. ¿Duró mucho este purgatorio? Lo cierto es que cada ángel lo vivió de un modo más o menos prolongado. A mí me dio la sensación de haber estado una decena de años.
Si la fase anterior, la de la prueba, equivalía a una vida humana, a una vida que hubiera pasado muy rápida, una vida con momentos decisivos en los que el evo parecía detenerse casi enteramente de tan lento que transcurría; ahora el purgatorio
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equivalía a un tiempo indeterminado que nos daba la sensación de que no avanzaba. Parecía que el tiempo se había paralizado. Para el que tuvo menos que purificar, el evo fue percibido como algo que transcurría rápido. Para el que tuvo más que penar, parecía como si el transcurrir de los años se hubiera atascado. Como uno que por sus pecados hubiera quedado perdido en una espiral de tiempo. Una espiral de tiempo perdida en un gigantesco laberinto de momentos abandonados. La sensación era desagradable, pero era cada uno el que se había metido en ese laberinto. Era cada uno el que había transformado su mente en ese laberinto.
Hubo temporadas enteras en las que esa espera se hizo especialmente dura. Había momentos de desmoralización en que uno pensaba: “Se han olvidado de mí”. Pero después me sometí de corazón: “Merezco ser olvidado”. Cuando el llanto y el sometimiento purificaron cuanto en mí había de indómito, cuanto en mí había de soberbia, entonces pasé a la siguiente lección. Los ángeles santos que habían pasado directamente a la presencia divina nos visitaban, nos ayudaban con sus enseñanzas y consejos. Los ángeles santos fueron enviados a nosotros y se transformaron en nuestros padres espirituales.
Poco a poco, todos íbamos sintiendo un amor más purificado. Pues, en ese tiempo de purgatorio, había fases. Hacia el final, la Trinidad se nos hizo más presente en cada uno de nosotros. Realidades como la inhabitación divina, la propia santificación lograda a través de la prueba y la purificación subsiguiente se nos hacían más perceptibles, más claras. Era como si el bien en nosotros fuera eclipsando ese mal nuestro que se iba diluyendo. Todos los que aguardábamos sumergidos en las aguas lustrales anhelábamos con todo nuestro corazón ver a las Tres Personas.
Por fin, un día, sin esperarlo, se acercaron de lo alto ángeles santos que nos dijeron: “Hoy vais a ver a Dios”. De verdad que aquella irrupción fue una sorpresa. Sabíamos que nos acercábamos. Pero nada nos había indicado que ese era el día. Esos ángeles nos ayudaron a salir de las aguas lustrales. Fue entonces, fuera, cuando nos
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vimos: ¡estábamos limpios! Qué alegría tan indescriptible. Ya no encontrábamos en nosotros manchas; todo era blancura.
Y así las miríadas de ángeles ya purificados volamos hacia el centro de la Esfera de Luz y comenzamos a penetrar reverentemente a través del velo de nubes.
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Y entramos, por fin, a la presencia divina, y lo vimos cara a cara. Se nos mostró en toda su contundencia: vimos con nuestros pobres ojos a la Santísima Trinidad. Conforme entrábamos en su presencia, con todo respeto nos arrodillábamos sin poder dejar de mirar la Esencia de Dios.
¿Lo que vimos a qué lo compararé? La Primera Persona de la Trinidad solo la puedo describir como una Roca Infinita, una especie de peñasco inamovible e inmutable. La palabra “peñasco” trae reminiscencias de algo irregular, pero este peñasco contenía dentro de sí todas las geometrías. Esta expresión de orden y geometría le conferían el aspecto de un templo catedralicio, tan alto como ancho. Un templo cuya altura se perdía en las alturas y en la profundidad, con muros tan extensos como su Ser. Un templo infinito no labrado por manos humanas. Esa Roca – grande como una catedral infinita– era la primigenia Causa Incausada. En ese Templo, asimismo, había muchas moradas. Moradas donde vivían los servidores más cercanos al Hacedor.
Era lógico, los que en el tiempo de prueba más ardientemente habían deseado acercarse al Misterio Divino, ahora ese Misterio los había acercado más a sí. Esos afortunados podían ver a la Fuente Primigenia del modo más cercano posible. Ellos moraban en las inmediaciones del Trono del Padre. Trono que no tenía nada de
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material, pues ese trono eran los cuatro serafines que lo rodeaban cantando día y noche: Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios de los Ejércitos.
Los cuatro serafines, gigantes del conocimiento, ardiendo en amor. Cualquiera de ellos hubiera pasado por ser Dios de no haber estado al lado del Omnipotente. Había que verlos rodeando a Dios, para entender que ellos solo eran su Trono.
De ese Templo surgía un arroyo que se hacía grande como el más inmenso de los ríos. El agua que surgía del Templo era un Agua Viva. La Segunda Persona de la Trinidad era como una corriente constante, infinita. El Río tomaba fuerza, se arremolinaba con violencia, con energía, espumante entre las rocas eternas de la inmutabilidad del Padre. Las aguas cantaban una eterna sinfonía en ese chocar contra los peñascos del Templo Infinito. La corriente de amor embestía contra esas rocas de un modo vehemente, desbordante. Era el amor más intenso que jamás podáis imaginar. Ese Río, finalmente, grande como millares de Nilos, se remansaba. El ímpetu del amor y la serenidad de la dicha estaban presentes en ese único y mismo Río. También en ese Río aleteaban espíritus completamente sumergidos en la vida del Hijo.
El Río Infinito desembocaba en un Mar que era la Tercera Persona de la Trinidad, un mar apacible, un remanso de Felicidad. La palabra Mar puede parecer más grande que Río. Pero, en este caso, el Río era tan ilimitado como el Mar. Incluso el Templo era tan extenso como el Mar del Espíritu. Este Océano estaba lleno de vida, de corrientes de gozo. En su infinita extensión y en su inacabable perímetro batían eternamente las olas de su amor. Amor tan impetuoso que formaba grandiosas tempestades de dicha. Amor tan desbordante que elevaba mares de nubes que acariciaban con su lluvia el Templo del Padre y el Río del Hijo. Era como si ese Mar del Espíritu quisiera abrazar al Padre y al Hijo, y lo hacía. Los tres estaban unidos en una corriente eterna de conocimiento y amor.
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Los miles de millones de ángeles estaban alrededor de este Ser tan sublime. Y era como si prados de flores crecieran alrededor del Templo. Como si selvas ornasen las orillas del Río. Como si el Mar estuviera bullendo con la vida de peces y cetáceos. No eran realidades biológicas las que estaban allí, lo que veíamos era ese Ser Infinto bullendo de vida, rodeado de bellísimas formas angélicas. Millones de ángeles sobrevolaban a la Trinidad, millones de espíritus se agitaban dichosos entre las divinas Personas.
Lo que os he ofrecido son imágenes visuales, pero lo que no os puedo transmitir es la felicidad que gozábamos en ese momento. Palabras, pobres palabras, para expresar ese Misterio que desprendía tal gozo. Gozo que no es que solo lo viéramos, sino que lo sentíamos, nos lo transmitía. Estábamos colmados de una felicidad perfecta. Habían valido la pena todos los sufrimientos. Los planes de Dios eran sabios y perfectos; ahora lo comprendíamos.
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V Parte
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Sin duda, muchos creeréis que la visión beatífica fue el final de las crónicas angélicas. Pues no. La contemplación de Dios nos dejó en un primer momento en un estado de éxtasis. Era un verdadero y perfecto éxtasis. Todas nuestras potencias intelectuales y volitivas quedaron absortas en la contemplación. En unos duró más, en otros menos. En algunos de nosotros, ese estado duró meses. Pero, después, pudimos comenzar a movernos, a realizar operaciones, sin salir de esa felicidad indecible. Y así la historia de los ángeles prosiguió. Nuestro Padre se deleitaba en contemplar nuestras obras. Era como un padre humano que disfruta viendo a sus hijos jugar y levantar pequeños castillos de arena.
No, no quedamos inmóviles. La visión beatífica no nos convertía en individuos paralizados por la felicidad. Al principio sí, porque el choque fue impresionante. Pero, después, los siglos que siguieron vieron el desarrollo de nuestra ciencia, vieron los cambios en nuestra sociedad angélica. Existía una vida social. La felicidad entre nosotros era una felicidad que nos llevaba a obrar. Muchos no lo entenderán. Creerán que lo divino anula lo finito. Pero lo cierto es que no es así. La amistad, el placer de investigar, los juegos, todo continuaba. Éramos felices, y en nuestro gozo construíamos nuestra sociedad.
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Nuestro Padre nos acompañaba, nos hablaba a cada uno, se gozaba de estar con nosotros. También nos decía que iba a crear un cosmos material. En nuestro mundo angélico, no existía ni un átomo de materia ni una mota de polvo. El Padre de los Ángeles deseaba crear un universo material grande, generoso en sus dimensiones. Aquel designio de creación nos fascinaba. ¿Cómo sería ese cosmos tangible?
De momento, no solo no existía materia, tampoco existía todavía tiempo material. Nuestro evo era una realidad muy fluida y elástica. Pero sabíamos, así se nos había dicho, que en algún momento de nuestro tiempo angélico aparecería un universo que se podría tocar, repleto de formas visuales, con un tiempo distinto del nuestro, con un transcurso propio e independiente del nuestro.
No es sencillo responder a la pregunta de cuánto evo transcurrió antes de que apareciera el Tiempo. Pero para que os hagáis una lejana idea, os diré que vuestro universo apareció pocos años después de que entráramos en la presencia de Dios. El Creador nos lo anunció con antelación, y todos estuvimos presentes y atentos para ver el inicio de la nueva realidad.
Y en el instante preciso que se nos había anunciado, Dios dijo: “Hágase la luz”. Y en medio de la oscuridad de la Nada, apareció una luz brillante, blanca, que se expandió como una esfera. Era el comienzo del Universo. No nos perdimos detalle acerca de cómo esa luz se iba apagando. De cómo al enfriarse, la materia en estado sólido era visible como pequeñas motas de polvo.
Acordaos cómo fue nuestra creación, la de las glorias: de Dios, como si fuera un Sol Infinito, surgieron trombas de luz, erupciones de millones de puntos resplandecientes; trombas que se combaban hacia la superficie de la Esfera, atraídas por esta, formando remolinos y volutas. Mientras que la creación del mundo material fue como una explosión esférica. De pronto, del Creador surgió una esfera blanca, brillante, purísima.
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Fue fascinante observar ese apagarse de la luz. Y, después, la lenta danza de esas partículas hasta formar los primeros pedazos de materia, los primeros cuerpos. Y así, paulatinamente, hasta aparecer los primeros astros. Dios nos explicaba todas las leyes con las que había dispuesto su creación. Se fue poniendo en marcha una danza astronómica, en la que la materia se iba agrupando. Iban apareciendo remolinos de materia. Pasó mucho tiempo, pero todos estábamos avisados de que viniéramos para ver refulgir la primera estrella. Era la primera estrella que brillaba en esos vacíos de la materia.
Los ángeles más sabios nos explicaron hasta el último detalle de los procesos atómicos de fusión, que se producían en el núcleo de ese primer astro brillante, de esa primera gema que resplandecía en la oscuridad del universo material. El plan divino nos sorprendía: qué inteligencia la del Creador. Además, no podíamos evitarlo, en todo ese universo material veíamos una genial explicación que Dios había hecho de sí mismo. Para vosotros, ese libro que es el cosmos resulta ininteligible en muchas de sus partes. Para nosotros, no había parte o aspecto del cosmos que no nos hablara de Él. El universo era un gran libro, una gran explicación de quién era Dios; era como una gran parábola.
El Señor podía haber creado el universo de una sola vez, tal cual lo conocéis vosotros ahora, con todos sus elementos ya formados. Pero la Sabiduría optó por un plan que demostrara mejor su inteligencia. No solo crearía el cosmos, sino que crearía un cosmos que evolucionase. No solo crearía una obra de arte, sino una obra de arte dinámica. Hacer eso requería un plan mucho más complejo. Pero nada hay difícil para Él, y así dispuso que su creación sería un universo en evolución. Su obra de diseño se desplegaría a través de las leyes que Él mismo había dispuesto.
Ese era el estilo de Dios, obrar de un modo natural, obrar paulatinamente, casi sin que se notara su Mano Sapientísima, tratar de hacer todo a través de las causas segundas. Formidable, un plan formidable. Qué diferencia entre vosotros humanos,
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que siempre queréis aparecer, intervenir, ser reconocidos, y la clase y dignidad de la Sabiduría Infinita, humilde y discreta. El Hacedor es discreto hasta en la misma obra de sus manos.
Y, por otra parte, qué diferencia también con vosotros, que deseáis tener poder para cambiar todo de golpe. Por el contrario, Dios se deleitaba en contemplar la evolución de su obra. Cuando tenéis autoridad, todo lo queréis hacer vosotros mismos sin delegar nada, sin confiar en nadie. El-que-todo-lo-puede, por el contrario, amaba usar las causas segundas. Así fue en el mundo angélico, y así fue en el mundo material, y así sería en el mundo humano cuando apareciera. Ese era el estilo del Señor, el estilo inconfundible de su obrar.
Pasaron millones de años en los que nos solazábamos en recorrer esa gran obra de arte. Dios nos había explicado muchas facetas de esa creación suya. Pero nos dejó la mayoría de las cosas sin explicar, para que tuviéramos el placer de descubrirlas por nosotros mismos. Era como recorrer un enigma, un acertijo, un problema que un padre propone a sus hijos. De este modo, nosotros nos solazábamos en descubrir más y más leyes físicas, los procesos astronómicos, y tantas y tantas cosas contenidas en aquella creación tan extensa.
Dios había sido muy generoso creando. Podía haber hecho algo bello, pero más modesto en dimensiones. Pero no, su liberalidad era desbordante. Ese universo era, si se me permite la expresión, un verdadero derroche. Era como si no hubiera reparado en gastos, si se me permite otra expresión inadecuada. Era una creación con una arquitectura de leyes admirable. Antes he dicho que el mundo espiritual es más grandioso que el material. Es cierto. Pero nosotros los ángeles, conforme más conocíamos el cosmos material, nos sorprendíamos al ver cómo se podía hacer tanto con tan poco. Cómo la Mano de Dios podía crear tantas formas, tanta diversidad con tan pocos elementos. Toda esa maravilla estaba levantada con tan solo 118 elementos químicos.
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Y en un punto concreto de su creación, su voluntad hizo aparecer un lugar que sería la joya de su universo material. En esa joya colocó mares, montañas, nubes, un cielo azul, un devenir de amaneceres y crepúsculos. Era como un poema escrito directamente por la Mano del Creador.
Y allí decidió hacer aparecer la vida. Pero no vida angélica, sino vida material. ¡Iba a dotar de vida a la materia! Increíble. ¿Era eso posible? ¿La materia podía vivir? A vosotros la vida os parece algo fácil. Pero hasta la más pequeña forma de vida es un verdadero milagro divino. Recordad que hasta un simple virus es una máquina que se construye a sí misma, y que hace otras máquinas que son copias de ella. Su miniaturización os hace parecer el proceso como algo pequeño y sin importancia. Pero no es así. Si vierais un automóvil fabricarse a sí mismo, y fabricar otros automóviles, os quedaríais estupefactos.
Nosotros sí que sabíamos, gracias a que somos más inteligentes que vuestros más prestigiosos catedráticos, lo impresionantemente compleja que era la más pequeña forma de vida. Por eso, nos quedamos admirados. Sin esa decisión del Creador de que apareciera la primera semilla de vida, el planeta Tierra hubiera seguido sin vida durante una sucesión infinita de millones de años. Pero, por el contrario, Dios dijo: “hágase”, y la vida pululó en ese planeta. El desarrollo y evolución de la vida fue un espectáculo que nos dejó extasiados.
Pasaron millones de años, pero, creedme, se nos hicieron tan cortos. Siempre estábamos mirando a ver cómo avanzaban esas plantitas, esos animalitos. Plantitas y animalitos que dieron lugar con el tiempo a selvas de miles y miles de kilómetros de longitud. Miles de kilómetros de selva inacabable son un mar selvático. En ese mar de vegetación fue en el que se movieron colosales formas zoológicas que todavía ahora atisbáis por sus esqueletos. La vida se extendió, se diversificó, se expandió como una explosión cada vez más variada, cada vez más apasionante. Os podría explicar la etapa en que aparecieron las primeras flores, los primeros pasos de un
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animal sobre la tierra, cuando comenzaron a aparecer los primeros pájaros. Los ángeles entusiasmados contemplamos los primeros vuelos; qué pasos tan sensacionales daba la vida.
El planeta Tierra estaba lleno de ángeles; nos encantaba estar allí. Era como nuestro jardín de descanso. Como si Dios hubiese hecho un jardín para deleite de nuestra vista. Y, aunque todo era una sucesión continua, todo lo que veis ahora en vuestro mundo comenzó a suceder en alguna etapa. Y así vimos a los primeros delfines que saltaron del agua. Vimos cómo, por una larga evolución, los dinosaurios se hacían más y más colosales. Entre nosotros, discutíamos cuál sería el límite a ese proceso de gigantismo. Observamos cómo algunas aves retornaban al líquido elemento, convirtiéndose en pingüinos al cabo de generaciones.
El mundo en su estado virgen, ¡qué espectáculo! Los paisajes de la Tierra tal como se mencionan en el primer capítulo del Génesis, recién salidos de la Mano de Dios. Todo era perfecto. Nuestro Padre, a veces, nos explicaba el sentido de cada planta, de cada insecto. Cada ser viviente había recibido su propio nombre.
sección 28
Después vino el momento tan esperado, la hora anunciada tanto tiempo antes: la creación del hombre. ¿Cómo lo haría?, nos preguntábamos. El Creador tomó un ser viviente que ya existía, un homínido, y lo transformó, dándole una apariencia diversa de la que tenía. Le otorgó un aspecto humano. Podía haber creado el cuerpo de ese hombre directamente de la nada, pero al Omnipotente le gusta superponer, construir sobre lo que ya hay. Se deleita en que su creación avance. A Él, que puede intervenir milagrosamente siempre que quiere, le complace actuar a través de sus propias leyes. Es curioso, el Señor se complace en no
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alterar el decurso de sus propias leyes. Este modo de obrar demuestra más inteligencia que hacer las cosas a base de saltos en la nada. Y también en la creación del hombre quiso superponer; quiso, expresamente, mantener la belleza de la continuidad.
El Hacedor otorgó a ese mamífero bípedo y peludo una apariencia humana. Lo irguió para que mirase al cielo. Transformó su rostro que dejó de tener un aspecto animalesco. Esa transformación corporal era conveniente, pues de lo contrario no se hubiera distinguido de los homínidos de los que procedía. Y no se pone un vino nuevo en un odre viejo. El vino nuevo era el alma, para la cual modeló un odre adecuado a la dignidad de tan gran joya.
El primer hombre, por tanto, tuvo un aspecto humano desde el primer momento. Muchos de vosotros lo dibujáis como una cosa intermedia entre el mono y el gorila, pero no fue ese el aspecto que tuvo. Su apariencia era plenamente humana. Era bellísimo, pues había salido directamente de las manos del Padre Celestial. En vosotros, hay fealdades y taras acumuladas por generaciones. Adán, sin embargo, era perfecto.
Dios modeló ese cuerpo y le infundió el alma. Ese primer hombre abrió los ojos y se encontró en el mundo. A ese primer hombre, solo en el planeta, no le dejó el Señor en una total soledad, sino que le mostró su Rostro de Padre. Así que, como lo había hecho con nosotros, se le manifestó. El Creador se le manifestó a Adán como soléis representar a Dios Padre: como un anciano venerable con una barba de ondas blancas. Era algo más alto que Adán y paseaba con él por el Paraíso.
Se le manifestaba así de un modo humano a Adán para significar que Él era su padre. De esa manera, le mostraba visualmente su paternidad y su ancianidad. A los ángeles, sin embargo, como no tenemos apariencia material, se nos había manifestado de un modo que he expresado como algo parecido a una esfera. A los ángeles se nos podía mostrar como algo colosal. Pero si se hubiera mostrado con un tamaño
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gigantesco a Adán, no hubieran podido pasear, charlar como un padre con su hijo. Se hubiera facilitado la adoración a costa del cariño.
Fijaos qué bondad la de Dios, no deja solo a nadie. El Creador tiene muy en cuenta vuestra necesidad de cariño. Vuestra necesidad humana de sentir a alguien cercano. Y así, como Padre e hijo paseaban por ese mundo perfecto. Y Dios le enseñaba las cosas, lo mismo que un progenitor enseña a su unigénito. Os diré una curiosidad: Adán andaba desnudo, pero su padre iba cubierto con una bellísima túnica blanca como los vestidos de Jesús en la Transfiguración. Esa túnica simbolizaba tanto su dignidad como que no todo, acerca de Dios, se le había revelado a Adán.
Así como la Esfera Infinita era manifestación para nosotros del Dios Uno, así ese Padre que andaba al lado de Adán era también manifestación del Dios Uno. Es decir, el Padre que paseaba por esos prados era la Trinidad, no una sola de las Tres Personas.
Los coros de los ángeles estábamos estupefactos ante tanta generosidad. Todo un Dios paseando al lado de su criatura. También nosotros, en los tiempos de nuestra prueba, habíamos podido hablar con Él, pero lo habíamos visto siempre bajo la manifestación de su majestad. Adán lo tenía al lado como a un padre. Y Dios le señalaba con su propia mano un pequeño insecto que se encaramaba en una hoja, o una lombriz que salía de un montón de tierra húmeda. Le explicaba las cosas con una paciencia insuperable.
El Hacedor se había manifestado a las glorias angélicas revestido más de su omnipotencia. También era Padre para nosotros y como tal se comportó. Pero en su manifestación primaba más lo intelectual y lo grandioso. Mientras que con Adán primó el cariño y la ternura. Fueron dos manifestaciones muy distintas la de Dios a los ángeles y a los humanos.
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El Padre Celestial no estaba siempre al lado de Adán. Al amanecer y al atardecer, se le aparecía a su hijo. Aparecía andando con sus pies desnudos sobre la hierba de los prados de esa naturaleza primaveral. En el mundo había desiertos y hielos, pero el Señor le había colocado en un espacio perfecto por la temperatura y la vegetación. Para Adán la gran alegría era estar con su Padre. Unas veces gozaba de su compañía una hora, a veces más. Después, el Padre se despedía y se marchaba andando.
Aunque muchos de vuestros estudiosos, hoy día, creen que el lenguaje humano proviene de sonidos guturales y pequeños gritos, lo cierto es que Adán recibió un lenguaje de golpe. Vuestro primer padre no apareció como un bebé de unos meses en mitad del campo. Apareció adulto y recibió, por infusión divina, una lengua para comunicarse y pensar. Así fue desde el primer momento. Con el lenguaje, Adán pudo pensar desde que despertó a la consciencia. Pudo comunicarse con su Creador desde que abrió los ojos.
Y eso era lo que más le gustaba a vuestro primer padre, hablar con Dios. El resto del día, Adán exploraba. Su trabajo, de momento, era explorar, conocer. De un modo natural, comenzó a crear instrumentos y objetos. Adán trabajaba, no estaba ocioso. Trabajaba y Dios le había enseñado a orar. Durante todo el tiempo que estaba solo ejercitaba la fe. La soledad le hacía sufrir un poco. Sí, incluso en estado de gracia original, había que esforzarse y cabía el sufrimiento.
Adán conoció el sabor de la soledad. También los hombres deberían pasar una prueba, como lo habían hecho las glorias. Esa soledad le hizo amar más a Dios. Cuarenta y cinco días después, Dios creó a Eva. No lo hizo inmediatamente tras la creación de Adán, para que este valorara más el don que suponía la presencia de ella. Qué bella era la primera mujer salida de las manos del Creador. Ambos tenían los ojos azules como el cielo. Eran rubios y de piel bastante blanca. Su raza no era como la de los nórdicos, sino como la de algunos europeos del Mediterráneo. Sé que
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pensáis que ese es un estereotipo iconográfico sacado de vuestros retablos y cuadros. Pero no, vuestros primeros padres eran como ángeles con cuerpo, trasmitían una impresión espiritual, un aire de candidez, desconocían completamente el mal. Nada sabían de la caída de los ángeles. Carecían de la experiencia del mal. Sea dicho de paso, como ya algunos de vosotros habíais deducido, ni Adán ni Eva tenían ombligos.
Los ángeles estábamos a su alrededor. Comentábamos entre nosotros, pero no les hablábamos. Si todos les hubiéramos intentado hablar, hubieran escuchado un griterío de ideas. Solo sus dos ángeles custodios podían hablarles a través de inspiraciones que silenciosamente les venían a la mente. Aunque Adán y Eva no sabían que provenían de los ángeles. Apenas sabían nada de nosotros, si bien Dios les había explicado que existía otra creación. Lo cual provocó que Adán y Eva le hicieran inacabables preguntas acerca de esa otra creación.
Dios les dosificó sabiamente la información, pues debían centrarse en el mundo material que debían poblar. Les animaba a la oración, pero no era su voluntad que dedicasen sus jornadas a la teología ni a otros campos especulativos. Aun así, Dios les hablaba de todo lo que le querían saber. Qué bello era pasear por el Edén, preguntar y escuchar las explicaciones directamente de la boca del Creador. Qué momento tan irrepetible. Vosotros habéis tenido maestros. Ellos tuvieron como Maestro al Creador mismo.
Ahora, vosotros, humanos, podéis soñar cómo debió ser la vida en el Paraíso. ¿Cómo sería morar bajo las estrellas con una temperatura primaveral? Vivir comiendo de los frutos del campo. Andar descalzo sobre la hierba, sentir la tierra húmeda bajo la planta de los pies sin que esa tierra lastimara tus pies. Beber de los arroyos directamente. Una vida natural en medio de la naturaleza. Una vida perfecta en un lugar perfecto. Tumbándose por la noche a contemplar el espectáculo de las manchas difusas de la Vía Láctea.
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¿Cómo debían ser los pensamientos de aquellos todavía no contaminados por otros hombres? Ya os digo que eran pensamientos candorosos, casi infantiles. Todo les producía sorpresa. Nada había dañino sobre la tierra. Los animales eran buenos. Los frutos de las plantas no eran venenosos. ¿Cuánto tiempo estuvieron juntos Adán y Eva sin pecar? Os lo digo: cinco meses, dos semanas y cuatro días. Medio año de felicidad.
Si llovía, las gotas de agua templada caían sobre ellos. Era una existencia bajo la caricia de los rayos del sol, pasaban las horas bajo un cielo azul recorrido por nubes. Después, con el pasar de las generaciones, vendríais vosotros, los hombres que vivís en apartamentos que son cuevas, seres humanos que vivís lejos del alegre sol, lejos de la naturaleza. Hombres que vivís encerrados, desconociendo la naturaleza y el cosmos. Seres humanos con malicia. Vuestras mentes están llenas de vanidades, de cosas que os ensucian.
Ellos tenían una mente limpia. Disfrutaban del momento, sin ambición, como solo lo hacen los niños. Sois hijos de ellos, y qué poco os parecéis a vuestros primeros padres antes de la caída. Hay mucho pecado acumulado en vuestra historia. Son muchas generaciones de pecados tras pecados.
Ellos vivían admirándose de lo que les rodeaba, explorando nuevas partes de aquellos prados que parecían un jardín. Cuando subían una colina y miraban qué había detrás, eran los primeros en la Historia en ver esa parte del mundo. Cada zona que recorrían, eran los primeros humanos en hollarla. Todo era nuevo. La naturaleza les parecía tan bella.
Nosotros, invisibles, los veíamos desde lo alto. A veces, los acompañábamos. Siempre nos manteníamos en silencio, pero cuánto nos gustaban sus juegos y descubrimientos. Éramos como adultos que, de lejos, siguen a sus hijos. Los humanos eran como si fuesen de los nuestros, de nuestra familia; los veíamos como si fueran ángeles encarnados. Nuestra psicología, nuestro entendimiento, nuestra historia había
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sido diferente. Ciertamente que la sustancia de un ángel era distinta a la de un humano. Pero ellos eran “nuestros niños”. Y eso que Adán apareció, desde su creación, con una edad de veinticinco años. Y Eva con tres años menos.
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Pero, así como nosotros tuvimos nuestra prueba, así también la tuvieron ellos. También ellos, además de tener una vida natural, debían desarrollar una vida espiritual. Eso implica fortaleza, paciencia, fe, agradecimiento, esfuerzo, virtudes. Y así, tras un mes en el Paraíso, el Padre les guio al centro del Jardín. Allí les mostró el Árbol de la Vida. Largamente les habló de ese árbol.
Los ojos de vuestros padres miraron el árbol, lo examinaron cuidadosamente. No era muy grande. Seguro que algunos de vosotros hubierais escogido al imponente roble o al alto cedro. No, el Árbol de la Vida contaba solo con unos seis metros de altura. Tenía un aspecto esbelto y grácil, casi espiritual. Os preguntaréis a qué especie pertenecía, pero se trataba de una especie única. Ese árbol era único en todo el jardín. Se parecía al almendro, sus hojas eran suaves, su tronco y sus ramas formaban un conjunto muy proporcionado y bastante simétrico. Sus frutos redondos podían recordar a las ciruelas granates, jugosas y de carne anaranjada por dentro. El árbol, aunque en medio del bosque, estaba situado solitario en un claro, en el centro de una especie de valle circular. No había posibilidad de confusión. Parecía como si la misma Naturaleza lo señalase.
El Árbol de la Vida ofrecía esos frutos que, comidos con amor y devoción hacia Dios, constituían como un sacramental. Cinco días estuvo dándoles explicaciones acerca del Árbol y sus frutos.
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Vuestros primeros padres seguían recorriendo los parajes que les rodeaban, parajes totalmente desconocidos para ellos. Un día, Adán y Eva descubrieron el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal en una de sus exploraciones. El árbol había estado en el centro de ese inmenso jardín, a veinte minutos de distancia del primero, pero ese recodo no lo habían visitado. Fue una sorpresa. Su apariencia les llamó la atención.
Sus ramas se mostraban especialmente retorcidas. Sus hojas eran oscuras, aunque con varias tonalidades, muchas de las cuales llegaban a ser casi negras. Sus frutos eran de un rojo intenso, del tamaño de las manzanas, con vetas violáceas. Como el Árbol de la Vida, también estaba situado en un claro, también en el centro de una hondonada. De nuevo, la Naturaleza parecía querer señalar este segundo árbol singular.
Tenía hojas oscuras porque Dios lo había marcado de forma bien inequívoca. Nadie podría comer de él por error. Aun así, era un árbol bello. Pero el árbol e incluso su entorno presentaban un aire siniestro. Lo cual se remarcaba por el hecho de que Dios les había mostrado el Árbol del Bien al mediodía; y el Árbol inundado de luz aparecía esplendoroso. Mientras que este Árbol del Mal lo habían descubierto en el crepúsculo. Desde el primer momento que lo vieron, tuvieron la sensación de que ese árbol daba frutos de oscuridad.
Preguntaron a Dios esa misma noche. Él miró pensativo a Adán y Eva. Les habló, les habló largamente acerca de ese árbol. Sus palabras parecían estar impregnadas de una especial seriedad.
Sí, fueron dos árboles reales, no meros símbolos. En un mundo natural, un mundo de animales, plantas, montes y ríos, esos dos árboles fueron más que una metáfora, fueron reales, tangibles. Era razonable que fuera así. ¿No os dais cuenta de
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que era más bello que fuera así? ¡Poder ver con los propios ojos al Árbol de la Vida (símbolo de Cristo) milenios antes de la Encarnación! Poder verlo, tocarlo y olerlo. Poder tomar en las manos sus frutos. Ciertamente, era un hermoso sacramental plantado en medio del Edén.
Pero, para ejercitar sus virtudes, Dios debía ponerles alguna prueba. De lo contrario su vida espiritual se hubiera desarrollado a un ritmo mucho más lento y sin posibilidad de actos heroicos. Sin algo que superar, la vida allí hubiera sido simplemente agradable y placentera, pero no hubiera ofrecido grandes oportunidades de desarrollo espiritual. Aquellos campos eran deleitosos, perfectos para una vida plácida, pero Dios había creado esas praderas como marco para algo mayor, eran el marco perfecto para la vida espiritual que quería que se desarrollase allí.
El Todopoderoso les podía haber puesto un mandato o una prohibición más intelectual, más complicada. Pero para esos seres sin malicia, el Sabio entre los Sabios consideró que bastaba con ordenarles que evitaran un determinado árbol. En un mundo en el que no había dinero ni lujuria ni la ambición de poder ni objetos que excitaran la codicia era lógico que el mandato fuera algo sencillo, algo acorde a la naturaleza en la que vivían: no comer de un árbol.
En los días siguientes, el Mal siguió atrayendo la atención de Adán y Eva, y le preguntaron más cosas a su Padre. Él, bondadosamente, contestó: Era un árbol que era malo, porque sobre él pendía una prohibición. No solo no debían comer bajo ningún concepto sus frutos malignos, sino que para evitar tentaciones no debían ni tocarlo.
–Es preferible –les advirtió seriamente– que ni siquiera os acerquéis a él.
Pero, en los días que siguieron, hubo más preguntas. Paseando por el Edén, Eva preguntó al Padre:
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–Todos los árboles que has plantado en este jardín son buenos. ¿Creaste el Mal para plantarlo aquí? Es decir, ¿has creado con tus manos santas un árbol malo?
–No, hija mía, ese árbol es bueno y es bello y sus frutos son sabrosos. Yo nada hago mal.
–Pero es el Árbol del Mal –insistió Eva con respeto.
–Ese árbol tiene su nombre porque yo se lo puse. ¿Y cómo te dije que se llamaba?
–Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal.
–Exacto, hija. Ese árbol en sí mismo no es malo. Pero sobre él pende una prohibición, mi prohibición. Por eso, si coméis de sus frutos conoceríais, por primera vez, el Mal. Por eso no dije que era el Árbol del Mal, sino el Árbol del Conocimiento del Mal.
–Dijiste que era “del Conocimiento del Bien y del Mal” –añadió Adán–. ¿Por qué no lo llamaste el Árbol del Conocimiento del Mal, es decir, solo del Mal?
–El Bien y el Mal se hayan mezclados en ese árbol –contestó Dios–. Ni siquiera ese árbol, ni siquiera él, es puro Mal. El Mal siempre se mezcla con lo bueno para atraer. Si el Mal fuera puro, nadie se sentiría atraído por él. Siempre debe haber un cierto nivel de mezcla.
–Me da miedo –comentó Adán–. Me da miedo el mero hecho de que esté en este jardín.
–Tranquilo, el árbol no se mueve. Está fijado al suelo.
–Pero ¿no sería mejor si no estuviera en el jardín? Podríamos Eva y yo arrancarlo. ¿Te agradaría?
–¿Qué os dije?
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Adán se puso pensativo:
–Que ni siquiera lo tocáramos –contestó Adán.
–Ahora respóndeme: ¿qué sería, por tanto, lo bueno?
Adán reflexionó y respondió un poco triste:
–Obedecer.
–Exacto. Si por hacer el bien, lo tocáis, algo se os contagiará de la savia que humedece su corteza. En el acto de hacer el bien desobedeciéndome, algo os impregnaríais del mal.
–¿Pero no sería mejor que no estuviera en el jardín? –preguntó Eva–. El jardín es perfecto. Me parece que sería mejor sin la presencia de ese árbol lúgubre.
–Querida Eva, aunque Yo arrancara ese árbol, el Mal seguiría pudiendo existir. Esa acción no lo evitaría. Al menos, así, es visible, está marcado, os podéis alejar. Y cada vez que os alejáis de ese árbol, cada vez que decís en vuestro interior: “vamos a obedecer a Dios”, os hacéis más fuertes en vuestro espíritu. No, el árbol cumple su función.
Los meses pasaron. Eva tardó en caer desde que conoció la existencia del árbol maligno. Lo que sucedió después es de todos sabido. Lo que nos dejó consternados fue descubrir, lo supimos después, que el Diablo estaba suelto por el mundo. Todos los ángeles nos arremolinamos a preguntar a Dios. “Vosotros tuvisteis vuestra prueba, ellos deben tener la suya”, fue la respuesta divina.
Y después desplegó ante nosotros la historia humana. Aunque os parezca un sinsentido, también el demonio tenía su parte en vuestra santificación. También los ángeles caídos eran, sin quererlo, instrumentos para forjar el Bien más profundamente
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en las almas. La tentación formaba parte del modo en que os ibais a santificar. Dios nos explicó que si hubiera apartado a los demonios del mundo material, hubiera habido menos pecados en la historia de la humanidad. Pero que, permitiendo su acción, los actos de virtud serían más intensos, incluso heroicos.
–Habrá más pecados, sí, pero la mayoría de los pecados serán de debilidad, y fácilmente se arrepentirán los humanos –nos explicó Dios–. Mientras que la tentación los llevará a realizar actos excelsos de virtud. Confiad en mí. Sé que será así.
Esas fueron sus últimas palabras. Tuvimos plena confianza en lo que Él nos dijo, aunque nuestras pobres inteligencias por sí mismas no quedaran del todo tranquilas. Pero por Dios sí que quedamos sosegados. Él sabía infaliblemente lo que era mejor.
Como os cuento esta historia para satisfacer vuestras curiosidades, añadiré que el Diablo se le apareció a Eva en forma de serpiente. En ese mundo natural, el árbol y la serpiente malignos aparecieron verdaderamente como un árbol y una serpiente. Sé que vosotros hubierais preferido una aparición teatral como en la novela Fausto, pero todo tuvo una apariencia “natural y sencilla”. Eva, realmente, comió un fruto tangible.
Ella, a solas, estuvo merodeando alrededor del árbol más de veinte veces hasta que se atrevió. Antes de hacerlo, a veces, se sentaba sobre la hierba y contemplaba el árbol y meditaba. Iba por los parajes donde había hallado a la serpiente para escucharla. Sí, hubo más conversaciones. Al principio, se marchaba corriendo, horrorizada, repitiéndose que nunca, jamás, regresaría. Pero después le entraba interés por esa “nota discordante” que pululaba en esa zona.
La serpiente no abría la boca ni pronunciaba sonidos. Eva la miraba y, en la mente, escuchaba sus sugestiones. Era consciente de que los otros animales que habái visto eran meros brutos; mientras que, tras esa apariencia, en ese ser que se
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arrastraba, moraba una inteligencia. ¿Quién era ese viviente alargado de ojos redondos, sin pestañas, sin expresión? ¿Quién era ese elemento discordante? Un gran enigma se cernía alrededor de ese árbol de frutos rojos como la sangre.
sección 30
El resto de la historia humana ya la conocéis. El Mal había entrado en la humanidad. Como veis, la protohistoria de los ángeles y de los humanos fue muy distinta. Muy distinto el modo en el que Dios se manifestó, distinta la prueba, diversa la caída. Pero nuestras dos historias pasaban a estar entrelazadas, pues el Señor nos otorgó el privilegio de poder colaborar en vuestra santificación. Os damos inspiraciones, os protegemos, alejamos a los demonios. Pero si escucháis a los espíritus oscuros, si acogéis sus palabras, se quedan a vuestro lado. Vimos a los humanos reproducirse. Sus tribus cada vez iban más lejos. Vimos erigirse a Babel. Unos grupos se dirigían hacia el norte, hacia tierras cada vez más frías. Otros se encaminaban hacia tierras selváticas en la dirección del sol naciente. Se fundaron poblados al lado de las costas. Surgieron tronos y dinastías.
Los demonios se distribuyen por la Tierra, por reinos, regiones y ciudades. Hacen sus planes, tienen sus estrategias. También nosotros nos distribuimos. Os ayudamos, os inspiramos, os consolamos mucho más de lo que suponéis. Durante vuestra historia hemos visto todo el bien que habéis hecho, hemos sido testigos de lo más noble de vosotros. También hemos estado allí, avergonzándonos de vuestras acciones, de vuestras masacres, de vuestras opresiones. Hemos visto mal individual y mal colectivo. Hemos sido testigos de hecatombes sangrientas ante las que teníamos que cerrar los ojos. También hemos contemplado como una persona sin importancia se deleitaba en hacer sufrir a una nuera o a un vecino. Entre ángeles y demonios ha
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habido verdaderas batallas para defenderos, para impedir su acción tentadora sobre naciones y ciudades.
No sabéis cuánto os odian Satanás y sus secuaces. Ven en vosotros la imagen de Dios. Y anhelan destruir la obra del Altísimo, ya que no pueden acabar con Él mismo. Si pudieran, os destrozarían con sus mismas manos. Pero únicamente os pueden tentar en la medida en que el Rey del cielo lo permite. Si quieren ir más allá de esos límites, Él nos envía y nosotros les cortamos el paso.
Fue tan interesante ver los esfuerzos épicos de los hombres por saltar de una a otra isla de la Polinesia. Viajes marítimos hacia el horizonte que eran recompensados con un entorno idílico donde comenzar una nueva vida. Mientras familias enteras morían en medio del océano, otras familias se esforzaban por resistir otro invierno de nieve en la península de Kamchatka, sin saber que habían llegado al fin del mundo. Otros se establecían en unas llanuras inacabables, patagónicas, sin saber que también ellos habían llegado a otro confín del mundo. Todos procedían de Adán y Eva, aunque el clima y la alimentación iban cambiando el aspecto de cada grupo aislado. Los ángeles les acompañábamos mientras contaban historias alrededor de la hoguera.
Los demonios no dieron mucha importancia a la vida de un dueño de rebaños que trashumaba con algo menos de doscientas personas. No le dieron mucha importancia y Dios les ocultó algunas cosas. Pero debieron habérsela dado: ese hombre era Abrahán. Comenzaba una historia dentro de la historia, comenzaba un nuevo tiempo.
Contemplamos asombrados, con la boca abierta, las diez plagas de Egipto. Estuvimos en la misma sala del trono que David y Salomón. Allí no había solo capitanes y consejeros, también estábamos nosotros. También pululaban los espíritus caídos. No pudimos evitar que el fuego arrasara Jerusalén, mientras los supervivientes a la matanza eran llevados a Babilonia. No pudimos evitarlo porque los humanos se empeñaban en resistir a Dios, en hacer lo contrario a lo que había
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ordenado. Acompañamos a los héroes macabeos. Estábamos en las mismas habitaciones en la que los sabios escribieron con lentitud los últimos libros sapienciales. Nos hallábamos presentes entre la gente cuando Pompeyo recorrió triunfante la calle principal de Jerusalén. También le esperamos tras el velo, cuando entró el Templo. Teníamos órdenes de no hacer nada. Éramos meticulosos en no obrar cuando así se nos indicaba. Cualquier acción podía dar lugar a una sucesión de causas y efectos que incluso a nosotros se nos escapaba.
Vosotros dais mucha importancia a los césares de Roma, a los reyes de China, a los monarcas de Persia. Pero nosotros solo teníamos ojos para una humilde niña judía consagrada al Templo. Todas las multitudes celestiales no se perdían ni la más pequeña acción ni el más mínimo gesto de esa niña rubita de ojos azules y voz dulce. Miles de millones de ángeles atentos a cada jornada de ella. No dejábamos de mirarla ni cuando dormía.
Esta otra historia también la conocéis, no hace falta que os la repita. Al final, la Virgen María pisó la cabeza de la Serpiente Antigua. El poder de la humildad y la obediencia. Y, en ella, tuvo lugar la Encarnación. Cuando Jesucristo apareció en el mundo, el odio y el horror de los demonios fue máximo. Había llegado el momento, lo sabían. Se ensañaron. Los espíritus malignos se convirtieron de este modo en instrumentos en orden a la Redención. Sin ellos quererlo, también ellos formaban parte de los planes de Dios.
La más grande victoria de los demonios fue su más grande derrota. El más impresionante aullido de victoria del infierno, aún sin acabar de ser proferido, ya se había helado en sus bocas: ¡el Sacrificio se había consumado! ¡Y ellos habían tenido su parte en el Gran Sacrificio! Se llenaron de frustración. Se sintieron como si Dios los hubiera usado. Había usado el mal, para lograr un mayor bien.
Lo que habíamos visto en nuestra protohistoria lo vimos en vuestra historia: Jesucristo, Rey del Universo, alzado en la Cruz, cubierto de llagas, cubierto de
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sangre. Esa escena la contemplaron los coros de los ángeles y las hordas del infierno. Todos estuvimos en ese monte. Los demonios lo supieron: “Nos lo dijo y era verdad. ¡Ha sucedido! Lo increíble ha sucedido y está ante nuestros ojos”.
Estuvo tres horas suspendido en la Cruz, pero, tanta para ángeles como para demonios, esas tres horas se nos hicieron largas como un siglo. Fue como si el tiempo se detuviese. El tiempo transcurrió con una densidad lenta que vosotros no podéis comprender. Nosotros que veíamos fluir los siglos como un fugaz arroyo, vivimos esas tres horas como si fuera un milenio. En realidad, parecía que el tiempo se había congelado.
Después... su muerte. Deseamos que los rayos se abatiesen sobre la tierra, que se abriera el abismo de la ira divina con toda su fiereza. ¿Habéis querido el infierno? ¡Pues que el infierno descienda sobre la superficie de ese mundo! Incluso santos como éramos, tuvimos ese sentimiento. No nos manchamos con pecado, el pecado no subió a nuestra mente. Solo tuvimos, por un momento, el deseo de que se hiciera justicia. No deseamos el mal, sino la ejecución de una perfecta justicia. No hubo pecado en el cielo, os lo aseguro. Pero también os aseguro que si los ángeles hubieran sido soltados, en ese momento, para castigar todo el pecado del mundo... Hubiera sido como una presa que se resquebraja y cuyas aguas de castigo hubieran recorrido sin piedad todo el orbe.
Pero Dios Padre nos aquietó. Nos hizo ver la Santidad de Jesucristo, nos mostró (esta vez de un modo más profundo) su plan de amor y los frutos de ese sacrificio. Ese sentimiento de ira, aunque justo, quedó aquietado y nos admiramos de la bondad del Altísimo.
Ahora que conocéis nuestra protohistoria, os podéis hacer una idea de lo que fue la entrada de Jesucristo en el cielo para recibir la adoración de todas las multitudes angélicas. ¡El llanto de aquellos ángeles que, en la prueba, se resistieron a aquello como un imposible! Pues bien, había sucedido. Lo que les fue profetizado
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ahora lo tenían ante sus ojos. Los ángeles, en otro tiempo negadores de ese “sinsentido”, de ese “imposible”, ahora besaban sus manos llagadas sin dejar de llorar y llorar.
No os cuento lo que fue el descenso de Nuestro Rey a los infiernos porque, aunque en tiempo humano eso duró poco más de un día, si vivierais la temporalidad como evo, os parecería que ese tiempo fue tan largo como los tres años que empleó para predicar el Reino de Dios en la tierra. Cristo predicó a las almas. Todos escucharon su mensaje de amor, todos vieron lo que había sucedido sobre la Tierra en esos tiempos evangélicos. Escucharon, vieron y sintieron la acción de la gracia.
Millones y millones de almas fueron liberadas. Solo quedaron en los infiernos las almas de los que se habían demonizado de tal manera que su salvación ya no era posible. Ninguno de los condenados al infierno salió. Tantas almas habían vivido en moradas cuyo sufrimiento era casi infernal. Y ahora eran libres. Solo la parte más profunda, el verdadero infierno, resistió ese mensaje porque sus moradores se hallaban totalmente transformados. Vosotros, al rezar el Credo, lo decís con mucha brevedad, pero lo el descenso de vuestro Redentor a los infiernos fue un hecho inmenso. Se afirma en el Credo con brevedad para dejar constancia. Pero si comenzáramos a explicar todo lo que sucedió, habría tanto que explicar que es mejor dejarlo en el misterio hasta el Juicio Final. Pero sabed que allí predicó a muchos más que aquellos con los que habló en su vida sobre la tierra.
También en ese momento hubo ángeles caídos (todavía no transformados en demonios) que se salvaron. Hubo almas buenas que solo aguardaban a que se abrieran las puertas del cielo. Pero hubo ángeles caídos y almas caídas que fueron regeneradas por ese mensaje de vida y por la gracia de salvación. Pero sí, os lo repito, para los que estaban en el verdadero infierno la Sangre derramada en la Cruz lo fue en vano. Para ellos el sacrificio de todo un Dios Encarnado fue inútil. Todo el Amor Infinito de Dios fue infructuoso en ellos. Su destino estaba sellado por siglos sin fin.
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Hubo muchos pecados, mucha maldad, durante la vida de los hombres. Para ellos hubo pequeños “infiernos”. Pero el infierno de verdad, el infierno profundo, es el eterno. Cristo vació los infiernos que pudo vaciar. Más ya no se podía hacer.
Una masa innumerable de almas entró en los cielos. La alegría hizo retumbar los cielos. El fragor de gozo retumbó en lo más profundo del infierno haciendo gritar de rabia a los réprobos.
Pero no acababan los gozos allí. En términos de temporalidad angélica, pronto se produjo la asunción de la Santísima Virgen María. Su subida al cielo fue algo impresionante. ¿Os podéis imaginar cómo fue la entrada de Santa María, la Madre de Dios, en las moradas celestes? No, no podéis hacerlo. Os aseguro que no. Todos salimos a su encuentro. Se la recibió como se recibe a una reina. Nosotros fuimos testigos del encuentro entre la Madre y su Hijo.
Abajo en la tierra, prosiguió la historia de la Iglesia. Dios había fundado su reino en medio del mundo. También algunos de vosotros luchan contra los demonios con armas espirituales. Los místicos, los santos, los monjes, los eremitas, los ascetas, luchan con las armas de la oración, del ayuno, de las obras de mortificación, a veces con plegarias directamente dirigidas a detener la acción del Maligno sobre el mundo.
La historia de la Santa Iglesia se entrelazó con la historia de la humanidad. En medio de los reinos del mundo, había un nuevo reino, un reino espiritual, un reino que pertenecía a Dios, que estaba cuidado por Él para preservar la Revelación, para otorgar un agua viva que se repartía a través de una fuente de siete caños.
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Cuando se extendió sobre la Tierra el Reino de los Cielos, fue la guerra. La guerra entre las Fuerzas del Abismo y esos humanos que ahora se
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mostraban investidos del poder de la oración, los sacramentos, y de obras como nunca se habían visto sobre la Tierra. Resulta apasionante la historia de la Iglesia, entendida como la historia de la guerra entre el Infierno y los soldados de Dios recubiertos con armas espirituales. Una historia con sus batallas, con derrotas que abarcaban países enteros, con victorias admirables, con traiciones personales y toda la larga lista de hechos que demuestran lo que sucede si se otorgan dones divinos a frágiles seres humanos. Encontramos crónicas con prelados únicamente ocupados en asuntos del mundo material, pero también crónicas en las que se narran las vidas de los seguidores de Cristo dotados de un increíble poder sobre el mundo de los espíritus. Los anales relatando la erección de grandes templos y monasterios, y la historia de su destrucción. Una larga cronología de incendios y de reconstrucciones. Impresionantes fortalezas espirituales que se alzaban con esfuerzo y que debían ser defendidos frente los enemigos de Dios. Ángeles y demonios en medio de una historia que parecía meramente humana. No me detendré en esa sucesión de acontecimientos gozosos y luctuosos, la conocéis: el partido comunista, la Revolución Francesa, obispos mundanos, monarcas ensoberbecidos, herejes y simoniacos. Y, en medio de la masa de renacidos por el bautismo, héroes y capitanes que defendieron el Reino de los Cielos. Una guerra espiritual, pero en la que hubo verdadero derramamiento de sangre. Y, en medio de ese combate, vimos surgir tiempos que eran oasis de paz espiritual en los que crecieron los renacidos regados con la Palabra de Dios. Pero siempre el Leviatán levantando la guerra contra esos oasis. Siempre las hordas del infierno hostigando las murallas de ese reino.
Veis a la Santa Iglesia Católica, lo que no veis son los millones de ángeles volando entre los miles de torres de ese gigantesco edificio catedralicio que es la Iglesia. Nosotros moramos en ese edificio espiritual. Nosotros estamos dentro de vuestros templos materiales. Se acercan para atacaros con la tentación, y no os apercibís.
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Y después de miles de años de Historia, el último ataque del Dragón. El esfuerzo definitivo del que sabe que el tiempo ya se le agota. El Anticristo, la humanidad postrada en el pecado, la apostasía, la Abominación de la Desolación, los mártires, los cuatro Jinetes del Apocalipsis, el cataclismo que arrastra el mundo a su destrucción. El fuego que devora la Tierra. El fuego lo ponéis vosotros. Cae de lo alto, pero no viene de Dios; proviene de vuestra iniquidad, será obra de vuestras manos. Vosotros mismos fabricasteis ese fuego que cae del cielo y lo acumulasteis en vuestras bodegas. Lo escondisteis bajo tierra, pero caerá sobre vuestros hijos.
Tras el fuego del Apocalipsis, un tiempo de reinado de Cristo, los mil años. Después la Guerra de Gog y Magog, y, finalmente, el Juicio Final. Conocéis vuestra historia, pero no las crónicas de nuestra constante intervención, así como la de los malos espíritus. En el Juicio Final, vosotros acusaréis a los espíritus inicuos y ellos recibirán su sentencia. Sentencia que ya está escrita desde hace siglos: el lago de fuego y azufre. Allí arderán en su remordimiento, en sus sufrimientos, el Diablo y sus seguidores humanos y angélicos que tanto daño hicieron. Arderán para siempre.
Ya no podrán jamás volver a intervenir en la Jerusalén Celeste. Las Puertas del Infierno se cerrarán eternamente. Ángeles y bienaventurados gozaremos para siempre, juntos, cantando las alabanzas del Creador. Como está escrito: Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron. Allí, nosotros y vosotros, hijos de Adán, daremos comienzo a una nueva historia, la historia de la eternidad. La historia no se detendrá, continuará. Pero será una historia exclusivamente de júbilo.
Un devenir de siglos y siglos a las orillas del río límpido, a cuya vera crece el Árbol de la Vida y sus frutos son el gozo de ángeles y humanos. Allí seremos felices junto al Trono de Dios situado en el centro de la Jerusalén Celeste. Esa Jerusalén edificada sobre doce fundamentos construidos con gema y cuyas puertas están hechas
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de perlas. Allí nuestro Padre enjugará toda lágrima, allí el Cordero consolará todo desconsuelo. El Santificador penetrará con su gozo nuestros espíritus y almas.
Aprovechad el tiempo que os quede de vida sobre la tierra. No importa cuánto viváis, pues el último día, una hora antes de morir, toda vuestra vida os parecerá como un solo día. Tú que lees estas líneas todavía estás en el tiempo de prueba. Lo que yo daría por regresar a la fase de la prueba. No hay precio por grande que fuese, que yo no estuviese dispuesto a pagar para poder recibir las gracias que hicieran crecer mi amor por él. Os aseguro que no me importaría sufrir cualquier cosa con tal de poder aumentar un poco mi felicidad durante toda la eternidad. Te envidio. Sinceramente, te envidio. Tú todavía puedes ganar mérito para toda la eternidad. Tú todavía puedes incrementar el grado de felicidad que gozarás para siempre. No sabes lo que tienes. No sabes lo que vale el tiempo. Te envidio. Adiós, adiós.
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Apéndice ……………………………………………….…………………
Aunque en el prólogo a la Historia del Mundo Angélico se ofrece una versión muy plausible de cómo apareció tal obra, la realidad es muy distinta. Sin ninguna esperanza de que sea creída, aquí la consigno.
Debemos remontarnos a una primitiva abadía visigótica, a un monasterio asturiano (de localización incierta) que se desvaneció durante los oscuros años del convulso reinado de Atanagildo. Los textos aparecieron, sin duda, algo antes, en algún momento del reinado de Agila II y de Ardón. Ambos reyes son mencionados en los márgenes de dos de los cinco libros originales. Sus nombres se consignaron en una época posterior, cuando ya se temía que se perdiese la memoria de cuándo fueron escritos o, al menos, transcritos los textos. Nadie sabe, después de esa época, qué acaeció con esa obra. El mismo texto calla. Lo único seguro es que los cinco libros originales habían sido copiados, en los siglos siguientes, dos veces más. Copiados y aumentados. Glosados una y otra vez, cada nueva copia ofreció la oportunidad de refundir las glosas en el cuerpo del texto. No solo el corpus, también las iluminaciones habían sido enriquecidas y extendidas. El primitivo texto compuesto por sobrias delineaciones medievales fue ennoblecido con especulaciones teológicas.
Incluso las primeras cinco primeras iluminaciones con formas ocres en las que pululaban siluetas de color malva generaron a su vez glosas. Comentarios que en el siguiente escribano se plasmaron en forma de nuevas ilustraciones. Las cuales, muchas generaciones después (sin que podamos aventurar fecha alguna), fueron suprimidas y traducidas a texto. Las columnas originales de los ochenta y dos bifolios
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originales eran como ríos en los que desaguaban nuevos riachuelos. Se sabe que los cinco delgados libros con el tiempo fueron encuadernados en un solo tomo. Tomo solemne de cubiertas de madera y cuero, cuyas adiciones motivaron un siglo después que fuera dividido, de nuevo, en cinco volúmenes; menos imponentes, pero más manejables.
Lejos estaban de imaginar aquellos copistas-teólogos que no solo los libros, sino el entero monasterio les sería arrebatado a los monjes. Esos cinco libros delgados con gruesas cubiertas fueron encontrados en la antigua casa benedictina por el descendiente de un noble asturiano que compró el inmueble y sus tierras tras la desamortización de Mendizábal. Los libros, envueltos en telas, reposaban en un nicho de la biblioteca que había sido cuidadosamente tapiado. Todo tenía la apariencia de que aquellos libros habían sido emparedados varias generaciones antes de la desamortización. No era para protegerlos frente a los desamortizadores externos por lo que se los tapió, sino para sustraerlos de la avidez de los lectores internos. Podían haberlos quemado, pero paradójicamente hubo tanta voluntad en conservar el libro como de sustraerlo a la lectura.
No hubo, en tal medida, misteriosas razones, sino conveniencias intelectuales, unidas al celo de un abad que no quería dispersiones de espíritu en sus monjes. Hay demasiadas obras óptimas, para arriesgarnos con lo incierto. Esa frase es segura porque aparece escrita en cursiva (con aparente celeridad) en la segunda página del primer libro. En tal acción de sustraer esta obra a los lectores, no hubo oscuros complots ni ninguna otra causa que no podamos hallar en los Ejercicios de san Ignacio, a los que tan aficionado fue el abad Odilón, superior de esa casa de frailes y autor de la frase acerca de los riesgos de lo incierto. El celo de aquel contemplativo fue suficiente para clausurar la obra, pero insuficiente para destruirla. No el fuego, sino el ladrillo, fue el instrumento de su celo. De nuevo, las palabras en cursiva del abad escritas en la segunda página nos hablan de las razones de ese acto que se
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realizó en presencia de los frailes. Acto comunitario que tuvo reminiscencias de todo un pequeño auto de fe.
El noble asturiano que, dos siglos después, ocioso husmeaba en su ruinosa propiedad encontró los libros por pura casualidad. Fue él el primero que pudo leer la letra cursiva de las palabras castellanas de las cinco líneas del riguroso abad. Pero sus pocas lecciones de latín resultaron insuficientes para sumergirse en el resto del texto que llenaba esas páginas. Incapaz de leer los cinco pequeños libros los dejó reposar en su biblioteca, como si tuvieran que reponerse de un cansancio secular. Los libros eran crípticos tanto por su latín como por su grafía y no menos por su temática abstrusa.
Pero, dos generaciones después, a esos cinco libros les ocurrió su mayor fortuna y su mayor desgracia. Juan Abelardo de Granda-Cantón, nieto y heredero del noble asturiano, deambulando por la biblioteca de su caserón una noche de insomnio, encontró los viejos volúmenes. Bien sabía que su abuelo a algunos invitados se los enseñaba como un trofeo, como cosa rara y antigua. Los mostraba como un viejo pez pescado en el pequeño lago de su biblioteca. Lago en el que jamás se zambulló. Esa obra siempre la había considerado no como un pescado para ser servido en un plato, sino para ser mostrado con orgullo.
El nieto, que ya tenía treinta y tantos años, no en vano había sido novicio jesuita (llegó a hacer votos temporales) pudo descifrar el texto que palpitaba entre las declinaciones tardomedievales de sus largas frases subordinadas. A veces, una oración subordinada se hallaba dentro de otra subordinada, y el verbo parecía invisible. En realidad, estaba presente; pero bien lejos había que buscar el verbo principal y con frecuencia rodeado este de complementos circunstanciales cuyas preposiciones inusuales requerían del uso del grueso diccionario que tenía a su lado. Juan Abelardo lo tradujo pacientemente, con mimo. Como buen terrateniente que vivía de las rentas, tiempo no le faltaba.
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Durante dos años de trabajo regular y quince meses más de labores cada vez más esporádicas, la traducción de esas letras carolingias con glosas góticas fue saliendo adelante. Aquella historia de ángeles fue la pasión de su vida junto al “Casino”, el club de Oviedo donde aquel hacendado pasaba las tardes. Con el tiempo, Ana de Quintanar fue eclipsando su interés por la obra, a pesar de no ser ella nada angélica; de hecho, no solo no era un espíritu inmaterial, sino que ni siquiera era su esposa.
Aun así, a pesar de tantas distracciones mundanas y concupiscentes, durante el tiempo en que don Juan Abelardo trabajó en la obra, no solo mimó los cinco exiguos volúmenes, sino que los mejoró con la luz de su pensamiento. Eso es algo que únicamente se puede hacer cuando uno es muy joven (a causa de la ignorancia) o muy audaz (a causa de la soberbia). La suya fue una audacia sin remordimientos porque, como él se decía, siempre quedan los originales. Ese es el gran error de todos los copistes transformateurs que en el mundo han sido: pensar que siempre quedarán los originales. El fuego que destruyó la biblioteca del palacete no pensó lo mismo.
Juan Abelardo había muerto repentinamente un año antes de unas fiebres en la vejiga, o algo así, de forma que afortunadamente no presenció el fuego de su casa señorial. Aunque, sin duda, su alma lo debió contemplar desde ese lugar donde ningún fuego ni alcanza ni puede alcanzar, o puede que lo contemplara con un agrio ardor invisible abrasando en su corazón. Pero esto último parece poco probable, porque murió sacramentado y habiendo enviado a su querida Ana de Quintanar a que siguiera ordeñando vacas en pastos bien lejanos a la casa donde su viuda quedaba.
Matías, el hijo de Juan Abelardo, había salvado la obra un año antes sin saberlo, cuando se llevó a Barcelona metidos en cajas todos los papeles personales de su padre. Esos papeles habían sido transportados entre documentos y escrituras a la Ciudad Condal, al emparentar el buen mozo con una rica heredera de la burguesía catalana. La idea era dejar la biblioteca en el caserón de Oviedo y llevarse los
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documentos y papeles personales de su padre para revisarlos con calma en Barcelona, y guardar lo importante y tirar lo que fuera prescindible.
Pero, como siempre pasa, incluso varios meses después de una boda siempre hay muchas cosas que hacer y este tipo de tareas menos urgentes van dejándose. Los ojos del hijo de Juan Abelardo tardaron en remover y organizar el contenido de esas cajas. Pero, al final, encontró tiempo para revisar tanto papel. Y fue una mera cuestión de tiempo el que sus ojos se toparan con la traducción que su padre hizo de la obra sobre los ángeles. Papeles de los que le había oído hablar muchas veces y que siempre había considerado una locura de su padre, una más; como su afición a disecar jabalíes. Afortunadamente, la naturaleza le había arrebatado a su progenitor –según su heredero, cada vez más estrambótico– y ahora estaba él allí para cuidar del patrimonio.
El destino de su hacienda parecía claro: aumentar. Pero no estaba tan claro el destino de los papeles del padre. Aquel legajo de hojas sin encuadernar, notas manuscritas en papeles de diferentes tamaños, suponía un laberinto incomprensible para Matías. El problema ya no era la lengua (su padre escribía en castellano), sino la temática. Aquellas profundidades teológicas sobre los ángeles no podían estar más alejadas de los intereses de un noble burgués como Matías, cuyas aficiones eran únicamente la caza mayor y menor, aunque guardara algo de interés hacia las empresas textiles de su padre. Pero resultaba claro que cualquier vodevil ejercía más seducción sobre su intelecto que saber cómo fueron creados los querubines y serafines.
Así las cosas, aquel legajo estuvo en un tris de ir a la basura cuando, dos años después de establecerse en su villa barcelonesa, Matías hizo limpieza en los armarios de su estudio, aún parcialmente ocupados con los papeles del progenitor. Delante del hijo aburrido, tirando cuartillas, folios y correspondencia, había dos montones: el de las cosas que, por el momento, no interesaban a Matías y el de las cosas que no le
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interesarían jamás. Los papeles del primer montón se metería en los dos viejos baúles del sótano. Los otros escritos irían directamente a un cubo cuyo contenido se empleaba para encender la estufa del comedor pequeño o la chimenea del salón grande, el de las visitas.
La Historia angelorum vaciló un momento en la mano de aquel amante no menos de la opereta que de las coristas. Como se ve, no era el mejor juez para esa causa. Pero, como tantas veces ha ocurrido a lo largo de los siglos, justo juez o no, en su mano estaba el veredicto. En un segundo se decidió la pervivencia de ese montón de hojas escritas a pluma con letra regular, pero llenas de tachaduras, correcciones encima de las palabras y esquemas ininteligibles. Esquemas pergeñados en cuadrados delineados a lápiz e insertados en medio de los renglones del texto.
Si la mano de Matías lo hubiese arrojado al cubo de la derecha, nunca nadie hubiera sabido de esta obra. Ironías de la historia, fue la mano de aquel esposo de costumbres corruptas la que decidió el destino de esta obra sobre los inmaculados espíritus celestiales. Un hombre creyente dirá que una Mano movió otra mano. Un impío dirá que el bombo del azar giró ciego y dio una vuelta más antes de que otra indiferente bola fuese extraída.
Estoy convencido de que los ángeles guiaron la pervertida mano derecha de aquel bon vivant para que el mundo angélico contenido en ese legajo se salvase. Y así, en el arcón de tablones carcomidos en su base, las hojas durmieron sus buenos años, un sueño de diez inviernos concretamente. La esposa reorganizó el contenido de ese sótano. El legajo pasó a una carpeta de cartón y después a un baúl más nuevo, aunque situado en el mismo oscuro lugar. Y así, el escrito volvió a dormir otros cuatro años en la más completa calma. Fue, en el frío invierno de 1934, cuando la carpeta acabó en manos de un canónigo barcelonés:
–Tome, se lo doy por si le puede servir de alguna utilidad.
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El canónigo le dijo que cuándo se lo tenía que devolver. Lo preguntó solo para asegurarse de que (tal como parecía) se trataba de una donación. El señor De GrandaCantón, sin prestar atención, mientras cerraba un cajón de su escritorio, le reafirmó en que hiciera con él lo que desease, puesto que era suyo desde ese momento y añadió:
–Vamos, mi mujer ya ha traído la sopa a la mesa y no quiero que se enfríe. Entremos –fueron las siguientes palabras del industrial mientras abría la puerta del comedor pequeño de su residencia de Las Ramblas.
El canónigo se dedicó a ratos libres, durante varios meses, a reelaborar un texto que le parecía que contenía valiosas aportaciones, pero al que (según él) había que liberarlo del arcaico lastre escolástico añadido en los siglos. Hay que exprimir esta summa y dejarla en pura materia narrativa, le explicó al exquisito arcediano del cabildo, que le echó alguna aburrida hojeada a aquel galimatías de hojas. El canónigo no percibía todas las añadiduras, cambios y reformas de gusto decimonónico que el traductor aristocrático había practicado sin remordimiento.
El arcediano acabó su taza de chocolate y, de nuevo, se puso a pasar páginas y a leer aquí y allí, el obeso invitado solo hizo una pregunta que no trató ni del contenido ni de su teología, en realidad, a él solo le interesaba la música, campo en el que era muy competente:
–¿Qué es esto? –y señaló una cuartilla con una lista de nombres escritos con una letra distinta.
–Ah, la lista de personas que han leído integra o parcialmente el legajo de Juan Abelardo. Su anterior dueño, Matías, más que un industrial era un contable. Un industrial con alma de contable al que le encantaba dejar asiento de todo.
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Entre los nombres, le llamó la atención al arcediano que se hallase el de mosén Jacinto Verdaguer (cuyas veleidades como exorcista eran bien conocidas por los dos canónigos), además de un ignoto joven argentino de nombre Jorge Luis. El arcediano le hizo notar que esa columna con seis nombres no era una mera lista de asientos de lectores, sino una especie de índice, en el que se indicaban en qué parte de la obra se podían hallar los números de notas que remitían a las cuartillas con los comentarios de esos lectores.
También sus comentarios, más adelante, formarían parte indivisa de la obra. Y es que hay escritos inmutables y otros que con el tiempo crecen como un ser vivo. El evidente carácter fragmentario de la obra quizá fuera lo que animaba a todos sus lectores a mejorar o completar lo leído.
El canónigo trabajó a conciencia. Mi obra no será tan extensa, se decía a sí mismo, pero será la quintaesencia de esta Historia Angelorum pesada, complicada y llena de jardines intelectuales por donde perderse durante no uno, sino varios medievos enteros. Fue voluntad del canónigo crear “su” obra (él siempre recalcaba este adjetivo posesivo), dudando acerca de la conveniencia o no de la salvaguarda del escrito original. Escrito original al que se refería como los “andamios” o los “borradores”.
Hablando de este libro con el rector y el bibliotecario del seminario mientras tomaban un té en la sala capitular de la catedral, dijo: “La obra primitiva ya fue muy cambiada por el traductor. Así que no hay texto histórico que salvar. Lo que importa es la síntesis. Lo que importa ahora es hacer una buena obra”.
Lo que no entró en los planes de una mente como la suya, inmersa en la alta teología en general y en el mundo de los ángeles en particular, fue el estallido revolucionario de las masas proletarias en el año 36. Una tempestad de odio, fuego, sangre y piquetes sindicalistas se desató en esa ciudad. La tormenta le sorprendió
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mientras tomaba una horchata con sus sobrinos en la Plaza Garriga i Bachs. Lo prendieron allí mismo unos miembros del Partido Obrero de Unificación Marxista.
El canónigo no solo no pudo salvar el legajo, sino que no pudo salvarse ni a sí mismo. Murió fusilado, no por un pelotón de ángeles rebeldes, sino por anarquistas sudorosos y en mangas de camisa al grito de ¡viva Rusia! Murió justo antes de acabar la parte relativa al descenso de Jesús a los infiernos.
La iglesia junto a la que vivía a punto estuvo de ser quemada, pero la Federación Anarquista Ibérica decidió usarla como cochera. Sin esa compasiva decisión de la FAI, tomada a toda prisa, esta historia acerca de los ángeles podría haber desaparecido. Pues su piso formaba un anexo construido sobre la sacristía. Sin duda alguna, esos anarquistas en lo último que pensaron fue en los ángeles.
Después de toda esta vorágine de rencores marxistas y archivos incendiados, no se sabe qué pasó con la obra. Simplemente, en los años 60, apareció en una librería de viejo en la misma Ciudad Condal. Fue hallada por mí en forma de folios y cuartillas metidas en cuatro carpetas de cartón azul. Las cuatro carpetas las encontré en medio de centenares de libros de principios del siglo XIX, todos ellos deteriorados. Sea dicho de paso, había seis carpetas más. Varias con las minuciosas anotaciones de un entomólogo de los años 20, otras parecían el inútil y detallado catálogo de una biblioteca ya desaparecida, una última agrupaba abundantes apuntes de numismática del que debió ser un vendedor o un catedrático.
Con mucha probabilidad, esas carpetas, al no formar un libro encuadernado, debieron estar rodando por esa librería durante diez o veinte años más. Si no fueron vendidas, sin duda, debieron acabar en algún contenedor de basura. No ocurrió así con las carpetas que contenían aquellas, en apariencia, confusas crónicas acerca de espíritus angélicos. Afortunadamente, fui yo el que compró esas hojas. Me las llevé yo, un escritor barbudo, socialista (ya convenientemente arrepentido), fumador empedernido, ateo y que esos días estaba leyendo Rayuela de Cortázar. Mi nombre
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no importa mucho. Nunca fui muy conocido. Por lo menos, del gran público no. Profesor adjunto en la universidad, unos pinitos en la política y, de nuevo, a la universidad. De verdad que mi nombre no importa mucho. Milité en un partido llamado Bloc d'Esquerra d'Alliberament Nacional-Unitat Popular que consiguió 14.000 votos y ningún escaño. Desde entonces, me dediqué a mis clases y nada más.
El caso es que aquella mañana iba hacia mi piso en la Bajada de Viladecols con el pesado bloque de hojas numeradas bajo el brazo, sin saber si aquello que acababa de comprar en la librería de viejo no valía nada o si tendría algún interés. Solo pude valorar lo que me había traído a casa cuando esa noche, tras la cena, me senté en la mesa de mi despacho. Me apliqué con cierto escepticismo a ver si habían valido la pena las quinientas pesetas que había pagado por esos papeles. Pronto me di cuenta de lo que tenía entre manos: un texto aburrido para la mayoría de la humanidad, un escrito que por mucho que lo transformase no me lo publicaría jamás una editorial progresista, ni mucho menos una editorial religiosa. Eran los tiempos del Vaticano II.
Lo último que interesaba a los editores era un escrito con claros tintes neoescolásticos. Claramente vi que esas páginas abstrusas no serían ni siquiera del agrado de ciertas minorías católicas. Por mucho que lo rehiciera, aquello no casaba con el gusto imperante en ese momento. Pero mi lectura sobre cronopios me animaba a sumergirme en las páginas manuscritas compradas que ya me parecían que se iban a convertir en mi particular mundo de unicornios.
No hace falta decir que el texto del canónigo era plúmbeo en estado máximo. Y que mi misión consistió en infundir vida al pesado metal. Lamentablemente, el texto original medieval hacía mucho que se había perdido y corroído en el fondo del Mar de la Historia. A ratos pensé que la primitiva crónica sobre los arcángeles podía no haber existido nunca y todo ser una invención de aquel clérigo barcelonés que fue el cantor del cabildo; probablemente fue cantor. Pero determinadas citas literales demostraban que ese texto original existió; el estilo era infalsificable. Nada tenía que
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ver el sobrio estilo medieval de esas citas con el barroquismo de la profusión de adjetivos del buen canónigo. Yo le cogí cariño a la sobriedad estilística de aquellos frailes anónimos usada para sumergirse en complicadísimos razonamientos metafísicos. Muy complicados sus razonamientos benedictinos, pero siempre escuetos y concisos en la redacción final de su pensamiento. Aquellos frailes frugales también eran frugales en la redacción. Mientras que a mí, escritor socialista, se me hacía insufrible la pedantería del canónigo. A pesar de todo, reconocía que gracias a sus innumerables horas de perseverante labor, me había dado un texto ya legible y comentado. Sin sus comentarios, un neófito como yo se hubiera perdido completamente. Y, además, más que pedantería aquel hombre lo que había sufrido era de incontinencia a la hora de colocar adjetivos.
Por las referencias que menciona el canónigo, el texto medieval debió partir de una especie de poema en hexámetros. Aquellos versos originales tuvieron que ser oscuros como los de las sibilas. Y no menciono a las sibilas porque sí. Hay varias menciones en el texto original a oráculos de la sibila tiburtina y de la sibila cimeria. Esos versos genéricos debieron de ser cristianizados por una pía pluma anónima en el crepúsculo del Imperio. Tuvo que ser una mente religiosa que conocía bien a Plotino. Su trabajo, mucho después, recibió largas añadiduras al estilo florido y visual de Hildergarda von Bingen. Lo que quedara del texto primero debió recibir una última revisión cristianizadora. Una cosa fueron los hexámetros originales que llegaron al escritorio de los monjes en tiempos visigóticos y otra muy distinta lo que se guardaba en la biblioteca de la época del abad Odilón. En la última obra ya no se distinguía el primer sustrato de los posteriores.
Los monjes añadieron y reformaron sin reparo alguno, puesto que se trataba de una obra anónima y de una obra que ellos usaron para sus lectiones. Lo que importaba era que la obra final fuese lo más completa posible. En algún momento del enriquecimiento de esta obra, debieron conocer el pensamiento de Aristóteles, pues en la historia de los ángeles (tal cual la dejó el canónigo) se mencionaban de forma
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expresa cuatro libros de la Metafísica y dos de la Lógica. Alguna glosa ofrece la ambigua sensación de que algunos monjes asturianos llegaron a creer que esta obra sobre los ángeles era un título perdido de Aristóteles. Dos siglos después, otra extraña y única anotación ofrecía más bien la sensación de que están glosando en los márgenes lo que creían que era un comentario de santo Tomás de Aquino a un brevísimo opúsculo extraviado de Aristóteles sobre las criaturas del cielo.
Una obra perdida del Estagirita o un perdido Tractatus de Angelis del Aquinate; hay rastros de ambas opiniones en algunas notas a pie de página del canónigo cuyo nombre nunca conoceré. El autor, como es lógico, nunca pensó que fuera necesario poner su nombre en la cubierta mientras las hojas estuvieron en su casa. Eran hojas sueltas, sin encuadernar, de una obra todavía en progreso. Cuando se publicase, por supuesto, su nombre sí que iría en la cubierta. Debía creer mucho en la estabilidad de la sociedad, porque nunca hizo copia de la parte que consideraba acabada. La hoja numerada con el 1 comienza con el texto directamente. Debió pensar que las convulsiones sociales eran una tormenta de primavera. Creía en los ángeles y en la sólida permanencia del orden social.
En cualquier caso, ni el Philosophus ni el Doctor Angelicus. No parece creíble, en modo alguno, que esos monjes tuvieran ante sus ojos alguna obra perdida de ambos gigantes. Por el contrario, al leer el texto final, se tiene la impresión de que, durante varias generaciones de monjes, la obra se convirtió en una especie de ludus. Una especie de juego en el que todos dejaban constancia de sus sueños con ángeles, de sus propias elucubraciones sobre esos seres, desde el cocinero hasta el que cuidaba los cerdos. El libro quizá se convirtió en un gran esparcimiento realizado entre todos los monjes, en un espacio de creación, en una especie de colección de capiteles claustrales destinados a contener los monstruos de la fantasía.
Lástima que no se conserve la grafía original, que nos hubiera sacado de dudas ofreciéndonos una datación. Pero da la sensación de que, en un momento dado, el
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libro pasa a ser considerado como una especie de magma literario más que de una seria obra antigua. No se hace difícil imaginar a los monjes reunidos en torno al fuego de la chimenea en las noches de invierno, durante la recreación, charlando acerca de todo lo que se les ocurría sobre las jerarquías angélicas.
Lo mismo que el Cantar del Mío Cid pudo ser una creación colectiva, también este libro sobre el mundo angélico pudo ser una especie de Divina Comedia redactada coralmente a base de adiciones. La mano de Juan Abelardo de Granda-Cantón compactó lo escolástico con las ramificaciones creativas. La mano del canónigo barcelonés impuso un corsé racional todavía más férreo, vertiéndolo finalmente en un molde narrativo.
A ellos dos les debemos todo. Ellos fueron la salvación de la obra y su peste. Pienso, incluso, que tal vez ni siquiera fueron destructivos. Sin el noble asturiano, quizá tendríamos un título medieval más, sin mucho misterio. Sin el canónigo, quizá tendríamos algo demasiado parecido a un auto teatral del siglo XVI.
Lo más lamentable de todo puede que haya sido la pereza de Juan Abelardo de Granda-Cantón para bosquejar los dibujos que tuvo ante sus ojos. Apenas si pergeñó algunos esquemas con su indecisa mano. Mal dibuja quien no entiende lo que dibuja, como confesó al lado de sus esbozos a pluma. Por lo menos, así nos lo refiere el canónigo barcelonés. El cual clérigo directamente no se molestó en reproducir ni uno solo de aquellos jeroglíficos incomprensibles en medio de círculos concéntricos, como él los denomina. Ciertamente el canónigo pasó por encima de los laberintos caóticos cum verba como llama, en otro lugar, a los pocos dibujos y malos con los que se topó en el escrito del vizconde asturiano.
A veces se siente culpable y nos deja menciones, pero al clérigo barcelonés lo que le interesaba era el texto, el contenido como él lo llama. Y, desde luego, no consideraba que los dibujos formasen parte del contenido. No debemos ser duros con
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él; la mano de Juan Abelardo no debió ser muy ducha. Buen escritor, pero pésimo dibujante, a juicio del barcelonés.
Hallamos cuatro líneas pertenecientes a la obra medieval que afirman que el primer manuscrito era una obra de unas treinta páginas consistente solo en dibujos (más bien esquemas) y que el poema fue una explanación cristiana posterior de esos dibujos. Al menos, la explicación intentó ser cristiana. Resulta fascinante la idea de un libro compuesto únicamente por iluminaciones cuya explicación oral ha ido pasando de generación en generación. Si esto fue así, explicaría la aparición de un texto de autor coral y que siempre se consideró ampliable.
Qué fascinante hubiera sido poder ver con nuestros ojos, en el pequeño scriptorium de un monasterio rural, visigótico, la obra visual de un autor neoplatónico desconocido, quizá no muy brillante, provinciano. Una obra que excitaba la mente de los monjes. Los dibujos fueron ampliados gracias a las lecturas del profeta Ezequiel y del Apocalipsis. Los dibujos tuvieron que ser rehechos sobre nuevos pergaminos, cuando los primeros se fueron deteriorando. Copiar implicó reinterpretar.
Quizá también la particular índole de esos cinco libros fue la causa de que no se hicieran copias, de que la obra no tuviera difusión. Tal vez todos consideraban la obra como algo demasiado particular, demasiado poco seria. Quizá se divertían y se avergonzaban de ella al mismo tiempo. Puede que no fue considerada suficientemente buena como para hacer copias de ella, pero tampoco suficientemente mala como para destruirla. En todo monasterio debía existir una especie de limbo para este tipo de libros; o debería haber existido. Hasta hoy han llegado varios supervivientes de aquellos limbos.
Al final, la carpeta con el trabajo cayó en mis manos. Estas cosas pueden suceder y suceden. También, en 1947, siete rollos de pergamino de Qumrán acabaron en manos de pastores beduinos. Claro que también podía ser todo fruto del ocio de un
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noble decimonónico. Fruto de la imaginación tomado como obra auténtica por un canónigo y que trabajó en el texto con denuedo. Quién sabe.
Durante dos años fundí como un herrero las últimas supuestas citas supervivientes de las desaparecidas glosas, limé el metal resultante, inscribí, doré, abrillanté las frases. La obra final fue muy superior a la del canónigo, creo. Más esencial. Me centré en lo literario, pero no me quedé atrás en lo teológico respecto al difunto prebendado. Aporté, sí. Si la gente hubiera leído la hojarasca que rodeaba al contenido esencial, no la echaría en falta.
Mi texto sería narrativa pura, pero debajo de ella subyace el tratado que una vez estuvo allí en ese lugar. También una vez, bajo la bóveda de la Basílica de San Pedro del Vaticano, hubo un andamiaje que llenaba todo el espacio vacío. Ese andamiaje sigue estuvo, aunque el necio no lo vea. Lo maravilloso del escrito, desde la altura del 2012 en que escribo estas últimas líneas, es que ha sido la historia la gran escritora, el tiempo ha sido el escultor. El paso de los años nos ha ahorrado trabajo, forjando la síntesis. El tiempo ha podado y ha comisionado el trabajo a quien ha querido. Quizá también esta obra sea una muestra más de que es un Arquitecto Supremo el que dirige la construcción de la historia, podando, comisionando, borrando, enmendando a través de otras manos.
Sí, el Arquitecto… Soy un ateo que acabé creyendo en los ángeles, quizá por convivir mucho con ellos. En la isla literaria de mi mente, pulularon ellos con libertad durante meses. Con libertad, pero constreñidos dentro los moldes del dogma católico. Si los ángeles existen, lo hacen en un ambiente tridentino. Las angeologías budistas o gnósticas son una mera sombra de las creaciones surgidas del rigor escolástico.
Puedo ser ateo, pero si creyera, por supuesto, profesaría la religión verdadera que es la de los sumos pontífices, la católica de toda la vida. El Vaticano es deleznable para un no creyente militante como yo. Pero es la única alternativa intelectualmente razonable para intelectuales pecadores como yo. Los terroristas del
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pensamiento, como un servidor, sentimos una intensa relación amor-odio hacia esa cúpula de Miguel Ángel y hacia todo lo que acaece bajo ella.
Por eso mis ángeles volaron en mi isla intelectual enteramente obedientes al Denzinger. Eso sí, pulularon junto a Sartre, Bloch, Marcuse y Nietzsche. Y es que mi isla mental era recorrida por sus propias serpientes edénicas. Ateo, sí, aunque con los años me pregunto de dónde han tenido que salir los ángeles. Quizá mi increencia esté destinada a hundirse torpedeada por esas angélicas criaturas etéreas. Es duro luchar todos los días en las trincheras del ateísmo contra esos seres alados. La infantería siempre está destinada a perder frente a la aviación. Hace falta demasiada fe para mantenerse en los dogmas agnósticos del siglo XIX. Soy consciente de que si me rindo, tendrá que ser una rendición incondicional.
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anotación final
Este libro forma parte de una trilogía sobre el Misterio de Dios. Los tres libros son los siguientes:
Historia del mundo angélico: Es un libro acerca de la prueba que tuvieron los espíritus angélicos al ser creados, pero sobre todo trata acerca de Dios.
Las corrientes que riegan los cielos: Trata acerca de la Santísima Trinidad, aunque también aborda el tema del cielo, purgatorio e infierno.
Las leyes del infierno: Aunque es un ensayo acerca del infierno, supone una profundización en el Misterio de Dios a través de una reflexión acerca del averno.
Estos tres títulos conforman un conjunto unitario. El orden ideal para leer la trilogía es el expuesto. Sobre la trilogía, puede uno encontrar más información en mi opúsculo titulado Cómo orientarse en las obras completas del padre Fortea.
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www.fortea.ws
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José Antonio Fortea Cucurull, nacido en Barbastro, España, en 1968, es sacerdote y teólogo especializado en el campo relativo al demonio, el exorcismo, la posesión y el infierno.
En 1991 finalizó sus estudios de Teología para el sacerdocio en la Universidad de Navarra. En 1998 se licenció en la especialidad de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de Comillas. Ese año defendió la tesis de licenciatura El exorcismo en la época actual. En 2015 se doctoró en el Ateneo Regina Apostolorum de Roma con la tesis Problemas teológicos de la práctica del exorcismo.
Pertenece al presbiterio de la diócesis de Alcalá de Henares (España). Ha escrito distintos títulos sobre el tema del demonio, pero su obra abarca otros campos de la Teología. Sus libros han sido publicados en diez lenguas.
www.fortea.ws
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